14 enero, 2018

Ética del pedaleo

Ética del pedaleo

Por Jesús Silva-Herzog Márquez

Ante el “estancamiento de la imaginación política” de nuestro tiempo, Humberto Beck ha rescatado la profética inactualidad de Ivan Ilich en su libro más reciente. Otra modernidad es posible. El pensamiento de Ivan Ilich (Malpaso, 2017) es una de las piezas más sugerentes de reflexión crítica que se hayan publicado recientemente. Tal y como lo muestra Beck, en el pensamiento de Ilich hay una pista de modernidad que hemos cancelado desde hace siglos. Una modernidad que no se subordina a las herramientas, que no se somete a la prisa, que no atiza enemistades, que no se ahoga en la incomunicación. Esa modernidad que embona con las ilusiones liberales o socialistas. Más que a la utopía de la libertad individual o de la igualdad, los trazos de Ilich dibujan una utopía de la convivencia.

La presencia de la amistad es la célula madre de esa sociedad convivencial. “Para Ilich no había mayor don existencial que la presencia de un amigo,” dice Beck. Estaba convencido de que los vínculos mecánicos y las rutinas de la organización institucional imposibilitaban esos milagros del encuentro. Para Illich, más que desandar siglos, hay que volver a pensar el sentido de la convivencia, las posibilidades del afecto, el servicio de los instrumentos, el impacto de las instituciones, el efecto de nuestros deseos. El pasado no es el lugar al que hay que regresar. Es, más bien, un espejo que desafía nuestras certidumbres.

El enemigo del coche, de la escuela y del hospital estaba convencido de que hemos sido secuestrados por las herramientas. Poco a poco los instrumentos que fabricamos se convierten en fines y nosotros en títeres del artefacto. Rendimos culto a los utensilios que nos exclavizan. El camino, lejos de acercanos a la meta, nos aleja de ella. La medicina institucionalizada se ha convertido en la peor amenaza para la salud. A medida que diseñamos coches más veloces y hacemos más amplias las autopistas, entregamos más tiempo al traslado. Compramos un coche imaginando que el vehículo ampliará nuestra libertad cuando, en realidad, nos apriosiona. Nos hace trabajar para comprarlo y para alimentarlo cotidianamente con combustible. Nos encierra durante horas para trasladarnos de un lado a otro de la ciudad. Y la escuela, lejos de alentar el conocimiento, la curiosidad, el entendimiento, es un expendio de títulos que legitiman la exclusión. Un aberrante monopolio. ¿por qué consentimos que la escuela sea, en términos prácticos, requisito de pertenencia moral a la sociedad?

Javier Sicilia lo llamó con razón un “profeta de la desgracia.” Supo ver antes que nadie que nuestras instituciones son jaulas y que nuestros ideales engaños. En los expertos hemos depositado una fe incompatible con una sociedad abierta y fraterna. Nuestro tiempo, dice Ilich es del de las profesiones inhabilitantes. Nosotros tenemos problemas mientras los expertos dispensan las soluciones. A los técnicos corresponde decidir lo que es conveniente y a nosotros toca dar las gracias. A un abanico de técnicos hemos entregado cuidados que no deben transferirse nunca. La cultura no es propiedad de nadie.

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