El presidente de la República comienza mal el año: su estatua en Atlacomulco, el 1 de enero, amaneció en el piso; ultrajada, despedazada y sin cabeza.
El pedestal de piedra de río y cantera rosa se quedó, de pronto, sin un “gran hombre” a quien soportar en su base, sin un prohombre al cual apuntalar.
De una altura de 1.80 metros, labrada en cantera rosa por artesanos del municipio de Tlalpujahua y por la cual se habrían pagado 50 mil pesos de los de 2021, la escultura había sido develada el 29 de diciembre por Roberto Téllez, exedil morenista saliente, sobre la principal avenida Isidro Fabela, nombre del emblemático fundador del Grupo Atlacomulco a mediados de los años sesenta.
Por lo que haya sido: por vandalismo patrio, por fastidio existencial, por hartazgo político o porque alguien no quería a López Obrador cerca de su casa y de su vida, quien haya querido enviarle un mensaje al presidente, se lo envió y punto.
Ese día, último del año, con 80 asesinatos en el país, sumó 2 mil 274 muertes vinculadas al criminen organizado, lo que hizo de diciembre uno de los meses más violentos desde que inició la actual administración.
En otras partes del mundo los pueblos han tirado estatuas y monumentos de líderes encumbrados y jefes de gobierno, por diferencias religiosas y políticas. El caso más reciente que se recuerda es el de Saddam Husseim, en Irak, en 2003. Pero en México esto no había ocurrido, hasta ahora.
Ninguna actitud ante la historia escapa a la significación: ni siquiera el escapismo. Por ello, haber erigido esa estatua amerita un análisis reposado y coyuntural, para saber y desentrañar lo que hay detrás de ese acto, aparentemente inocuo.
La primero es que el exedil, habiendo consensado el asunto con la almohada, quizás pensó que lo más seguro para conseguir una diputación local en el futuro era quemar copal y montar una vistosa estatua en la principal avenida de un pueblo emprendedor como Atlacomulco.
La segunda presuposición, extraída del fervor popular que en estos casos oprime la inteligencia, es que el exedil y quienes lo acompañaron en el sainete, tal vez creyeron que sería bueno darle por adelantado cierta grandeza histórica a quien no se la ha ganado, petrificándolo en mitad de un periodo de gobierno que, por lo que vemos y sabemos, no merece ni esa ni otras estatuas.
La última y más elaborada y abstracta presuposición, consiste en que la complejidad de una historia puede ser reducida a la momentánea utilidad política de una estatua, porque al final del día la veta de la piedra rinde pleitesía a la piedra: traza su ley y establece su imperio en la raíz del viento.
Ahí, en la cuna del Grupo Atlacomulco, el pobre de Roberto Téllez mal hiló una justificación: la estatua rinde honor a AMLO y se hizo “para romper los estigmas y paradigmas y que la gente reconozca lo que se hizo. Es un reconocimiento al presidente de la República” (sic). El pueblo de Atlacomulco se encargó de echar abajo el reconocimiento en 48 horas.
Si alguien se hubiese asomado a tiempo a lo que escribió Nietzsche, en esa magnífica obra que es “Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida”, no habrían hecho de la estatua un emblema del culto a la personalidad. “¡Cuántos laureles colocados en frentes equivocadas!”, escribió el filósofo alemán para censurar los prestigios artificiales y dar un puntapie a la historia monumental.
Así, la escultura bocetada en papel y esculpida en piedra, resultó derribada y escupida por esa otra parte del pueblo que no responde a consignas ideológicas ni a condicionamientos de tipo clientelar.
A estas alturas, el expresidente municipal de Atlacomulco es objeto de mofa y burlas en su colonia, en redes sociales y en el municipio, porque confundió “Atlacomulco” con “Atracomulco”.
Hay reacciones de tipo social o popular que pueden condensar la ira y la impaciencia de una generación, o la airada exasperación de una época frente a la burocracia o la élite gobernante de un país.
Por lo demás, no debe descartarse que el presidente que ha sembrado tantos vientos, hoy mismo esté empezando a cosechar contradictorios oleajes, borrascas y tempestades.
Nietzsche, desde el pensamiento profundo que caracterizó a toda su obra, volvió a escribir: “Cuidad que os mate una estatua”.
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La historia objetiva no distribuye insignias que no hayan sido merecidas ni laureles anticipados; en la balanza, sencillamente da a cada quien lo que le corresponde. Ni un gramo más, ni uno menos.
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