24 septiembre, 2016

El México de la impunidad Una nación en riesgo II: Leopoldo González

El México de la impunidad
Una nación en riesgo II

 

Hablo del remedio eficaz,
del remedio posible en el instante.
Charles Augustin Sainte-Beuve

 

Por Leopoldo González

 

México, dentro del horizonte de su modernización posible y necesaria, tiene varias citas pendientes con su sistema de justicia, pero la que no ha intentado y es quizá la más urgente de todas, es una reforma de Estado –que involucre a poderes y órganos de gobierno, universidades y centros de investigación, cámaras empresariales, partidos y organizaciones de la sociedad civil- orientada a sentar y a consolidar las bases de un sistema de leyes y normas y de un diseño institucional de vanguardia, cuyo propósito y tarea central sean asegurar la cabal observancia de la ley por parte de todos y su irrestricta aplicación por las instancias correspondientes, para darle contenidos nuevos y una funcionalidad distinta a nuestra democracia en esta materia.

        Pensar en una reforma de Estado para hacer respetar y cumplir la ley, puede tomarse como una propuesta traída de los cabellos (¿a quién se le ocurre, habiendo tantas leyes e instituciones de justicia en México?), o puede sonar redundante (¿para qué, entonces, están las procuradurías y el Poder Judicial?), o parecer caricaturesco (¿no se antojaría absurda una estructura de procuración de justicia y judicial que lleve macrocefalia a la cima del Estado?), o percibirse como una grave afrenta para una clase política y una sociedad que viven el día y la noche pensando en que “la honrada medianía” les da, automáticamente, derecho de picaporte a un cierto “estado de gracia” (¿cómo se atreve alguien a dudar de la ética y la honorabilidad de tantos, que son mayoría?). Si una reforma de Estado en la materia podría limar, atenuar, abatir o incluso extirpar las estrías y tumores de manufactura “ubrenamental” que nos caracterizan y reducir los indicadores de evasión y de no aplicación de la ley, una reforma del Estado en el mediano plazo quizás podría ser un objetivo más completo de reconstrucción nacional.

        La idea tiene sentido, justificación y sustento en nuestra realidad. Por un lado, las reformas de tipo legislativo que se han hecho en México, por lo menos desde el 29 de diciembre de 1982 en que se aprueba el Decreto de creación de la Secretaría de la Contraloría General de la Federación, destinadas a combatir la corrupción y la impunidad, han sido tímidas y francamente insuficientes para alcanzar los objetivos que se proponían, en un país que funciona, según la deriva del análisis que hace Juan Antonio Rosado de El complot mongol, de Rafael Bernal, como un gran “sistema amigocrático[1] en el que “tener la razón vale un carajo, lo que importa es tener cuates”. Por otro, tanto el pasado lejano como el pasado reciente prueban que el esfuerzo por elaborar leyes y sistemas normativos para inhibir y abatir la corrupción y la impunidad, es inversamente proporcional a la cantidad de artilugios y estratagemas que emplea el mexicano para capitalizar en su provecho los “resquicios”, lagunas y vacíos normativos del sistema de justicia, lo que, a fin de cuentas, viene a reiterar, una vez más, “la fragilidad de nuestro Estado de Derecho”. Más acá, la recurrencia de diagnósticos, mediciones, análisis, encuestas y estudios[2] en los que México figura como una “oveja negra” del hemisferio y el mundo en materia de corrupción e impunidad, lo que indican es que no bastan las reformas legislativas ni son suficientes las demasiadas leyes para inhibir y acotar ambos fenómenos, asociados a la proliferación del dinero “sucio”, “subterráneo”, “triangulado” o “mareado” que con frecuencia estremece la vida nacional.

 

Las rutas del dinero

Si la corrupción es una propensión más o menos generalizada a burlar la ley en busca de beneficios personales o grupales inmediatos, es un delito contra el Estado cuya prevención y corrección deberían comenzar en la familia, continuar en la escuela y reforzarse en los distintos climas y microespacios del ámbito social. Anualmente, dice el INEGI, se registran en promedio poco más de 4,000,000 de pequeños actos de corrupción en México, como fue el caso de la conocida en redes sociales, en mayo de este año, como #Lady100pesos, que intentó sobornar a los policías que la detuvieron por conducir en estado de ebriedad. Si la prevención de la corrupción y la impunidad fuese un sistema de Estado basado en la internalización de los límites fijados por una cultura social e institucional de respeto a la ley, ni este ni otros casos de soborno o abuso tendrían razón de ser y la reducción de los índices de impunidad comenzaría por la disminución de la tasa de corrupción. La doctora Feggy Ostrosky, directora del Laboratorio de Neuropsicología y Psicofisiología de la UNAM, en una entrevista que concedió recientemente (CONTENIDO, Junio 2016, ¿De verdad somos tan corruptos?:41), dice: “La cultura de la legalidad no ha sido internalizada, apreciada ni premiada”, por lo que “asimilamos la agresión y el quebranto de la ley como algo natural”.

        La impunidad (“monstruo urdido por nosotros contra nosotros mismos”) es ubicua y polimórfica y los mil y un rostros que asume en México invaden el tejido social y la administración pública (Gaetano Mosca advierte: la clase política no nace en la nada espacial, sino dentro de un sistema social específico), son una de las terminales nerviosas del sistema clientelar mexicano, están en las poses de la vida partidista y sindical y constituyen el menú de los reflejos condicionados de la cultura, donde sus factores de contaminación y su ‘nómina de descarriados’ son de todos los calibres y se ajustan a la voluntad de poder, de “desquite” o capricho de todos los potenciales infractores del sistema legal: el automovilista que transgrede una señal de tránsito; el promotor activo de la “mordida” en una oficina pública que acepta el soborno para destrabar, “torcer” o agilizar un trámite; el burócrata que sesga o manipula cláusulas y perfiles técnicos en un procedimiento de licitación pública para beneficiar a un postulante con perjuicio de otros; el presidente de la Junta Local de Conciliación y Arbitraje que incumple su deber de impartir justicia en beneficio del trabajador, acaso porque prefiere “que la voluntad de Dios sea benévola con los bueyes de su compadre”; la tortuosa e inverificable reparación del daño a las víctimas del delito, que generalmente termina sin reparación y suele terminar, también, con la fe y la esperanza del agraviado en el sistema judicial; el secretario proyectista que distorsiona el espíritu y la aplicación del derecho mientras “tuerce” o “fabrica” una resolución judicial por órdenes superiores y, en fin, toda la cauda de comportamientos cínicos y socarrones que al activar los filtros de la impunidad (y, a veces, de la más estricta hamponidad), hacen nugatorio en los hechos el imperio de la ley.

        Conviene llamar la atención sobre ciertas formas emergentes de no aplicación de la ley, de distorsión del Estado de Derecho y de impunidad social que se abren paso en México, en el seno del conflicto social, porque su recurrencia -fuera de la legitimidad que eventualmente puedieran tener- no sólo exhibe y profundiza la crisis del sistema de justicia, también extiende la consideración -disolvente y peligrosa- de que, si el sistema jurídico no sirve al “pueblo”, a “los de abajo”, a la “masa” anónima, hay motivos más que suficientes para desobedecerlo y estatuir en su lugar una especie de “legalidad fáctica y paralela”: la que nace de la obediencia ciega y acrítica a un sistema mítico y a un código práctico de reglas y convenciones, directamente sugeridos, aconsejados o dictados por el cacique sindical o por el liderazgo sin rostro del movimiento social.

        Para algunos, quizás “lo periodísticamente correcto” sea aplaudir -con las dosis de información y de opinión a modo- todo lo que venga de la sociedad civil y del movimiento social, acaso porque juzgan que la rebeldía del sueño y los cristales rotos vende más, pues la oposición al gobierno -a su manera- también es un nicho de mercado. Para cualquier lector atento de la realidad nacional no puede pasar desapercibido que las razones del hartazgo, la inconformidad y la impugnación antisistema del movimiento social, son en gran medida explicables, justificadas y atendibles (aunque no siempre sean razonables). En este contexto, si hacemos un ejercicio de valoración y de autocrítica responsable, no resulta cuerdo extender una “patente de corso” a los excesos, exabruptos, abusos y arbitrariedades que se cometen al amparo y en nombre de dicho movimiento, pues equivaldría a ponerle signos de admiración y a coludirse con una forma de impunidad alterna o sucedánea de aquella que intentamos combatir.

        En estos años, se volvió habitual que organizaciones de la sociedad civil, organismos no gubernamentales y activistas antigubernamentales, sorprendidos in fraganti en el fragor de la lucha social o identificados como presuntos malhechores en algún acto premeditado y alevoso, y colocados en situación de desventaja jurídica por la detención de algunos de sus compañeros[3], de pronto pretendan arrogarse funciones de Ministerio Público en cuanto a los hechos que consideran o no punibles; asumir atribuciones y facultades de juzgador en materias del orden procesal o jurisdiccional que no les competen; ejercer funciones y facultades que la Carta Magna reserva a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en temas del más alto interés público o, en su caso, intentar imponer decisiones inapelables de minoría social a uno de los poderes de la unión, interfiriendo con el ejercicio de prerrogativas que en una democracia constitucional no sólo corresponden a la representación formal de la mayoría, sino que son de la competencia exclusiva del Poder Legislativo. La mayor parte de estos hechos está consignada (Milenio-TV, Samuel Cuervo, emisión nocturna, 21 de agosto de 2016) en los pliegos de quejas y denuncias que recibió la Auditoría Superior de la Federación (ASF) por parte de autoridades locales de los estados de Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Michoacán, que entre marzo y agosto de 2016 fueron víctimas de 247 actos de violencia y vandalismo delincuencial en oficinas públicas, en los que fueron agredidos, dañados, saqueados, quemados o destruidos, no sólo personal del servicio público sino archivos documentales y digitales, cámaras de seguridad, infraestructura arquitectónica, equipos de cómputo, bancos bibliográficos, mobiliario de oficina, equipos de videograbación, libros de texto y unidades del parque vehicular de los gobiernos de esas entidades. Todo esto, sin sumar los “sueldos” que de forma extraña percibieron (Letra Franca No. 49-50, mayo-junio de 2016; Eduardo Pérez Arroyo, Pp. 12-14), hasta el primer trimestre de 2015, Rubén Núñez Ginez, entonces líder de la Sección 22 de la CNTE en Oaxaca (300 mil pesos, equivalentes a un salario mensual de 100 mil pesos); Juan José Ortega Madrigal, entonces secretario general de la Sección XVIII de la CNTE en Michoacán (170 mil 841 pesos, equivalentes a un salario mensual de 56 mil 947 pesos); Adelfo Alejandro Gómez, líder magisterial de la CNTE en Chiapas (75 mil 427 pesos, equivalentes a un salario mensual de 25 mil 142 pesos), lo que indica no es sólo una serie de violaciones gremiales de tipo discrecional al contrato colectivo de trabajo y a la norma aplicables, sino que las avenidas de corrupción e impunidad que infestan al país también son transitadas por un movimiento social que, según la evidencia, no es lo inmaculado que dice ser y padece las mismas formas de corrosión ética que condena en sus contrapartes. Más acá de lo que cada uno crea, sienta o piense sobre la Reforma Educativa, el nuevo modelo educativo, el sindicalismo magisterial todo, la chiapaneca Elba Esther Gordillo o, incluso, las formas y procedimientos de impugnación y ruptura institucional que desplegó el movimiento social en casi 150 días, lo cierto es que ahí se cometió una gran cantidad de delitos del fuero común y del fuero federal (uno, como botón de muestra: la violación al Artículo 167, Inciso III, de la Ley de Vías Generales de Comunicación, que expresamente prohíbe la obstrucción de dichas vías en el territorio nacional), que en lugar de encausarse y ser desahogados conforme a derecho, según declaró Juan Manuel Portal, el titular de la ASF, continúan “encapsulados” en los archivos de la PGR y a merced del cálculo político relacionado con lo que ya pesa, en el ánimo nacional, la cita electoral de 2018.

        La historia muestra que el mejor camino para el desarrollo civilizado de una sociedad no es la democracia del “plebiscito cotidiano” (como románticamente decía Renan) y que el populismo jurídico puede parecer un atajo fácil de seguir para el ciudadano que disuelve su individualidad en la “masa”. Sin embargo, las calenturas sociales de coyuntura pueden llegar a constituir saltos al vacío, que de pronto cancelan la respuesta racional que un momento de crisis nacional reclama. ¿Cambiar la impunidad de la élite por la impunidad de la masa? La respuesta a esta pregunta está en la ley, a condición de que sepamos hacer de ella la fórmula para institucionalizar el conflicto, atemperar el abuso e inhibir el caos.

        En materia de corrupción e impunidad, las miradas reprobatorias se dirigen siempre a la élite gobernante y a la clase política, que son las que aportan el dato denso y relevante, la trama kafkiana o ionesquiana, el cuadro de “horror”, la escena de escándalo persistente, la anécdota que nutre la picaresca popular o la estampa cínica, pues ambas encarnan, mejor que nadie, como diría Ricardo Raphael de la Madrid, “los vicios de una sociedad decadente” que “no puede sentir empatía con quienes significan” lo mejor de sus “virtudes fundacionales”.

        Para entender a nuestro país y a su clase política se pueden seguir varias claves de lectura e interpretación, pero la que brindaría el camino más corto para ese propósito sería seguir las rutas del dinero, intentar desentrañar sus móviles y tratar de establecer lo que desea ocultar y a quién pretende burlar el político de oficio, el político profesional, con esa retórica de formol y de doble fondo en la que la ley lo es todo -o casi todo-, mientras se hace de su aplicación una simulación permanente.

        Del 2000 a la fecha, nuestro país ha hecho un esfuerzo sostenido y significativo en dos direcciones: dando forma legislativa y gubernamental a una inusitada cantidad de mecanismos e instancias de fiscalización, de transparencia y de rendición de cuentas como la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y sus correspondientes órganos de control y de fiscalización estatales, que, junto a la creación del Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI) y sus órganos o institutos de competencia estatal, vinieron a constituir, quizás, el aporte más significativo y el logro más encomiable del primer gobierno de transición en nuestro país; luego (exceptuando el deplorable “parto de los montes” que fue la fallida intentona de crear un ambicioso Sistema Nacional Anticorrupción, sujeto ya de varias acciones de inconstitucionalidad), la creación, reforma y reforzamiento de una gran cantidad de sistemas, estrategias, mecanismos legales e institucionales para definir y consolidar una política pública de combate a la corrupción y a la impunidad. Entre 2004 y 2015 nuestro país incrementó a casi el doble la inversión en instituciones de combate a la corrupción y la impunidad, al pasar de un gasto inicial de 2, 255 millones de pesos, a un gasto, hacia el final del periodo, de 4, 443 millones de pesos. Sin embargo, pese a que la transición y la alternancia han hecho visible un pluralismo ideológico y político sin precedentes en nuestra historia, esto no se ha traducido, como afirman Marco Fernández (investigador asociado de México Evalúa) y Germán Petersen (investigador de Transparencia Mexicana) en la creación de las “instituciones y herramientas necesarias” y de “los contrapesos adecuados” para hacer respetar la ley y “aplicar el derecho” sin concesiones de ninguna clase ((CONTENIDO, Junio 2016; P. 43).

 

La lista negra de la impunidad mexicana

No deja de ser una paradoja -y una dolorosa y flagrante contradicción- que el lapso en el que México logró crear los sistemas nacionales de transparencia y de fiscalización -y en el que ha invertido el mejor de sus empeños en una reingeniería institucional para abatir la corrupción y la impunidad- sea el mismo periodo de nuestra historia (2001-2016) que más agitaciones, sucesos bochornosos, casos de escándalo político, impactos negativos y malestar ciudadano registra por la sensible elevación de los índices de corrupción e impunidad.

        En este periodo, las historias y los casos de corrupción que terminaron engrosando la lista negra de la impunidad mexicana, son muchos y corresponden a los más disímbolos tonos de nuestra geometría política. A escala nacional, ahí están el tráfico de influencias y la “información privilegiada” que, al amparo del gobierno de Vicente Fox, permitieron a los hijos de la entonces primera dama multiplicar sus negocios millonarios en la compra de maquinaria pesada, tractores, bodegas y bienes raíces de programas gubernamentales a bajo costo, sin que nadie verificara la legalidad de dichas compras y, al mismo tiempo, nadie se atreviera a interponer una queja o una querella administrativa por los dividendos ilegales que obtuvieron en el lado oscuro de la función pública. En ese sexenio, la cantidad de los actos de corrupción e impunidad fue directamente proporcional a la cantidad de quienes se sentían con derecho a “cobrar la factura” por los altos servicios que, según ellos, habían prestado al proceso de transición en México. En esta materia, el sexenio de Felipe Calderón no se fue en blanco: incluye los negocios “de trastienda” del campechano Juan Camilo Mouriño en PEMEX, el enriquecimiento perfectamente explicable de varios integrantes de su gabinete a la sombra del poder, la financiación de parte importante de la campaña de Luisa María Calderón a la gubernatura de Michoacán en 2011, etcétera. El gobierno de Peña Nieto tampoco se salva: la sospecha y la percepción de corrupción, a partir de que trascendió la adquisición de la Casa Blanca presuntamente con fondos públicos, ciertamente no ha desembocado en un caso claro e incontrovertible de impunidad, pues los presuntos delitos de funcionarios públicos contra el Estado tienen fecha de prescripción y, en este asunto, tanto el plazo fatal como el veredicto judicial pueden ser materia de un expediente abierto. Al margen de ello, la Casa Blanca (¿o de Pandora?) fue el detonante y catalizador de los grandes males que agobian a la actual administración federal.

        A escala estatal, los casos de corrupción que devinieron muestras de impunidad silenciosa, discrecional, encubierta, invisible o galopante en lo que va del siglo, también son muchos y pertenecen a la larga lista de quienes han hecho de la política y el servicio público el negocio de su vida. Bajo este supuesto debe verse a los exgobernadores Lázaro Cárdenas Batel, de Michoacán (2001-2007), Leonel Godoy Rangel, también de Michoacán (2007-2012), Humberto Moreira Valdés, de Coahuila (2005-2011) y Andrés Granier Melo, de Tabasco (2007-2012), cuya respectiva gestión al frente de sus estados no fue escogida al azar para este análisis, sino porque los paralelos de su actuación establecen más de una coordenada y semejanza entre ellos, algunas de las cuales podrían ser las siguientes: todos, sin excepción, depositarios de feudocracias regionales en los primeros lustros del siglo, detonaron una perversa y peligrosa tendencia al endeudamiento de las finanzas públicas, que todavía hoy mantiene en crisis de solvencia y liquidez a sus entidades; los cuatro encarnan, como nadie, el sello de corrupción e impunidad que ha marcado a la mayoría de los gobiernos estatales del México de la transición; cada cual, a su manera, aceitó e innovó la maquinaria política local del soborno, el cohecho, el chantaje y la “transa” para hacer que sus congresos locales aprobaran “los decretos de la infamia” que habrían de facilitarles el manejo discrecional y a “trasmano” del erario público; cada uno fue “él y su circunstancia” en cuanto a refinar el modus operandi y el modus faciendi políticos, para asegurarse un modus vivendi sin las molestas complicaciones de la intemperie civil después del poder; y todos han tenido -en el bufón o en el palafrenero del séquito- al personaje “de pantalla” que habría de resistir los embates de la percepción negativa y el sospechosismo público. Podría decirse que cualquiera de estos cuatro exgobernadores (aparte de Rogelio Montemayor Seguy, Emilio González Márquez, Ulises Ruiz, Marcelo Ebrard, Guillermo Padrés, Rodrigo Medina, César Duarte, Roberto Borge y Javier Duarte de Ochoa) habría dejado con “el ojo cuadrado” a Alí Babá y congelado toda tentativa de rufianería profesional en los cuarenta que le seguían. De los cuatro que de mil y una formas defraudaron y desfalcaron a sus estados, solamente Andrés Granier Melo ha pisado la cárcel en México (además de la clínica); Humberto Moreira, detenido el 5 de enero de este año en el Aeropuerto de Barajas de Madrid, por orden de la Fiscalía Anticorrupción de España, vivió las nieblas del presidio sólo por unos cuantos días, porque si en tiempos del cacique Gonzalo N. Santos, El Zopilote de Tamuín, “La moral es un árbol que da(ba) moras…”, en tiempos como los que corren, diría con gracia e ironía Fabrizio Mejía Madrid (Proceso No. 2072, P. 45), “La moral es un árbol que da Moreiras”. Sólo dos de esa cuarteta de exmandatarios estatales, que también cometieron excesos de órdago, siguen sin ser llevados a juicio y sin pisar la cárcel, entre otras causas, por la omisión y la colusión de buena parte de la clase política local, pero, además, por lo que atinadamente apuntó el cibernauta Jorge Hernández: “Gracias a la impunidad no son enjuiciados y continúan dentro de la grilla”.

        Lázaro Cárdenas Batel recibió Michoacán, en noviembre de 2001, con una deuda pública que rondaba los 156 millones de pesos; no había desorden administrativo, ni crisis delincuencial, ni quiebra educativa, ni inestabilidad social, ni ingobernabilidad política. A unas semanas de asumir la gubernatura detonó el peor proceso de endeudamiento de que se tenga registro en el estado, el cual fue uno de los distintivos de toda su administración (Ver: decretos No. 259, No. 507 y No. 112, de la LXIX Legislatura del Congreso del Estado). Mediante sucesivos empréstitos, reestructuras, refinanciamientos, bursatilizaciones, y varios contratos de vencimiento a corto, a mediano y a largo plazo, dejó una deuda pública de 6 mil 581 millones de pesos y un contrato latente de bursatilización de recursos públicos sobre el 2% a la nómina empresarial a 25 años, que constituyen el inicio de una historia de déficits y quebrantos financieros que todavía hoy agobia a Michoacán. Entre las escasísimas obras (iniciadas, pero nunca terminadas) de que pudo informar en todo su sexenio, deben contarse tres que en el segundo año de su gestión asignó (mediante métodos truculentos) al argentino Carlos Ahumada Kurtz y, en tres informes anuales consecutivos, “la terminación” de la carretera Zitácuaro-Lengua de Vaca. En este caso, la corrupción y la impunidad activas tienen rostro de dinastía, no sólo porque la actuación pública del clan podría ser un buen argumento de “novela negra” (sería un betseller), sino porque los alcances del mimetismo histórico y político suelen ser vitalicios.

        Quien continuó y profundizó la tarea de depredación financiera que había iniciado en Michoacán Cárdenas Batel, elecciones y “secretario de administración y finanzas” de por medio, fue Leonel Godoy Rangel; al ratificar en el cargo al responsable de la administración y las finanzas que venía del sexenio de Cárdenas Batel, le garantizó a su propio gobierno la legitimidad que podía aportarle un apellido de prosapia(sic) y, a cambio, aseguró para el clan la urgente impunidad que requería el que ha sido uno de los peores gobiernos en la historia del estado. En la administración de Godoy Rangel, el decreto 253 del Congreso del Estado autorizó al Ejecutivo a firmar un contrato de deuda y bursatilización por 5, 500 millones de pesos; en mayo de 2009 vuelve a autorizarse al Ejecutivo un techo de endeudamiento hasta por 1, 500 millones de pesos con las bancas comercial y de desarrollo; finalmente, como ocurrió en enero de 2010, volvió a autorizarse al titular del Ejecutivo la reestructura de 5, 672, 727 millones de la deuda de corto plazo, bajo un esquema que presionaba y comprometía aún más las finanzas públicas de la entidad. El resultado de tanta y tan insaciable voracidad financiera (pues dejó pasivos y una deuda total por $ 38 mil 868 millones de pesos[4]) no se tradujo en obra pública ni en impulso al desarrollo productivo de la entidad, como mandata el artículo 117 de nuestra Carta Magna, sino en desvío de recursos federales, subejercicios presupuestales amañados, malversación de fondos, delitos financieros, daño patrimonial, peculado, delitos fiscales, delitos administrativos, enriquecimiento inexplicable(sic), frivolidad gubernamental y desdoro de la función pública, que son las conclusiones a las que llegó, luego de una auditoría externa concluida en octubre de 2012, el “Bufete de Consultoría Aplicada, S. C.” (BCA), de Luis Felipe González de Aragón, cuando notificó e informó que había detectado irregularidades por 33 mil millones de pesos en el gobierno de Leonel Godoy Rangel. Pese a ello y al cúmulo de evidencias que arrojó el expediente de auditoría, ni el titular del Ejecutivo Estatal que le sucedió en el cargo, ni la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), ni la Auditoría Superior de la Federación (ASF), ni la Comisión Inspectora de la Auditoría Superior de Michoacán, ni la propia Auditoría Superior de Michoacán (ASM)[5] le fincaron responsabilidades.

        Mientras “gobernaba” Leonel Godoy Rangel la entidad, Lázaro Cárdenas Batel aprovechó para tomar un diplomado en Washington, pues (olvidando la máxima de que quien no puede en lo menos, no puede en lo más) quería ser presidente de México; luego se le vio en Río de Janeiro, Brasil, en compañía del extesorero de su gobierno y del de Leonel Godoy, Ricardo Humberto Suárez López, intentando ser socio inversionista de la empresa Petrobras (hoy en la picota, junto con Dilma Rousseff). El caso es que, en 10 años de gobierno fallido en Michoacán, Ricardo Humberto Suárez López no perdió el tiempo: un día de 2012, el otrora modesto habitante de una Unidad Habitacional de Infonavit en Morelia, aparece en la “lista de postores” (como prospecto de comprador), en una Subasta de Castillos en España. Al fin partidarios del “marxismo lananismo”, como se conoce en ciertos círculos universitarios a los “izquierdistas de esclava y reloj de oro”, estos personajes ya no tendrán que esperar sentados el temible juicio de la historia, que les llegó por adelantado.

        En el trópico caliente de Andrés Granier Melo, y al margen de los 400 pares de zapatos, los 400 pantalones, las 1000 camisas y los 300 trajes con que insultaba el decoro y la inteligencia de muchos, el exgobernador de Tabasco, que recibió una entidad con un déficit de cuenta corriente de 400 millones de pesos, quizás deslumbrado por el hecho de que “no cualquiera llega a gobernar un Edén”, detonó el más desastroso proceso de endeudamiento de que se tenga memoria en su estado, pues seis años más tarde lo entregó con una deuda pública superior a los 23 mil millones de pesos, sin gran desarrollo de infraestructura física y con una adrenalina social a punto del estallido; a él, señalada y específicamente a él, y a Leoncio Lorenzo Gómez, Exdirector de Contabilidad Gubernamental de la Secretaría de Finanzas del Estado, tanto su sucesor en la gubernatura como la Auditoría Superior de la Federación (ASF) les fincaron responsabilidades por un desfalco de poco más de 1, 900 millones de pesos, los llevaron a juicio por diversos delitos contra la administración pública federal y estatal y, al final, les han hecho pagar con pena de cárcel el quebranto financiero que todavía hoy mantiene en vilo al “Edén” del sureste. Ahí, después del calamitoso desempeño en la función pública de un ingeniero químico sin fórmulas racionales para gobernar, no sólo pudimos ver que “cualquiera puede llegar a gobernar un Edén”, sino incluso hacer de él, literalmente, “el Edén subvertido” del trópico caliente.

        Por su parte, el cuarto de los exgobernadores de la muestra, Humberto Moreira Valdés, fuera del hecho de que ciertamente entregó infraestructura para el desarrollo en Coahuila y de que fue uno de los artífices del retorno del PRI a Los Pinos y a las gubernaturas de varios estados, y al margen de que su picardía de norteño irredento ha hecho de él, cuando no “Humberto el bailador”, una de las encarnaciones posibles del “Casanova de barrio”, su caso ilustra el del político mexicano folclórico, “pluri-nominal”, trepador, dicharachero, polimamífero, cínico, socarrón y paciente, capaz de armarse “un proyecto incluyente” y una estructura de “disciplinados hasta la ignominia” para hacer del poder en pequeña escala un fenómeno de efecto expansivo y multiplicador. Recibió a su estado con una deuda de 333 millones de pesos y al cabo de menos de seis años de gobierno lo entregó con una deuda pública de 31, 934 millones de pesos, lo que significa que la incrementó casi 100 veces más de como la recibió. Si bien su atenuante fue la creación de cierta infraestructura productiva y meter a la entidad en el ranking de los estados en proceso de modernización, ni una cosa ni la otra compensan el tamaño de la deuda pública que heredó a los coahuilenses. Lo peor es que ni los hilos del poder local ni los blindajes del poder federal han permitido derribar el muro de impunidad que protege las cifras de su gestión al frente de Coahuila.

        Es sabido que en México los delitos de corrupción que devienen actos de impunidad y las estafas de funcionarios públicos contra el sistema de justicia y el Estado, generalmente terminan “encriptados” o en situación de “carpetazo” exonerativo, o siendo investigados -y quizás condenados- en la persona de funcionarios menores o de mandos medios, cuya vulnerabilidad en la cadena hace de ellos “la parte más delgada” del hecho punible, o de plano “chivos expiatorios” del desaseo contable atribuible a ellos o a sus superiores, o a ambos. Esto le ocurrió al escurridizo Javier Villarreal, extesorero en el gobierno de Humberto Moreira, a quien, según la investigación periodística presentada por Denis Merker el 24 de agosto en el noticiero “10 en punto”, recientemente le fueron confiscadas en Estados Unidos, como parte de una investigación sustentada en tratados internacionales por “uso de recursos de procedencia ilícita y enriquecimiento inexplicable”, 11 propiedades con un valor de 37 millones de dólares, seguramente producto de las pillerías, “cochupos”, coartadas y “trafiques” que suelen hacerse en el lado oscuro o invisible del poder.

        El caso del Extesorero de Coahuila (hijo de un modesto microempresario de la masa y la tortilla) y el del Exsecretario de Administración y Finanzas de Michoacán (hoy prestanombre o dueño de los establecimientos de cocina gourmet “Frida Kahlo” y “Patria”, en Morelia), ilustran lo lejos que se puede llegar en la vida política mexicana (con tutela o “padrinazgo” político), en lo tocante a “amasar” los recursos públicos de todos y a “embolsarse” una parte de ellos, cuando ni la ley, ni la autoridad, ni los mecanismos anticorrupción, ni los dispositivos antiimpunidad funcionan de forma eficiente.

        Si en la tenebra mexicana el ánimo corruptor y la propensión a la impunidad son mellizos que casi siempre comparten los mismos humores, cierta debilidad por los “asuntos de lavadero”, agudeza de olfato para los ambientes públicos en descomposición y una ética de rufianes, como puede concluirse a partir del recuento crítico esbozado en estas líneas, lo que México necesita para revertir los indicadores y la percepción que lo sitúan como una “corruptocracia” y una “impunicracia” en el hemisferio, es un conjunto completo de reformas de Estado orientadas a crear sistemas orgánicamente articulados entre sí, como el de transparencia y acceso a la información, el de fiscalización y rendición de cuentas, el Nacional Anticorrupción (uno de a de veras) y un auténtico Sistema Nacional Antiimpunidad, que sólo funcionando con directrices normativas homogéneas, con una misma estructura, con rigidez institucional y como una instancia de poder realmente autónoma, podrían consumar la revolución de terciopelo que tanto nos hace falta, para eliminar de raíz los delitos contra la función pública y el Estado y hacer que nuestra democracia sea radicalmente otra, con una estructura social y un andamiaje gubernamental subordinados a la ley y no a la inversa.


 

[1] Revista SIEMPRE!, Rafael Bernal: 100 años de su nacimiento, 17 de noviembre de 2015.

[2] Una medición reciente que es consistente con este análisis, es: El Barómetro Global de la Corrupción 2015, de Transparencia Internacional (TI), que reporta que al menos el 88% de los mexicanos la considera un problema frecuente, mientras el 79% asegura que ha aumentado; además, el estudio realizado en 2015 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que califica a México como primer lugar en corrupción frente a los 34 integrantes del G-20.

[3] Una muestra del tipo de casos que ilustran esta práctica, es el que ocurrió a las educadoras en activo Cynthia Michelle Jaimes Ramos y Lizbeth López Eligio, quienes el pasado 15 de agosto -junto con otros 37 estudiantes normalistas del Estado de Michoacán- fueron detenidas por elementos de la Policía Federal por bloquear vías federales de comunicación, quemar dos vehículos y participar en otros actos de vandalismo delincuencial. Al respecto, en una carta que firma el “Personal de la Escuela Normal para Educadoras de Morelia, Michoacán”, publicada el 18 de agosto por La Jornada en la Sección EL CORREO ILUSTRADO, bajo el título “Apoyan petición de libertad de estudiantes detenidos”, se esgrimen argumentos de una naturaleza y un alcance que no corresponden al ámbito judicial: Se dice ahí que fueron “detenidas injustamente”(sic) y que han sido “…estudiantes intachables. Existe constancia de que estas licenciadas en educación prescolar, durante su formación inicial en esta institución, tuvieron una trayectoria académica comprometida y destacada, tanto en los espacios curriculares como en sus prácticas profesionales en los diferentes jardines de niños de la entidad”. Según este alegato de opinión pública, las indiciadas debían recibir Auto de Libertad por haber sido “estudiantes intachables”(sic), independientemente de los delitos que hubiesen cometido. Acotación: Alguien puede haber sido un santo en otra vida, pero si en esta delinque debe ser sancionado según corresponda.

[4] Conferencia de Prensa del C. P. Luis Miranda, titular de la Secretaría de Administración y Finanzas del Gobierno del Estado de Michoacán, el 28 de marzo de 2012.

[5] Meses antes de concluir su mandato, Leonel Godoy Rangel “blindó” las cifras de su gestión y aseguró su propia impunidad: una reforma a la Ley de la Auditoría Superior de Michoacán elevó a 7 años la duración en el cargo del auditor superior del estado; luego, a pocas semanas de dejar el poder logró imponer como auditor superior del estado al perredista José Luis López Salgado, quien hasta la fecha se desempeña en el cargo. Acotación: lo que hace semanas no lograron César Duarte en Chihuahua, Roberto Borge en Quintana Roo y Javier Duarte en Veracruz, lo logró ‘la fórmula Godoy’ en Michoacán, entre fines de 2011 y principios de 2012.

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