El grito mexicano de la noche del 15 de septiembre, originado en la gesta heroica de un puñado de hombres que parecían gigantes y que simboliza el grito de libertad de todo un pueblo, es quizá el momento único en el que México renueva con mayor fuerza su fe de bautismo y su acta de fundación: la voluntad de no ser ya colonia ni tierra de conquista sino una nación en el sentido más pleno de la palabra.
Las naciones son ríos de identidad e historia que actualizan su legado en fechas clave y emblemáticas para no olvidar de dónde vienen y, al mismo tiempo, para reabastecerse de energía en las fuentes de su memoria.
Las naciones son producto de un pacto histórico y formas de asociación colectiva que no pueden ser propiedad particular de nadie ni reducirse al interés y a la medida de un personalismo político. ¡Sería el colmo que un país con tan rica historia fuese rehén de un ego enfermo o se torne la extensión de sus caprichos más elementales!
Pese a que la Noche del Grito fue siempre una fiesta popular e institucional en la que no cabían el desplante personal ni la exclusión de nadie, los modos y moditos que este año le impuso a la ceremonia el presidente López Obrador, lo que indican es que el Grito ha dejado de ser patrio y popular para convertirse en la desparpajada celebración de un hombre, el cual se reserva dos derechos mostrencos: el de invitación y el de admisión.
El Grito, que bajo el antiguo régimen había sido grito plural, fiesta, celebración y ceremonia republicana, es ahora una burda proyección del espejo de Narciso, a la que acude un presidente que parece encarnar los déficits y el ser insuficiente del mexicano.
Si no se invita a la ceremonia del Grito al Poder Judicial, representado en la ministra Norma Piña que le provoca urticaria al titular del Ejecutivo, y no se invita tampoco a las mujeres que presiden ambas cámaras del Poder Legislativo, esto provoca suspicacias y picardías de todo tipo: desde los que advierten un machismo irredento con misoginia de mala entraña hasta los que piensan que se trata de una insolencia calculada del mandatario, pues siempre ha añorado la unificación de los tres poderes en una sola persona.
La interpretación más audaz de estas ausencias, lo que indica es que hay un agravio y una ofensa a la forma de Estado que precisamente nos dio la historia, y algo más: la idea de que los espectros que rodean a Palacio Nacional no son muy democráticos, porque un gen autoritario parece ir adueñándose de las celebraciones patrias, pues el Grito en el zócalo pareció un remedo del desierto de la uniformidad.
Y así como no le hace bien al país ni al presidente dejar de invitar a una ceremonia de Estado a los titulares de los poderes Legislativo y Judicial, tampoco le conviene exhibirse y exhibir a su gobierno como un gran amigo de países a los que caracteriza el autoritarismo.
El hecho de que la administración de Morena, a través de López Obrador, haya invitado al Grito del 15 y al desfile conmemorativo del 16 a gobiernos encabezados por autócratas como Rusia, Cuba, Venezuela y Nicaragüa, lo que hace es enviar la señal de que -en el fondo de su corazoncito- lo que verdaderamente ha intentado e intenta es asemejar a México a los regímenes tiránicos y dictatoriales que en el siglo XX y todavía hoy padecen Latinoamérica y El Caribe.
El presidente López Obrador ha dicho, recientemente, como para aminorar la alarma nacional que desató la presencia de estos gobiernos y del chino, que esto no es nuevo y que México ha tenido en sus fiestas patrias “delegaciones” de estos países. Falso: lo que México ha tenido en la noche del Grito y en sus fiestas patrias son “delegaciones”, pero diplomáticas y políticas, pero no escuadrones ni presencia militar marchando codo a codo con nuestras fuerzas armadas.
El presidente, además -atrabiliario y socarrón- no se hizo acompañar por gobiernos del ala democrática de la región y el mundo, sino por gobiernos populistas que han hecho del putinismo, el castrismo, el postchavismo y el orteguismo la patente de corso de su vocación autoritaria, de lo cual dan prueba sus presos y perseguidos políticos, sin excluir a los que han optado por el exilio en tierras lejanas, fuera del alcance del despotismo armado que agobia a sus países.
No es lógico ni cuerdo que el presidente crea, sólo en aras de su porcentaje de popularidad, que la ristra de sus actuales seguidores aplaudiría un mayor y más peligroso acercamiento de México a las estructuras mentales que definen la gran obsesión de los dictadores. Quien lo vea así, tal vez no conoce en profundidad de lo que es capaz la sociedad mexicana.
Es decir, jugar con los bigotes del tigre o sobarle la melena al león es lo último que podría recomendarse a un político y a un gobernante que no quiere mancha en su imagen.
Pero si el gobernante es torvo y además le gustan las aventuras extremas y la adrenalina, ese ya es asunto suyo.
Las reservas de inteligencia y de sentido común de los pueblos, suelen deparar sorpresas poco agradables a los líderes y gobernantes que carecen de ojo clínico o de mirada social profunda.
———————————————–
Pisapapeles
La patria verdadera y fecunda se lleva en el corazón, no en una ideología ni en una chequera.
leglezquin@yahoo.com