La democracia estadounidense, bajo asedio
Por Leopoldo González
Son días cruciales para la democracia estadounidense, por una sencilla razón: o triunfa finalmente Joe Biden y se va Trump de la Casa Blanca, o Trump hace del chantaje su arma política y continúa la debacle del sistema político norteamericano, de las democracias latinoamericanas y del mundo.
Hasta Trump, la democracia estadounidense había sido una democracia sólida y de la elección racional, con división de poderes, pesos y contrapesos, respeto a la vida institucional y un culto a la legalidad asumido por todos, que llegó a salvar a Estados Unidos de todas, o de casi todas sus crisis.
En EU como en México, la irrupción de una figura individual tempestuosa puso en jaque al sistema, partió a la nación en dos, precipitó los demonios de la inseguridad, debilitó la economía y envenenó la vida pública del país.
Si bien el grueso de las encuestas, tanto nacionales como estatales, que en EU son más profesionales y tienen metodologías más rigurosas, sobre todo después de lo que ocurrió hace cuatro años, conferían a Biden un triunfo por arriba del 8 o 10 por ciento del voto popular, lo cierto es que no se le puede regatear una victoria que obtuvo de forma holgada.
No hubo sondeos ni estudios de demotecnia electoral, salvo en muy contados y poco significativos casos, que le dieran el triunfo a Trump.
En cambio, el 92 por ciento de las casas encuestadoras, en el promedio nacional y estatal de los estudios de opinión, le otorgaban una ventaja indiscutible a Biden.
Si además consideramos el furor racista detonado por Trump, que cobró la vida de George Floyd, que ha engallado a los supremacistas blancos y ha puesto contra la pared a las minorías negra, latina y asiática, se entenderá por qué el voto de los inmigrantes legales -en su gran mayoría- favoreció a Biden y no a Trump.
Una sociedad como la norteamericana, con un altísimo grado de respeto a reglas y sistemas normativos, no podía ver con simpatía el ascenso del transgresor de la ley y la crisis de seguridad pública que Trump ha generado.
La economía estadounidense vive sus peores años en materia de empleo, quiebre de empresas, desaliento a la inversión extranjera, terrorismo fiscal y creación de infraestructura productiva. Y ya se sabe: una economía que anda arrastrando la cobija arrastra a la derrota al artífice de su desgracia.
Para colmo, la pandemia del coronavirus le hizo una jugarreta del más pésimo gusto a Trump: lo exhibió en su exacta y puntual ignorancia, dejó entrever su veleidad y falta de seriedad frente a la tragedia, lo hizo ver zopenco y palurdo e infinitesimalmente pequeño, porque los números hablan por sí mismos: los millones de contagios y los 240 mil muertos por Covid-19 ponen en claro la magnitud del payaso, barbaján y fanfarrón que hace cuatro años llegó a la Casa Blanca.
Donald Trump no resultó mejor sino peor que sus antecesores, pese a que supo, en la campaña electoral de 2016, ofertar con eficacia un discurso “antisistema”, usar con éxito las técnicas de lavado de cerebro, embrollar a incautos y despistados y conectar sus pulsiones destructivas al ansia de desquite de esa abstracción llamada pueblo.
También el discurso de que los otros eran escoria y encarnación demoníaca de lo impuro, y él era algo así como ´la inmaculada concepción´ en política, que pondría otra vez en pie el “sueño americano”, se le revirtió y la diosa ciega de la historia, la Fortuna, lo ha abandonado.
Todo pudo suceder en la elección presidencial de EE.UU, porque las masas -desde Sigmund Freud y Gustav Le Bon- son impredecibles y la historia es una caja de sorpresas. Lo cierto es que ocurrió lo mejor.
Un eventual triunfo de Donald Trump en la elección pudo haber sido demoledor: los daños que podría llegar a representar el liderazgo prolongado de un ego enfermo, en su país y en el mundo, serían irreversibles con el paso de los años.
En cambio, el efecto de una victoria como la de Joe Biden es contracíclico e iluminador, no sólo porque pondrá a la democracia norteamericana nuevamente en circulación y a su economía de pie, sino porque en tiempos de oscuridad es bueno que el poder recupere -con las personas y los representantes correctos- la capacidad de iluminar que ya advertían en él los hombres del mundo antiguo.
El triunfo de Biden pondrá en aprietos al gobierno de López Obrador, en México, no sólo porque Biden es un demócrata que cree en la potestad de la ley y las instituciones sobre los hombres, sino porque tampoco asume que las veleidades y las fantasías del populismo sean la respuesta a los problemas de nuestro tiempo.
A partir de Joe Baiden, Estados Unidos se reencontrará a sí mismo y estimulará a otros a reconciliarse con su propio sueño.
Pisapapeles
La democracia es la capacidad institucional de procesar y resolver racionalmente el conflicto. Los personalismos políticos son otra cosa: viven de crear, reproducir y multiplicar visceral y exponencialmente el conflicto.
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