Las cuevas de José Luis Cuevas
José Luis dibuja
en cada hoja de cada hora
una risa
como un aullido
desde el fondo del tiempo
desde el fondo del niño
cada día
José Luis dibuja nuestra herida
Octavio Paz, poema “Totalidad y fragmento”,
Los privilegios de la vista 2, FCE, 1994.
Por Rosario Herrera Guido
José Luis Cuevas, el autodidacta, de la Generación de la Ruptura con el Muralismo Mexicano y representante del Neofigurativismo, partió de este mundo real en la Ciudad de México, ayer lunes 3 de julio a las 4 de la tarde. Pero, como se pronuncian quienes reconoce la proyección planetaria de México a través de su original y vasta obra, por su creación plástica, alcanza la inmortalidad, cual paradigma de la feroz línea gestual, que desnuda el espíritu de sus personajes en plena infamia humana en las cuevas de la prostitución, la enfermedad y el despotismo.
Las cuevas de José Luis Cuevas, sus oscuras y deslumbrantes obras, reciben en vida múltiples Laureles: Premio Internacional de dibujo, Bienal de Sao Paulo (1959), Premio Internacional de Grabado, I Trienal, Nueva Delhi (1968), Premio Nacional de las Bellas Artes (1981), Premio Internacional del Consejo Mundial del Grabado en San Francisco, California (1984) y la Orden de Caballero de las Artes y de las Letras de la República Francesa (1991).
Ciertamente, Biografiar a un autobiógrafo, como destaca Enrique Krauze, es una empresa imposible, pues este Genial Narciso Criollo, es tan variado que se expresa en la plástica, la literatura, el grabado, la fotografía y el periodismo. Una empresa a la que podría haber renunciado, sin exagerar, el mejor biógrafo de la historia de la cultura, Stefan Sweig, puesto que dibuja y escribe toda su vida sobre su misma cueva.
Su biografía es su obra, que emerge del naufragio y de la lucha, contra mitos y artistas consagrados que, en compañía de Octavio Paz, asume la tradición de la ruptura. Desde un memorable happening —recuerda Krauze— en su bautizada Zona Rosa (en honor de la artista cubana-mexicana Rosa Carmina), José Luis Cuevas muestra, además, su talento como actor. Cuevas, el niño, habitante del callejón del Triunfo, donde en los altos pisos el abuelo es el administrador de la fábrica de lápices y papel (“El Lápiz el Águila”), y en los bajos vibra la vida nocturna, con sus borrachos, sus peleas, sus prostitutas, que danzan en sus dibujos. ¿Las pesadillas de la infancia emergen en las creaciones del artista? (Gastón Bachelard).
Su padre, hombre duro, boxeador, aviador miliar y Don Juan. José Luis Cuevas es un guerrero temerario que derriba la cortina artística de nopal. Todo lo conducía hacia lo monstruoso cotidiano de Dickens, los locos de la Castañeda, los oligofrénicos de Nonoalco, hasta las historias fantásticas que les inventaban a los muertos, en compañía de su hermano Albert, joven estudiante de medicina.
Su columna “Cuevario”, que Excelsior publicó durante 25 años (Cuevas, México, Grijalbo, 1973), es la argamasa de la cueva de los dioses de la noche, donde habitan sus obsesiones, venturas y desventuras amorosas, su retorno a la infancia que ilumina los recuerdos en su inquietante y singular obra pictórica, escultórica y literaria, cuya presencia engalana la cultura mexicana ante el mundo.
Un largo viaje a los infiernos, por la comedia divina de la vida y la muerte, sin la compañía de Virgilio. Pero al lado de “Jean Christophe” de Romain Rolland y el “Ulises Criollo” de José Vasconcelos, con los que encuentra su talante impúdico, que lo conduce a exhibir sus intimidades, heridas, relaciones con el poder, el arte y el erotismo, siempre en el centro de la historia, cuando se permite denunciar que “El muralismo ha sido un tesoro del nacionalismo mexicano”.
Después de derrocar la dictadura artística y estética, Cuevas impugna “la dictadura perfecta” (PRI), con su manifiesto contra la Matanza de Tlatelolco, en un momento crucial y decisivo en el que la izquierda independiente, que asumió Cuevas, quería luchar por la democracia, no por la revolución (Krauze, Vuelta, 186, mayo de 1992).
José Luis Cuevas se desbordó a través de una poética de la tradición de la ruptura moderna, en compañía de Octavio Paz, que desde El arco y la lira, pasando por Los hijos del limo y otras obras, hasta llegar a La otra voz, el poeta y pensador, se asume como hijo del limo y no de Dios, desde donde impulsa la ruptura con los antiguos paradigmas, para promover el gusto por el sacrilegio, la blasfemia, la pasión, la crítica, hasta de sí mismo, la pasión, el erotismo, la cultura como fiesta y luto, el instante poético, la crítica del pasado inmediato, de la continuidad, la extrañeza polémica y radical, lo moderno fundando su propia tradición: la autodestrucción creativa, el vertiginoso cambio de los ideales de belleza de su época, una poética literaria y plástica del futuro: no el pasado ni la eternidad, sino el tiempo que siempre está a punto de ser.
Como canta Octavio Paz, al referirse a la poesía que palpita en todo arte: “La poesía es el antídoto de la técnica y del mercado. A eso se reduce lo que podría ser, en nuestro tiempo y en el que llega, la función de la poesía. ¿Nada más? Nada menos” (Paz, “La otra voz”, Obras Completas I. México, F.C.M., 1996:592).