ECOS DE HISTORIA DE MÉXICO
La Expedición Punitiva
La toma de Columbus por los villistas
La invasión de Columbus / La invasión de Big Ben / La invasión de San Benito, Texas
¿Historia, novela?
(Relato de la expedición punitiva)
Por Rafael F. Muñoz*
Una nerviosidad callada, pero tirante como la rienda que detiene al caballo en pleno galope, mantenía alerta el espíritu de todos los mexicanos en aquellos días de la Expedición Punitiva. Cualquier incidente trocaba la inquietud en agresividad, y nuevos incidentes, que por fortuna fueron de menor importancia que el de Columbus, parecían agravar la situación internacional.
El 7 de mayo, doscientos villistas, al mando de Plácido Villanueva, que venían operando en la región de Chihuahua, frontera de Coahuila, cruzan el Rio Bravo a caballo en las inmediaciones de Ojinaga e invaden el Distrito de Big Ben. En su marcha hacia la población de Glenn Springs pasan por el rancho de un tal Deemer, y lo incendian. Después se encuentran una patrulla de 9 soldados americanos con los que se baten, dando muerte a cuatro y haciendo al quinteto restante dispersarse. Combaten en Glenn Springs y en Boquillas con fuerzas irregulares de Texas, en poder de las cuales dejan prisioneros a Natividad Álvarez, dorado villista y a otros dos. Y nuevamente sus caballos baten las aguas bullentes y lodosas del rio internacional. Están otra vez en México, pero como Pershing tras Villa, ha entrado tras ellos a territorio nuestro una caballería del ejército regular, al mando del coronel Langhorne. Sigue hasta Cerro Blanco las huellas aun frescas de los invasores de Big Ben, y se detiene y se retorna a su fase al saber que su compañero, el coronel Sibley, ha dado alcance a Villanueva y lo ha castigado. No hay interés de llevar al rebelde preso en exhibición. Langhorme considera que el honor está satisfecho y abandona territorio mexicano.
Poco después, el 17 de junio, otra partida villista, al mando de De la Rosa y Pedro Vino, penetra en San Benito, Texas, incendiando y matando. Es la tercera vez que los villistas invaden territorio de Estados Unidos; y tras ellos pasa el rio una caballería al mando del General Parker. Citados para reunirse en algún lugar secreto muchos kilómetros adelante, los asaltantes se dispersan y las tropas americanas de devuelven a su base sin haber encontrado enemigo.
No son solamente los villistas los que se enfrentan con los americanos; en todas partes se siente un agresivo malestar. El 18 de Junio, tira sus anclas frente a Mazatlán el crucero norteamericano “Annapolis”. Una lancha con oficiales y soldados se acerca a tierra para hacer la acostumbrada visita de cortesía. Pero una masa de pueblo se ha reunido en el muelle da voces intimidando a los marinos que no desembarquen. Sus palabras no son comprendidas, y los americanos tocan tierra. Inmediatamente se oyen varios disparos por diferentes partes. Es el pueblo, que está haciendo fuego contra los que considera compañeros de aquellos hombres que cubren una parte del territorio nacional, allá por Chihuahua. Dos marineros mueren, tocados por las balas. Y los oficiales y el resto de la marinería, que han llegado con buena voluntad y sin armas, se rinden. Con gran prudencia procedieron las autoridades mazatlecas poniendo inmediatamente en libertad a los prisioneros, y atribuyendo la responsabilidad de incidente a un japonés ebrio, de quien se afirma que hizo los disparos. El “Annapolis”, que pudo haber destruido medio Mazatlán con el fuego de sus enormes cañones, levanta sus anclas y se va en silencio.
Esa misma noche, el cabo del resguardo de la Aduana de Ciudad Juárez, Enrique Gallardo, estaba de vigilancia frente a un vado que hay cerca de la Isleta. Ve venir a un sargento americano montado en su caballo frisón, armado y ebrio. Ya está dentro del territorio mexicano, cuando Gallardo le pregunta qué deseaba allí… el sargento contesta con palabras groseras que le dicta el alcohol. Afirmándolas, de su pistola parten dos disparos sin rumbo. Gallardo echa mano a su arma y hace fuego tres veces. El sargento quedó muerto.
Esto hubiera bastado, quizá, para que un Teodoro Roosevelt hubiera invadido México, declarando la guerra. Pero el pacifista Woodrow Wilson media y comprende que México no tiene la culpa de todo lo que está pasando. Es un estado de ánimo que él mismo ha provocado con el envío de la Expedición Punitiva. Y lejos de llevar las cosas a terreno más peligroso, acepta la celebración de nuevas pláticas que concierten el retiro de Pershing y sus soldados. En Atlantic City, la guerra entre las dos naciones es evitada definitivamente.
GLORIA AUTENTICA
El 21 de junio, mexicanos y americanos se baten en Carrizal. Félix U. Gómez, hombre del pueblo, humilde y hasta entonces ignorado, a pesar de su grado de general, riega la tierra con su sangre. Balas americanas le han atravesado el pecho y muere obedeciendo la orden de no dejar pasar a las tropas expedicionarias de la línea que marcan las guarniciones mexicanas. Bella muerte, que le trae la gloria, gloria auténtica y limpia, brillante y eterna del soldado que defiende su patria. Sacrificio modesto, sin desplantes teatrales ni frases huecas. Félix U. Gómez, casi desconocido para medio México y casi olvidado por el otro medio, contempla, desde su pedestal de héroe clásico, cómo sus compatriotas cantan loas a muchos que tuvieron menos méritos con él. Y vuelve la tristeza de su mirada de indio al desierto chihuahuense, claro, lleno de sol, donde ya no levantan polvo los caballos de la Punitiva.
El primero de junio, montado en burro, seguido de nueve hombres a pie, Francisco Villa atraviesa las calles de San Juan Bautista, Durango. Ahí le están esperando Francisco Beltrán, el general yaqui de cara rojiza y brillante como un perol de cobre, Nicolás Fernández y Ernesto Ríos y Gorgonio Beltrán, y todos los demás dorados que, comandando cada uno su columna, han cruzado disparos con los americanos.
Candelario Cervantes no llega. Un día, con veinte hombres, asaltó una tropa americana que patrullaba el camino al sur de Namiquipa, haciéndola retirarse. Pero una sección mayor salió luego a perseguirle. Y Cervantes quedó en tierra, ensangrentado y rígido.
CONTRA LOS “CHANGOS”
Villa oye los relatos de sus hombres: su imaginación brillante concibe cada encuentro recordado con precisión, como si lo tuviera ante sus ojos, el escenario de cada tiroteo. Está satisfecho. Atormentado aún por la bola de plomo que lleva en la pierna, se decide a reanudar la campaña contra los carrancistas, a quienes sus hombres, altos y musculosos, han visto con desprecio y bautizado con el apodo de los “changos”.
“Vamos a hacer la roncha…”, dijo Villa. Esta expresión popular significa en el norte ganar mucho con poca cosa. Y salió de Durango rumbo a Chihuahua a “hacer la roncha”. Conservaba en las cuevas de veinte sierras grandes entierros de armas y parque, restos de lo que fueron los provistos almacenes de la División del Norte. Y los visitaba conforme su gente iba aumentando. Eran quizá cuatrocientos los que salieron tras él de San Juan Bautista, y setecientos los que le seguían cuando cruzó la línea media del Estado rumbo al noroeste, y mil quinientos cuando andaba por Ojinaga. Todos armados y parqueados, todos entusiastas con la presencia del jefe, todos valientes, todos dispuestos a conquistar de nuevo la situación preeminente que comenzó a disolverse como azúcar en llanos del Bajío.
De nuevo en todo el Estado se oyeron dos gritos: aquel “¡Vámonos con Pancho Villa!”, de sus antiguos fieles, y aquel “¡Ahí vienen…!”, de sus enemigos. En el corazón de las ciudades más importantes, encogidos por el temor, se refugiaron a la protección de las tropas carrancistas todos los pudientes del campo. Las pequeñas guarniciones de los pueblos fueron reconcentradas, y las columnas volantes reforzadas, y las órdenes de perseguir a Villa y abatirlo, repetidas a los jefes en todos los tonos.
Sin embargo, pocas veces se encontraron carrancistas y villistas; éstos no hacían frente a las poderosas guarniciones de las ciudades, y aquellos, cuando veían muchas huellas en el camino, dejaban que los enemigos se alejaran. En todas partes se temía la proximidad de Villa, pero nadie sabía a punto cierto dónde estaba. Si por Ojinaga o si por Parral, en cualquier parte de una región de quinientos kilómetros de largo. Un general carrancista a quien le pidieron que informara exactamente sobre el lugar en que se encontraba el inquieto cabecilla, respondió: “Tengo el honor de informar a usted que Francisco Villa se encuentra en todas partes y en ninguna”. En todas partes, cuando no se le esperaba; en ninguna, cuando columnas poderosas le buscaban para trabar combate en cuanto lo encontraran.
Y además, todos los villistas parecían tener consigna de anunciar que el general guerrillero los comandaba. Una partida que pasaba por un rancho a la medianoche, despertando a los rancheros para pedirles el pinole y la carne seca, decía: “Ahí va mi general Villa adelantito…”. Y un prisionero que caía en manos de los carrancistas, después de cualquier insignificante escaramuza, lo primero que decía era: “Mi general Villa va ahí adelantito…”. Y cuando un grupo cruzaba la vía del ferrocarril, encontrándose con peones de las haciendas, el último jinete señalaba hacia adelante y decía a los asombrados campesinos: “Ahí adelantito va mi general Villa”.
Y galopaban los correos portadores de pliegos, y vibraban los hilos del telégrafo anunciando la nueva: “Villa pasó por…”. En un mismo día Villa había pasado por varios lugares distantes entre sí centenares de kilómetros. Los carrancistas no tenían otro modo para atrapar a Villa, que la casualidad.
COMO PROCESION DE FANTASMAS
Es la noche del quince de septiembre. Desde el balcón central del Palacio de Gobierno de Chihuahua, el gobernador interino, coronel Francisco L. Treviño, ha vitoreado a los héroes de la Independencia, ante una multitud alegre y confiada que se aglomeraba en la Plaza Hidalgo, toda adornada con gallardetes tricolores y largas cintas de luces eléctricas. La ciudad puede dormir tranquila: el temido bandolero Francisco Villa está copado, allá en alguna estribación de la sierra, por fuerzas del general José Cavazos, según informes de este jefe que se han recibido por la tarde. Después del “Grito”, en el gran Salón Rojo del Palacio, se bebe champaña en brindis por el primer jefe y por la pronta pacificación del Estado. Después los generales y los prohombres van a dormir, para tener buena cara en el desfile militar del día siguiente. Se apagan las cintas de luces que iluminan los edificios y las plazas, y terminadas las serenatas, los chihuahuenses se retiran a sus casas.
Ha pasado la medianoche, cuando una caravana envuelta en sombras, que parece una procesión de fantasmas, camina por el cauce del seco río, a pesar de la gran cantidad de pedruscos; la caravana no hace ruido. Una tras otra, se ven las siluetas de hombres a caballo, que por en medio de los árboles de las riberas, que los ocultan a las miradas de las tropas que vigilan la periferia de la ciudad, han entrado en ella, con los cascos de sus animales envueltos en trapos para amortiguar el ruido. Son ciento cincuenta villistas al mando de Martín López, que al llegar a la calle Once, salen del cauce del río y, caminando dos cuadras, se colocan frente al Palacio de Gobierno. Un somnoliento portero es arrollado, y los guerrilleros se apoderan del edificio. Francisco Villa comanda la fuerza, pero se ha quedado en las afueras, en el Rancho del Buey, para atacar por la madrugada la Penitenciaría y las tropas del sector.
La noticia de la ocupación del Palacio llega al general Treviño, que acaba de acostarse. Inmediatamente se movilizan las infanterías para rodear el local donde se cree que está el propio Villa. ¡Magnífica ocasión para capturarlo! En las azoteas de los edificios próximos al Palacio se instalan los soldados. Unas ametralladoras colocadas tras los pretiles del Instituto Científico y Literario, comienzan a balacear a los villistas que se asoman a los balcones, a través de la enramada de los altos sicomoros de la Plaza Hidalgo. Y columnas de infantes, que se untan en las paredes para protegerse del fuego que los guerrilleros les hacen desde el sólido cubo de piedra que es el Palacio, van acercándose… pero una vez y otra los infantes fracasan en su intento de llegar hasta las puertas hace ya una hora que se está combatiendo en pleno centro de la ciudad. Los habitantes se mantienen en vela sorprendidos y atemorizados: pueden amanecer en las manos violentas de Francisco Villa. Todavía es la noche cuando éste realiza un ataque sobre el sector de la Penitenciaría. No carga con la fuerza habitual y tiene que retirarse. Una cadena de ametralladoras balacea el Palacio, peo las pequeñas balas de acero apenas lamen la dura piedra de los muros. Pronto amanecerá, pues el cielo tiene ya un color gris plomo, como los cañones. El general Treviño se acuerda de sus cañones colocados en la cima del cerro de Santa Rosa, ese pilón de rocas en donde se han registrado las más grandes gestas de la revolución en el norte. Están apuntados hacia la llanura, por donde se esperaba que Villa llegaría, y hay que darles media vuelta, para que apunten a la ciudad. Al salir el sol, un cañón dispara nueve veces; sus granadas abren nuevas ventanas en el grueso muro, y riegan con plomo y hierro las alfombras rojas del gran salón de recepciones. Sangre de villistas mancha los caros tapices y el terciopelo de los sillones. Y Martin López da a sus hombres la orden de salir.
Uno tras otro, como habían entrado, los fantasmas van dejando el Palacio. De las azoteas, las ametralladoras que se inclinan van clavando sus balas en los fugitivos. Manchas de caballos y hombres ensangrentados cubren las banquetas y forman grupos informes en medio de las calles. El día se va levantando cuando los últimos guerrilleros se encaminan por diversas calles rumbo a las afueras. Solo de vez en cuando se oyen ya los cacareos de las ametralladoras, y algún disparo aislado de “máuser” o “treinta treinta”. Gritos lejanos de “¡Viva Carranza!” y “¡Viva Treviño!” esparcen la noticia del triunfo de la guarnición. Y salimos a las puertas del primero, a las banquetas después, con los ojos abiertos, ávidos de saber lo que ha pasado.
Por mitad de la calle, frente a nuestra casa, pasa un viejo a caballo, un caballo muy flaco que apenas arrastra las patas. Es de los últimos rezagados, quizá, tras el viejo, allá a media cuadra viene un muchacho tirando de su cabalgadura, herido tal vez. Se oye su voz juvenil estallar en el silencio de la calle.
-¡Espéreme, padre…!
Y el viejo, sin mirar para atrás, clava espuelas en el pellejo seco de su caballo. Quiere escapar, quiere alejarse, sin importarle el muchacho que tras él aun trata de salvar su caballo. No va muy lejos el viejo. Al llegar al cruce de las calles, se oyen disparos. Algunos soldados que vienen por la transversal lo han visto. El viejo se para un instante sobre los estribos y alza los brazos. Sus piernas abiertas a los lados del animal, le mantienen todavía en vertical, pero ya está muerto. Luego, el animal azota y el viejo sale lanzado de la montadura, a caer cerca de la banqueta.
Casi simultáneamente, la voz del chamaco repite:
-¡Espéreme, padre…!
Imposible, el viejo no está ya en este mundo. Y el hijo con una cara de angustia que se ha grabado en mi memoria, se acerca a la boca calle. Los soldados que mataron al padre, vienen avanzando hacia el cadáver, cuando ven aparecer al muchacho que tira de su caballo. Nuevos disparos resuenan, otro cuerpo de hombre y otro cuerpo de caballo van a recostarse en el empedrado. Cae el muchacho muy cerca del viejo. Después los juntaron sobre la banqueta, para que no estorbaran el tránsito. Así, un padre y un hijo separados en la tierra, se han unido y marchado del brazo en esa procesión interminable de sombras que forman los muertos en la Revolución Mexicana, que todavía algunas noches, cuando sale la luna, se ven marchar por la silueta de la tierra, en su peregrinación incansable por el infinito.
*Muñoz F, Rafael
Vámonos con Pancho Villa
Se llevaron el cañón para Bachimba
Promexa Editores
México, 1979
Páginas: 299-310