López Obrador, sintiéndose entre las cuerdas por “el fenómeno Xóchitl” y decidido a todo, ha mostrado en 50 días y en varias declaraciones mañaneras de lo que es capaz un presidente autoritario, cuando las cosas no le salen bien y el teatro amenaza con venírsele abajo y caerle encima como un castillo de naipes.
El presidente López Obrador, seguro de la lealtad ciega de quienes se han beneficiado con su poder y de la abyección de aquellos a los que escoge para que sigan su juego, tenía todo previsto y arreglado para que el proceso electoral de 2024 fuese un día de campo y la antesala de consagración de su poder: el neomaximato de una dictadura en las sombras asomaba en el horizonte.
Los aspirantes presidenciales de la oposición, desfasados y fuera de foco en relación con lo que se ocupa hoy, eran el denominador común del personaje decente, modosito, acartonado, solemne y anticlimático, que en otras circunstancias podría ser miel sobre hojuelas para un país que busca un líder, pero que en las actuales serían sparring de un modelo de comunicación de masas que hace talco lo que se le pone enfrente.
Hay cambios muy profundos en el paradigma de la comunicación política, de los que muy pocos parecen darse cuenta. No todos esos cambios son muestra de cultura y genialidad, como creen algunos, aunque sí lo son de astucia y maldad suprema. El populismo es el temple ideológico del subconsciente colectivo y de una política residual que habla al estómago, a la anatomía del resentimiento, a una ciudadanía oscura y a sus grandes déficits emocionales. La imagen que mejor lo sintetiza es la del astuto aprovechando la inocencia del cordero.
La irrupción de Xóchitl Gálvez como aspirante presidencial de la oposición, incluido el factor sorpresa del anuncio, fue una revelación mediática que cimbró al poder e introdujo señales de esperanza a la altura del piso social.
Xóchitl, ya desde su entrada en escena, descuadró la trama de poder transexenal que se urdía en Palacio; movió el piso a los que aún buscan la sombra del Padrino en la casa guinda; frustró a muchos, en el interior del país, que soñaban con ser emisarios legislativos del señor del Gran Poder; significó una bocanada de oxígeno que puso en pie a la oposición; dio tren de aterrizaje a la esperanza cívica de millones que no ven sesgo de sensatez en el proyecto de Morena y, por añadidura, puso a remojar y a despercudir natas de bilis y a temblar al inquilino de Palacio.
En un contexto en el que crece la xóchitlmanía en el país y pierden fuerza de impulso Sheimbaum, Ebrard y Adán Augusto, los escuderos de Palacio, López Obrador se descompone y se vuelve director en jefe de cuatro campañas, amaga a los intelectuales y a la prensa y le declara la guerra a Xóchitl Gálvez.
Esto, que ya es demasiado en alguien que está obligado a tener otro comportamiento, no intimida a los intelectuales, no le mete miedo a la prensa ni arredra a Xóchitl Gálvez.
El problema del inquilino de Palacio no es sólo lo que hace atropellando la ley y sin que se le ponga un alto, sino que lo seguirá haciendo porque no sabe respetar ni tampoco observar límites éticos ni legales. Es decir, quiere aplastar desde el poder cualquier expresión de disonancia que no le cuadre o le desagrade.
En la semana pasada, presa de bilis y desesperación y temiendo que el proceso interno en su partido se descomponga y que el Frente Amplio por México (FAM) tome la delantera en la lucha por la sucesión presidencial, el presidente se atrevió a insultar la inteligencia del país con dos declaraciones: una, que “no le desea mal a nadie” ni su palabra alienta la violencia política contra sus opositores; dos, según él, amparado en dos encuestas patito que exhibió, “ningún fenómeno político puede evitar el triunfo de Morena en 2024”. Al mismo tiempo pidió a medio mundo entonar loas al pacifismo y serenarse.
El presidente, como si se tratase del síndrome del “bombero piromaníaco”, juega con fuego y con todas las sustancias química y socialmente inflamables que se dan cita en el coctel mexicano, cuando el horno no está para bollos.
Decir que se “desea la paz” cuando la incontinencia verbal mañanera es una invitación permanente a la confrontación y a la guerra, suena a una dislocación de la racionalidad, pero también remite a una locución latina: Si vis pacem para bellum (si quieres la paz, prepara la guerra).
El presidente me recuerda a Eichman, aquel general de las fuerzas de asalto nazis, analizado por Hanna Arendt en “La banalidad del mal”, que justificaba su maldad y sus destrozos aduciendo que todo era (¿lo cree usted?) “por el bien de la causa”.
La supuesta “inevitabilidad” del triunfo de Morena en 2024 suena a picardía delirante de pésimo gusto, cuando el país todo sabe que los escuderos de Palacio no levantan y que Xóchitl Gálvez, a un mes de iniciar sus recorridos por el país, suma ya 300 mil firmas y una estructura nacional fuerte que avala su aspiración presidencial.
En 2024 sabremos, a ciencia cierta, si la democracia mexicana está hecha a prueba de alta tensión y densidad, o si sólo es un producto frágil y desechable en retirada.
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Alegar locura o demencia no desvanece culpas ni hace inocente a nadie.
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