México vive un momento plástico, porque hace poco más de cuatro años ingresó a una zona de riesgo histórico en la que todo puede pasar.
Al margen de si en el país dominado por la tecnocracia neoliberal había corrupción o no, proliferaban los muertos y desaparecidos de la delincuencia o no, se consentía y protegía a empresarios o no, había respeto en él a las instituciones y a la ley y era el respeto lo que regía los actos de Estado, las relaciones de poder y el debate político.
Hoy, con demasiado humo y hollín verbal, se afirma -de dientes para afuera- que lo peor del sistema político de ayer está siendo superado, que no hay perfiles impresentables en el actual gobierno y que México se halla a un paso de asaltar el Paraíso.
Se puede decir más: se puede decir, por ejemplo, engolando la voz y poniendo en ella cierto dramatismo de coyuntura, que hoy hay un gobierno nacionalista al que le preocupan los pobres y que la mejor apuesta es que todo esto siga; es decir: que México ya se ganó el derecho a vivir en la descomposición y el desastre, y que hay que prepararse para 20 o 30 o más años de lo mismo o lo peor.
La pobre gente, la gente sencilla del pueblo que no tiene elementos para juzgar con veracidad ni maneja la lógica en ninguno de sus niveles de complejidad, puede ser que crea que sí, que se tiene al mejor presidente de la historia y que México está hoy mejor que nunca.
La gente que cree semejantes patrañas y mentiras tan obvias, no sólo asume que estar con el Mesías y la 4T es una cuestión de fe, sino que además secunda y repite lo que se dice en el mentirómetro de las mañaneras por inocencia, por ignorancia o por conveniencia, sin detenerse a pensar que el daño que se le ha hecho a México ya es mucho y que no hay nada peor para un pueblo que acostumbrarse al desastre como estilo de vida y como destino.
Dos denominadores comunes en el hemisferio, definen a los pueblos que han dejado camino por vereda y han mordido el polvo aplastados por la bota del autoritarismo: uno de esos denominadores es el alto grado de analfabetismo cívico y político de las masas, carentes de conciencia y autoestima social, y otro haber remplazado la noción de Estado por el personalismo político inflamado de un supuesto “salvador”, que en el mediano plazo puede resultar el inesperado “opresor”.
Lo que hoy está en juego en México es mucho: distorsionar la historia y colocarla al servicio del catecismo populista de un nuevo despotismo; hacer que todo en el país gire en torno a los caprichos y dislates de un hombre; desdibujar cualquier asomo de vida institucional; empoderar la ley del más fuerte como sustituto del Estado de Derecho; criminalizar el pensamiento diferente como estigma indeseable de un país que se mueve en una sola línea; usar a la franja de seguidores como modulador de la lucha del bien contra el mal; en suma, hacer del “siseñorismo” y el eunuquismo intelectual los signos exteriores de un país arrodillado.
Si uno observa y mide con rigor lo que se hace desde el poder presidencial, casi todo apunta a la instauración del desierto de la uniformidad en ideología, en economía, en política y en la vida social.
Hubo en los años setenta, en México, personajes que hicieron escuela con una prédica ominosa: “Yo estoy de acuerdo con la dictadura, siempre y cuando el dictador sea yo”. Esa escuela ha sido retomada hoy por uno de los alumnos más grises y nulos de aquella generación. No es para enorgullecerse inspirarse en los peores ejemplos en nombre de ningún cambio, y menos en nombre de ese galimatías llamado Cuarta Transformación.
Flaco favor se hace la izquierda dizque democrática, aunque sí revolucionaria, cuando invoca a semejantes personajes para alterar la rueda de la historia, consumar la hazaña de un cambio de época y tomar “el cielo por asalto”. Los verdaderos militantes y pensadores de aquella izquierda, incluidos Valentín Campa y Arnoldo Martínez Verdugo, desautorizarían esto que hoy se presenta como un reciclaje del viejo autoritarismo en México.
Los pueblos que ni en la academia, ni en libros ni en documentales han sabido lo que es el totalitarismo fascista, ese que vivieron varias naciones europeas antes y después de la Segunda Guerra, es posible que hoy lo aplaudan por ignorancia y desconocimiento. Ojalá lo vivieran muy pronto, para que comprendan lo que es vivir tras las rejas y tenazas de un tiempo de oscuridad.
Los que en México hoy aplauden el ascenso de un nuevo autoritarismo, refugio de grandes déficits emocionales y de instintos psicológicos básicos, sería bueno que lo experimentaran en su vida y en su pensamiento, porque sólo así entenderían el drama -en muchos casos sangriento- que han vivido naciones hermanas como Cuba, Chile, Argentina, Bolivia, Venezuela y Nicaragüa.
México está a tiempo de detener el experimento que hoy pretende llevarlo al peor de los mundos posibles, donde cualquier tiempo nublado es tiempo de oscuridad.
El salto de un país “arrodillado” a un país “amurallado” puede ser un salto mortal. Si no lo entendemos como mexicanos dignos y de casta valiente hoy, mañana puede ser tarde.
Pisapapeles
México necesita recuperar la capacidad de indignación ahora, antes de que lo pierda todo, incluida la esperanza.
leglezquin@yahoo.com