De repente todo cambió en México, y no precisamente para bien, en unos cuantos años.
Los expertos y las voces más lúcidas de la República lo han dicho sin miedo ni aturdimiento: un país en el que la mentira oficial tiene muchos vendedores y demasiados compradores va a la ruina.
En los cambios genuinos se busca dar calidad a la gestión de gobierno, unir a un país con ideas claras e incluyentes para fortalecerlo, atender con lógica la buena marcha de la economía, alentar el desarrollo de todos sin prejuicios ideológicos, hacer política sin convertir al diferente en perro del mal e introducir un toque de cordial racionalidad en la vida pública.
Los cambios verdaderos abarcan y benefician al mayor número posible de ciudadanos, o a todos; los no verdaderos usan y empoderan a un sector o a “la masa”, en detrimento del resto, únicamente para garantizar que el poder no cambie de manos. Esto no es perverso: es fruto de una poderosa maldad gubernamental en movimiento.
Hay que admitir, en un sentido positivo y negativo, que Morena, el partido gobernante, en un solo periodo de gobierno destruyó lo mejor de la cultura política mexicana y dañó prácticas e instituciones vitales para el pluralismo democrático, sin proponer ni instaurar nada mejor a cambio.
Llamar “revolución de las conciencias” (así, con términos ampulosos) a un proceso de sometimiento y subordinación clientelar del pueblo, en el que se pierde o diluye la noción de ciudadanía, es una trampa verbal más cercana al lavado de cerebro que a una ideología limpia y noble.
Hablar de “humanismo mexicano” porque suena hipnótico y envolvente, desconociendo la raíz y la resonancia filosófica del verdadero humanismo, suena a un cuento de hadas. Peor aún: hablar de humanismo cuando no se habla ni se quiere hablar con las madres buscadoras; cuando se maquillan sorda e inhumanamente las cifras de desaparecidos; cuando se es artífice de las cifras de homicidio doloso más altas de la historia; cuando se oculta la estadística de los desplazados por la violencia criminal en el país; cuando desde el poder se ve con indiferencia y complicidad el asalto de los cárteles criminales en todo el territorio, multiplicando las llagas del México del dolor, son escenas que más bien subrayan la indolencia y el cinismo gubernamental. México no está para cuentos: la desgracia radica en que algunos creen que sí, y además los creen.
La peor mentira y la más dañina para un pueblo es la que viene del poder, porque además de que es experto en dorar la píldora, tiene amplificadores que sellan y multiplican su resonancia social.
Entre el pueblo mexicano y el síndrome de Estocolmo no hay mucha distancia.
México no era, antes de la 4T, un país de ensueño ni la nación del verbo pluscuamperfecto. Tenía problemas, mucho menos complicados que los de ahora, y todo el empeño para salir adelante. Hoy no somos lo que antaño fuimos.
Un síntoma de decadencia de un pueblo se da cuando no tiene instituciones ni políticos de fiar, porque los personalismos y el culto a la chequera les han conducido a torcer el camino. Esto ha creado militancias y políticas de la conveniencia, sin identidad ni valores ideológicos profundos, sin verdadero compromiso con la República, a quienes sólo mueve el parasitismo social o clientelar o vivir uncidos a la nómina.
Según el fraseo de los últimos años, el partido guinda encabezaría casi una República santa, virtuosa y beatífica como la que más, con una especie de presidencialismo sacerdotal y funcionarios emparentados con ángeles, en la que no cabrían el crápula, el hampón, el holgazán ni el rufián.
Hoy, México es todo lo contrario de lo que ofreció demagógicamente el farsante de Palacio. La labia de que esto que vive el país es lo nuevo, contrasta con las canas y vejestorios físicos y verbales que atiborran el primer círculo del poder. Si lo nuevo es hacer retroceder 50 o 60 años a México a lo peor de su pasado, que alguien nos explique qué fue del sueño de mexicano y dónde quedó el futuro.
El demagogo agitador que incendiaba calles y plazas para extorsionar a distintos gobiernos, hoy -nublado del entendimiento- es incapaz de distinguir entre un chantaje y una protesta legítima, cuando el personal del Poder Judicial sale a rechazar, y además con razón, la tentativa autoritaria de debilitar al Poder Judicial sencillamente porque es el único que no se le ha sometido.
La protesta y la crítica legítimas de ayer, en labios contestatarios, era oxígeno puro, buenaventura y virtud para sanear a la República. Hoy no. Si Carlos Loret de Mola hace investigación periodística y saca a relucir la cloaca presidencial y los bajos fondos del poder, con evidencia incontestable, no es periodista sino calumniador.
Aparte de dislocación de la racionalidad, hay aturdimiento moral y mental cuando alguien que busca el poder para regenerar a todo un país, termina degenerándose y degenerando todo lo que toca.
El degenere y el aquelarre no son oficio de santidad, ni en la política ni en la religión.
Pisapapeles
Las cosas no son lo que parecen: son lo que son, independientemente de su apariencia.
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