El poder fascista -la peste, le llamó Albert Camus- es una burbuja tenebrosa de intereses cerrados y sectarios a la que fascina esconder la realidad detrás del salivazo y el palabreo, para instalar en su lugar las costuras y caretas invisibles de una realidad paralela.
Desde esta perspectiva, la realidad objetiva no importa o no cuenta, porque la realidad paralela está diseñada para suplirla y surtir de elementos gaseosos y extraños lo que la masa quiere, debe y necesita creer.
Es un hecho comprobado por la psicología política (Le Bon, Freud, Poulantzas, Tuchman) que el fascismo encuentra condiciones y caldos de cultivo para su apogeo y proliferación ahí donde las sociedades, además de traer bien puesto el velo de la ignorancia y la desinformación, no tienen ya la fuerza de la ilusión y están enfermas de desesperanza, por lo cual son capaces de comprar o asumir cualquier otra cosa que se les diga, con tal de mantener a flote la creencia en algo o en alguien.
En este sentido, todo parece indicar que los fascismos -entre los que se incluye el populista- aparecen o reaparecen cíclicamente en la historia anunciando glorias pasadas, ofreciendo ideales de pureza inimaginables y prometiendo poner en pie a sociedades desahuciadas o vencidas, pero esto no es más que un conjunto de tretas y anzuelos demagógicos en el centro de una estafa.
El fascismo es un método y una técnica que sirve para rastrear y aprovechar las debilidades y patologías sociales, para transformarlas a su vez en una patología de poder envuelta en celofán y con moñito, en la que crean y a la que sigan los que abrigan algún resentimiento por el pasado o quienes no han logrado visibilidad y atención suficiente por parte de otras fuerzas o núcleos de poder.
En términos fuertes o técnicamente rudos, el populismo fascista es la escuela ideológico-política del subconsciente colectivo, en la que hallan acomodo la marginalidad histórica y el proletariado mental; puede ser definido, también, como una expresión política residual cimentada en la frustración y el descontento; dicho de otro modo, es un tumor que funciona y hace metástasis en ambientes en descomposición, donde la ruina y la carroña son el alimento perfecto para ejercitar el brío insaciable de las papilas gustativas y las glándulas mamarias. En suma, no ya la política con contenidos sino la fatalidad circular como destino.
El fascismo, hijo de una gran rigidez mental y formativa y basado en una idea unifocal del mundo, no tiene la flexibilidad mental ni dispone de las herramientas del pensamiento complejo que hacen rica a la democracia. Y aquí radica la primera de sus grandes distorsiones: el fascista totalitario se cree demócrata sin serlo y estima que la democracia es lo que a cada uno se le encapriche o se le ocurra, lo cual prueba que no es un animal lógico y que sólo funciona con base en una profunda dislocación de la racionalidad.
La realidad paralela que crea el fascismo se apoya en un metadiscurso en el que todo es ideología, no orientada a resolver los problemas reales del diario vivir, sino a crear una percepción social de dificultades ya superadas, en la que es a los disidentes y adversarios a los que interesa seguir insistiendo, machaconamente y ad nauseam, que casi todo en el país va de mal en peor y el desastre tiene nombre.
En el mentirómetro oficial de las conferencias mañaneras, tenemos un ejemplo antiejemplar de lo que es moverse en la percepción y no en la realidad: la inseguridad “invento de los medios” contrasta con el país de los mil y un velorios y las calles ensangrentadas que es México; la “pequeña mancha” del derrame contaminante de Pemex en la sonda de Campeche, no corresponde a los 474 kilómetros de mar contaminado que han documentado los expertos de la UNAM; la “oposición moralmente derrotada” que dibuja en una mueca de espanto el inquilino de Palacio, es totalmente contraria al tumulto y al palpitar social que se respiran en los recorridos de Xóchitl Gálvez por el país; por último, la pedrada de que “hay fascistas hasta debajo de las piedras” en el Frente Amplio por México (FAM), es una afirmación que ignora la realidad histórica del fascismo y que ha hecho el presidente de la República sin verse mucho en el espejo.
Ignorar la realidad -como se ignoran tantas cosas en la casa guinda- no significa resolver sus problemas ni superarlos. Ignorar la realidad no es peor para la realidad, sino peor para el que la ignora.
El fascismo en la actitud y en el discurso que a diario practica y predica el presidente López Obrador, es un recurso de personajes delirantes en el que hallan perfecto acomodo la literatura de “lo real maravilloso”, la alucinación despegada unos centímetros de la realidad y una extraña propensión a hacer de la fantasía el rostro dominante de la vida pública.
Entre los falangismos que conoció el siglo XX, en una de las peores épocas de la historia, el fascismo quizá sea el peor, no sólo por las semillas de odio al diferente que germinan en su interior, sino por la exaltación que hace de la resequedad de pensamiento que hay en toda tentativa autoritaria.
La pregunta que millones de mexicanos se hacen, es la de si estamos preparados como país para enfrentar la caída de máscaras e imposturas que traerá consigo la elección presidencial de 2024.
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Tarde o temprano, cada país tiene que hacer frente a sus espectros, demonios y fantasmas.
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