Desde que, a fines de enero, por investigaciones de Carlos Loret y otros medios, se reveló que el primogénito de López Obrador, José Ramón López Beltrán, vivía en una residencia de lujo en Houston, con chofer y carros de lujo, una cuadrilla de empleados de lujo y un lujo de mujer -su esposa Carolyn Adams-, las luces de Palacio Nacional entraron en fase ámbar.
Imposible evitar la asociación del actual José Ramón con otro: aquel José Ramón histórico, de apellidos López Portillo, que fue -según frase textual- “orgullo del nepotismo” del expresidente.
El escándalo por la vida de jeque árabe que se da el vástago en Houston, fue seguido por otro de cierto calibre mediático, en el que aparece el hijo menor bailando reguetón junto a la alberca de su casa.
Hay bases para suponer que los bajos fondos del poder, la ropa con cochambre y la percudida no dejarán de sorprendernos por mucho tiempo, porque hay familias pródigas en imposturas y que llevan vidas de telenovela.
Los escándalos en cuestión pusieron furioso al padre, según consignan varios medios, no porque se trate de los lujos de uno y el vivir alivianado de otro, sino por lo que hay detrás de ambas historias: la gangrena de corrupción que hacen visible y poner al desnudo las impurezas y contradicciones de la casa presidencial.
La casa en Houston era de un exempleado de Baker Hughes, la empresa en que trabajó Carolyn Adams y que hoy, de forma extraña, es beneficiaria de contratos con Pemex por más de 151 millones de dólares, de los que otro posible beneficiario es el consuegro, ni más ni menos que el papá de la señora Adams.
Una máxima indica conocer las rutas del dinero para ubicar el real tamaño de los hombres del poder. Otra podría ser esta: identificar los bajos fondos de la baja política podría ayudarnos a saber que los intereses políticos, con regular frecuencia, son intereses económicos.
Aparte de que sería interesante saber por qué de la noche a la mañana, y de la nada, los hijos de López Obrador tienen empresas, carros de lujo, propiedades de lujo y servidumbre a la puerta, cosa que Latinus quizás un día revele, sería importante determinar los fajos de recursos que recibe desde México el matrimonio López-Adams, nada más para intuir si se trata de un pago de favores familiares, un cohecho, un soborno, una renta del Estado con cargo a los contribuyentes o una cínica celebración de la vida “becaria”.
Al margen de ello, y con independencia de si “chequera mata carita”, lo cierto es que los lujos y oropeles y extravagancias del hijo, de inmediato pusieron en el foco crítico la vida, las riquezas y los lujos virreinales del padre.
A López Obrador le interesa mucho vender y posicionar una percepción de franciscanismo y juarismo de guarache; una imagen que lo proyecte como una suerte de “Chucho el Roto” presidencial (que quita a los ricos y da a los pobres); algo que lo conecte con la “brosa” de a pie como el “buena onda” que salió del barrio, y ahora, ya encumbrado, hace todo por el barrio para elevarlo y redimirlo.
Todo este manejo, sin embargo, es celofán de mercadotecnia, psicopolítica y mercadeo de imagen, pues no hay ahí austeridad, honrada medianía, resultados ni logros que lo respalden.
Entre vivir en la residencia oficial de Los Pinos y vivir en un Palacio Virreinal, las diferencias en gastos y en lujos podrían resultar abismales, pues no se trata de la Casa Blanca, tampoco del Palacio del Elíseo en París ni de “10 Downing Stret” en Londres.
Es decir, como que el adalid de la austeridad y epítome del combate al “aspiracionismo” salió muy gastalón, a juzgar por los seis millones en nóminas, energía eléctrica, agua, personal de mantenimiento y cocina que nos cuesta el huésped de Palacio Nacional.
Aparte de 147 empleados de confianza entre los que hay jefes de unidad, directores, subdirectores y jefes de turno, cuyas remuneraciones brutas oscilan entre 60 y 150 mil pesos, se paga a 51 “trabajadores operativos” con los sueldos más bajos, según documentó en días pasados El Universal.
El año pasado la Presidencia de la República pagó 600 millones de pesos por servicios de outsourcing, a pesar de que esta forma de contratación ha sido de las más combatidas por el mismo López Obrador.
La cocina de Palacio Nacional puede auspiciar banquetes para cientos de personas, en el momento en que el Ejecutivo lo decida, pese a que más allá de Tultitlán y más acá de Cuautitlán se administren los despojos de un país con hambre.
Si el Tsuru y el Jetta legendarios fueron emblema de un tiempo de siembra, las Suburban de 3 millones de pesos (blindaje grado 5) son, ahora, emblema de un tiempo de cosecha.
Pisapapeles
Antes se pensaba que el traje era un “estigma deslegitimador” para la izquierda. Ya no es así. Tampoco los lujos y oropeles lo son.
leglezquin@yahoo.com