El derecho a la crítica
Por Leopoldo González
La libertad para ejercer la crítica de los actos del poder es un derecho consagrado en las leyes, al mismo tiempo que una prerrogativa del ciudadano, un atributo de las sociedades y un temple de la cultura.
La crítica es, así, una potestad racional que se ejerce de frente y con transparencia ante los actos del poder, ya sea para limitar sus excesos, frenar sus atropellos o intentar atraer al imperio de la norma y la razón lo que intenta colocarse por fuera de ambas.
El derecho a la crítica es connatural al individuo y a la sociedad, por lo que no es un salvoconducto ideológico, tampoco una graciosa canonjía de quien ejerce el gobierno ni un dudoso privilegio reservado en exclusiva al coro de los aplaudidores de oficio.
Parte de la legitimidad y la fuerza moral de la crítica radica en que su destinatario -aquel al que se dirige- está impedido para hacer la crítica de sí mismo.
Esto viene a cuento por dos razones: la primera, la piel hipersensible a la crítica que exhibe diariamente, y sin razón, el primer mandatario, quien de forma sistemática, frente a cualquier divergencia o señalamiento de los analistas que no aprueban -entre los cuales me incluyo- su forma de gobernar, suele responder con la bilis, el insulto y la denostación fundadas en la víscera caliente, en lugar de asumir el comportamiento sobrio del jefe de Estado y colocar argumentos sobre la mesa; la segunda, la diligencia con que las granjas de “bots”, pagadas con recursos de los contribuyentes, se aprestan a erigir paredones cibernéticos ´del santo oficio´ para estigmatizar y linchar a quienes hacen suya la osadía de criticar al vértice del poder.
La crítica es como el bisturí: remueve lo que encuentra, destapa impurezas, limpia las superficies afectadas y su ejercicio de saneamiento procura la restauración general de los tejidos y fenómenos sometidos a su imperio. Además, se dirige a enderezar lo torcido que hay en la realidad y a lubricar el óptimo funcionamiento del mecanismo social.
En una democracia sustentada en la ley y en instituciones, donde la vocación de Estado es por definición superior a cualquier personalismo político, el ejercicio de la crítica cumple las funciones de un detergente y un dióxido de cloro para limpiar mugre y costras y desazolvar cañerías en la vida pública, independientemente de si es del gusto o no de quien detenta el poder, pues una de las funciones de la crítica es esa: desplegar diques frente al exceso y la desmesura del poder y mantener a raya, dentro de los límites de la razón, las tendencias controladoras y omniabarcantes de quien busca trastocar un poder relativo en poder absoluto.
Lo grandioso de Locke, Hobbes, Rousseau, Montesquiu y los demás creadores del Estado moderno, es que no diseñaron un Estado al gusto personal de nadie ni recortado a capricho para satisfacer intereses de esta o aquella tendencia ideológica, sino una estructura que nos supera a todos -incluidos, por supuesto, los personalismos políticos que lo distorsionan creyéndolo una extensión de su solar o de su finca particular.
Lo preocupante de López Obrador, aparte de creerse liberal y progresista siendo conservador, es el dogmatismo y la intolerancia con que ve a sus críticos, cuando lo cuerdo y recomendable es asumir con madurez lo que puede aportar la crítica a la buena marcha del país y sentar las bases de una genuina reconciliación nacional, sin la cual podría fracasar su gobierno y el país se iría a pique.
Seguir polarizando al país mientras se alienta una dialéctica maniquea de “buenos” y “malos”, porque no se tiene la humildad de conceder que el otro -pese a ser diferente- puede tener razón, es una apuesta presidencial suicida que podría llevar al país a un callejón sin salida y de cuyos costos nadie quedaríamos excluidos.
Que alguien le avise al primer mandatario que una nación no se gobierna con la nostalgia de una edad heroica, con profecías personales producto de un ´ego enfermo´ ni creyendo que la Historia con mayúscula sólo esperaba su ascenso para cerrar victoriosamente sus anales. Que alguien le avise que él no es Juárez, y que el siglo XIX fue hace más de 120 años.
Situarse en el ahora y gobernar de acuerdo con horarios, proyectos y visiones de hoy, es la única posibilidad de que el presidente López Obrador salve a su gobierno e ingrese a la historia de bronce por la puerta delantera. La otra alternativa es atar el destino de México -por tozudez, egoísmo, soberbia- a una época de oscuridad.
Pisapapeles
Ignacio M. Altamirano, en 1869, al pronunciar la oración fúnebre de Francisco Zarco, afirmó que en México dos colosos cerraban “el camino al adelanto: la tiranía política y el fanatismo”.
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