La economía mexicana ha venido de mal en peor, no sólo porque se la maneja desde el poder con criterios y cálculos políticos, sino, además, debido a que se quita a los sectores que producen para dar a los que no producen o generan muy poco, lo cual desalienta la productividad y contribuye a la caída del producto per cápita y a la del Producto Interno Bruto (PIB).
En parte, esto explica que después de crecer en el periodo neoliberal entre 2.4 y 7.3 por año, nuestro país haya crecido por debajo del 2 por ciento en los últimos años, y apenas un 1 por ciento en 2023.
La quiebra y el empobrecimiento de las naciones se debe, por una parte, a que sus gobiernos no estimulan ni premian el trabajo y la productividad y, por otra, a que generan en parte de la población (T. Veblen dixit) “la economía de la clase ociosa” caracterizada por los brazos caídos, el paternalismo y el parasitismo.
México camina un poco hacia ese modelo: el de una economía asistencialista, clientelar y parasitaria, definida no por su eficiencia y productividad sino por una malformación política central: el control y la domesticación estomacal de la población para perpetuar un régimen de dominación.
La verdad es que una lógica rige a la economía y otra a la política: no entenderlo es el principio del fin de estados y democracias que hasta hace poco se creían estables y duraderas.
El gobierno de López Obrador, en nombre de un fingido amor al pueblo que el pueblo le creyó, dejó un país deteriorado y temblando en todos los sentidos y con una herencia envenenada, de las que no podrá salir en un montón de años, cuando la conciencia social adormecida despierte y se de cuenta que fue víctima de una celada, de un cuatro, de una trampa: si la burocracia de hoy no le impone a nuestro pueblo un gobierno a perpetuidad, como el que todavía hoy padece Corea del Norte, con distintas marionetas en escena, entonces podrá recuperar la democracia y el país que comenzó a perder en 2018.
En particular, dentro del paquete económico para 2025, preocupa el infundado optimismo con el que se estima un crecimiento económico del 2 al 3 por ciento del PIB; preocupa, asimismo, la serie de recortes de más del 30 por ciento a rubros y sectores estratégicos de la actividad económica en el país; preocupa, también, el poco aseado manejo del déficit fiscal, que equivale a 5.9 por ciento del PIB (el más alto en tres décadas); por último, preocupa la gran masa de recursos que se destina a programas sociales, pues pasa de un 58 por ciento del gasto programable en 2018 a un 71 por ciento en 2025.
No puede haber crecimiento económico sin creación intensiva de fuentes de trabajo, desregulación fiscal y políticas consistentes que alienten la inversión interna y externa. Nadie puede asegurar que la inversión extranjera directa (IED) seguirá fluyendo como en 2024, después del poco tacto que ha mostrado México hacia el T-Mec y luego de que la inversión internacional ha empezado a preferir nichos de oportunidad más seguros, estables y confiables como EE.UU, China y el espacio europeo.
Por su parte, después de hacer del empresariado y la riqueza una fobia de la demonología política de “izquierda”, es previsible que mucha de la inversión nacional comience a dejar tierras aztecas, como ya lo hace, lo cual se traducirá en una disminución de la planta laboral y empresarial y en un debilitamiento del mercado interno.
Aunque con anteojeras ideológicas es difícil verla, la realidad del emprendedor y el industrial mexicano es muy simple y clara: si desde el gobierno se apela al manejo de la economía por decreto, ello implica que en los primeros círculos del poder no se entiende la vitalidad de la iniciativa privada ni se concibe la complejidad del mercado.
Poco a poco, el desaliento gubernamental a la actividad productiva y su desprecio hacia los agentes generadores de riqueza, podría traducirse en cierres escalonados de empresas, creación de muy pocas, desgano laboral, huelgas de consumidores, huelgas de impuestos, amagos de salirse del pacto fiscal federal y sofocación de la actividad económica en el país, que es como ha ido creciendo y multiplicándose la ruina económica en las dictaduras populistas.
Sólo hay dos opciones para financiar el desarrollo y mantener en operación a un país: la deuda soberana y los impuestos. Ante la evidencia de que las cargas tributarias y la ampliación de la base de contribuyentes son impopulares, el gobierno -eso sí, con la cantilena de la soberanía- amaga con aumentar la deuda soberana del país, situándola ahora en un 51.4 por ciento como proporción del PIB (18.59 billones de pesos), lo cual equivale a poner en la ecuación una lógica enferma y suicida: salvar a como dé lugar a Morena en el poder, aunque el país se hunda.
Lo que hay detrás del paquete fiscal y el presupuesto federal para 2025, son dos cosas que no se pueden ocultar: la administración que “ya se fue”(?), por ineptitud y corrupción dejó quebrada y moribunda a la economía nacional y, en su lugar, quien llegó no ha encontrado más opción que ponerle buena cara al naufragio y mal diseñar una economía de supervivencia para 2025.
Pisapapeles
Comprar el parasitismo de un mercado electoral para permanecer en el poder, puede ser el sueño dorado de una casta burocrática, pero puede también ser la ruina de un país.
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