Acuérdate de Auschwitz
Por Sylvain Provillard
Por su naturaleza planificada, industrializada y sistematizada, el Holocausto es considerado como el crimen más abyecto de la historia humana. Acudir 70 años después a los sitios donde el horror era cotidiano contesta algunas preguntas pero genera más todavía sobre esta incomprensible tragedia.
Dejamos Praga a las nueve de la mañana. Vamos rumbo a Oświęcim. Cinco horas después, atravesamos este pequeño y apacible pueblo polaco. Apenas llegamos a tiempo, faltan cinco minutos antes de que empiece el tour en español. Salimos del coche, el estacionamiento está lleno de autobuses, algunos turistas corren hacia al baño antes de la visita y otros intercambian comentarios mundanos frente al museo. No hay nada triste ni solemne en el ambiente que se resienta frente al campo de Auschwitz (nombre dado por los alemanes a Oświęcim). El grupo ya está formado, seguimos a nuestro guía bajo una lluvia fina. Nos acercamos al portón de entrada y nos paramos bajo el letrero Arbeit macht frei¹. El guía empieza sus explicaciones pero curiosamente no oigo su voz. Mi mirada se fija en las barracas y de repente el verano desaparece, mi mente me lleva al invierno de 1943: el frío se vuelve insoportable, esqueletos caminan en la nieve, los que no son exterminados en las cámaras de gas mueren de hambre, de cansancio, de enfermedad, torturados, fusilados, ahorcados.
En la noche, recostado en un hostal de Cracovia, pensé que mi imaginación se había dejado llevar por los documentos escritos, fotográficos y fílmicos que había visto antes sobre esta funesta época. Al pisar la tierra llena de cenizas de los campos de exterminio Auschwitz I y Auschwitz-Birkenau II, me acordé de mis clases de historia de la prepa y de las pocas anécdotas que mi abuelo logró contarme cuando estuvo en un campo de trabajo nazi entre 1942 y 1944. Recordé el documental De Núremberg a Núremberg de Frédéric Rossif, los libros de Christian Bernadac, el relato Si esto es un hombre de Primo Levi y la novela Sin destino de Imre Kertész. Obviamente, mis visiones del horror sólo pueden reflejar una infinitésima parte del infierno en el cual sobrevivían y morían millones de niños, mujeres y hombres. Nuestra empatía tiene límites y el sufrimiento de las víctimas de los campos sólo puede ser comprendido por ellas mismas.
Las paredes de Auschwitz no hablan. Por muy impactantes que sean los montones de lentes, juguetes, maletas y cabello expuestos en el museo, no logran reflejar lo que realmente ocurrió ahí. El horror del Holocausto se ve en la mirada de los que lo vivieron: es lo que entendió el documentalista francés Claude Lanzmann cuando presentó su obra Shoah, que consiste en 900 minutos de entrevistas a los sobrevivientes de los siete campos de exterminio nazis. En algunos casos, fue difícil encontrar a los que se salvaron porque sencillamente fueron poquísimos: Treblinka, por lo menos 800 mil muertos, 300 sobrevivientes; Sobibór, por lo menos 200 mil muertos, 50 sobrevivientes; Chełmno, 170 mil muertos, tres sobrevivientes; Bełżec, 450 mil muertos, dos sobrevivientes. En Auschwitz murieron un millón cien mil personas, y el 27 de enero de 1945, 7 mil 600 prisioneros fueron liberados por el Ejército Rojo.
El principal objetivo de la transformación de estos campos de la muerte en museos y memoriales es evitar que estos genocidios caigan en el olvido. Más tiempo pasa y más el recuerdo de la Shoah se hace lejano en la memoria colectiva. Como decía Elie Wiesel, escritor estadounidense de origen judío-húngaro y sobreviviente de Auschwitz y Buchenwald: “El verdugo siempre mata dos veces, la segunda de ellas con su silencio“. Al ver todo lo que ha pasado después de la Segunda Guerra Mundial, es justo decir que la humanidad tiene graves problemas de memoria: un millón 200 mil tibetanos asesinados entre 1959 y 1970 por el gobierno de la República Popular de China; en Camboya, entre 1975 y 1979, una cuarta parte de la población exterminada por los Jemeres Rojos; 200 mil Kurdos eliminados por el gobierno de Saddam Hussein entre 1988 y 1989; y 300 mil víctimas en la guerra civil en Darfur, hace menos de diez años. Hoy en día, cristianos y musulmanes se destrozan en la República Centroafricana y los Rohingya, musulmanes de Birmania, son expropiados y asesinados por el gobierno budista. Sin embargo, casi nadie habla de ellos.
Por lo menos pensábamos que el continente europeo había asimilado las lecciones de su pasado. Pero mientras ocurría el genocidio de los Tutsi en Ruanda en 1994, los serbios de Bosnia ejecutaban a sus vecinos musulmanes, apenas 50 años después de que 50 mil serbios que vivían en Croacia y Bosnia habían sido asesinados en el campo de exterminio de Jasenovac, el único que no era administrado por los nazis. Hoy todavía, Europa tiene miedo. En tiempos de crisis, que son más comunes que los de prosperidad, la gente tiende a equivocarse, a buscar responsables de sus desdichas y a dejarse manipular por lideres misántropos sin ética. Slobodan Milošević lo hizo con los serbios hace 20 años y logró revivir un sentimiento nacionalista que dio lugar a limpiezas étnicas, asesinatos masivos, genocidios, etnocidios. No importa cuál sea el término correcto, son demasiadas palabras para algo que no debería existir.
La historia se repite y no lo vemos, o más bien no lo queremos ver. Europa tiene miedo: del desempleo, de la delincuencia, de los chinos y otros países emergentes que “roban” el dinero de los trabajadores europeos. Como siempre, los partidos de la extrema derecha aprovechan la crisis y la desaprobación de la clase política tradicional para atraer cada vez a más electores. En los países europeos con altísimos índices de desarrollo humano, como Noruega, Finlandia y Suiza, los votos a favor de los llamados partidos nacionalistas, populistas y xenófobos, oscilan entre 19 y 26 por ciento. En el país donde se redactó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 17 por ciento de los votantes se dirigen hacia el Frente Nacional, partido abiertamente racista. En el país natal de Hitler, una cuarta parte de los electores votaron por el FPÖ (Partido de la Libertad de Austria) en septiembre pasado.
Al final de El infierno de Treblinka, el escritor ruso Vasili Grossman, corresponsal de guerra para el Ejército Rojo, se pregunta: “¿de dónde viene el racismo, qué hay que hacer para que el nazismo, el hitlerismo nunca renazcan, ni de un lado ni del otro del Océano? No olvidemos que de esta guerra los fascistas guardarán no solamente la amargura de la derrota sino también el voluptuoso recuerdo de los asesinatos masivos fácilmente perpetrados”. Entender lo que pasó en Alemania bajo el régimen nazi es cosa complicada. A la pregunta ¿cómo el Holocausto pudo desarrollarse con tanta sencillez?, un elemento de respuesta reside en la naturaleza obediente del hombre, como lo comprobó el experimento de Milgram². Esta serie de experimentos de psicología social empezó en 1961, tres meses después de la condena a muerte de Adolf Eichmann3 en Jerusalén, buscando elementos de respuesta a las preguntas: ¿Podría ser que Eichmann y su millón de cómplices en el Holocausto sólo estuvieran siguiendo órdenes? ¿Podríamos llamarlos a todos cómplices?
En su artículo Los peligros de la obediencia, Milgram explica:”Monté un simple experimento para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los participantes de lastimar a otros y, con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los participantes, la autoridad subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio”.
Es exactamente lo que describe Jonathan Littell en su asombrosa novela Las benévolas con el personaje de Maximilian Aue, y lo que Robert Merle explica en La muerte es mi oficio: “Lo que es horrible y nos da de la especie humana una opinión desoladora, es que para sacar adelante sus propósitos, una sociedad encuentra invariablemente los instrumentos oficiosos de sus crímenes […] Hubo bajo el nazismo centenares, miles de Rudolf Lang4, concienzudos sin consciencia, pequeños ejecutivos cuya seriedad y méritos llevaban a los más altos oficios. Todo lo que Rudolf hizo, no lo hizo por maldad, sino en nombre del imperativo categórico, por fidelidad al jefe, por sumisión al orden, por respeto al Estado. En pocas palabras, como un hombre que cumple su deber: y es justamente por eso que es monstruoso”. En un mundo que alaba la obediencia (a los padres, a los profesores, a los líderes, a las normas sociales), esta escalofriante constatación debería recentrar nuestros valores hacia cierta forma de rebeldía y de desobediencia civil frente a los peligros de la xenofobia, del racismo y de la manipulación de las masas. Recordar Auschwitz es el primer paso para aprender de nuestros errores y no repetirlos.
¹ El trabajo libera.
² o también el documental El juego de la muerte, versión moderna del experimento.
³ Oficial nazi responsable de la logística de la “solución final de la cuestión judía”.
4 Pseudónimo de Rudolf Höss, comandante del campo de Auschwitz.