Por Rosario Herrera Guido
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo,
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Octavio Paz
Para una poética de la muerte, nada como la obra de Octavio Paz, que puede ser considerada una Elegía Ininterrumpida a la muerte. Desde 1938 comienza el recuento de sus muertos más amados, con los que mantiene un diálogo interior con la muerte, hasta sentirla dentro de sí mismo. La partida del abuelo inolvidable, cuyo bastón aprendió a adivinar los peldaños de la escalera, al que la muerte sorprende una tarde en su sillón para pedirle la hora en que va a morir. La muerte, que en Pasado en Claro es “[…] la madre de las formas y los años y los muertos”.
Octavio Paz crea una escritura de la muerte y escribe sobre la muerte de la escritura, una poesía de la destrucción que es una destrucción de la poesía y una cultura que hacemos, nos hace y nos deshace. Porque Octavio Paz no es un poeta que sólo se dedica a festejar las alegrías y los goces de los hombres y las mujeres, también canta sus desgracias: una poética de la tragedia. Hasta la destrucción de su querido barrio de Mixcoac es motivo para un Epitafio sobre ninguna piedra (1989): “Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire”.
En alguna de sus tantas conversaciones, Octavio Paz dice que el destino de los hombres, nuestra condición mortal, es que somos capaces de amar, que nacemos, trabajamos, que hacemos cosas, todo un conflicto histórico que sigue presente en la ciudad del siglo XX. Se trata de lo que lo que no encontró en la poesía de sus maestros y quiso escribir. Tal vez por ello en su poema El cántaro roto, Octavio Paz clama por una nueva síntesis de lo dividido, una de las más ambiciosas aspiraciones poéticas: Vida y muerte no son mundos contrarios, / somos un solo tallo con dos flores / gemelas…
Estamos hechos de tiempo y de historia —dice Octavio Paz—, esta es nuestra condición mortal. Pero hay salidas instantáneas a través de la cultura, cual acto poético que disuelve el tiempo para escapar de la historia y de la muerte. Por ello la poesía dispersa las arenas muertas de todos los relojes, y sin dejar de pasar parece suspenderse. Esta es una poética de la muerte que abre una ventana a la eternidad. Una experiencia poética conocida por los místicos. Pero —advierte Octavo Paz— nosotros no necesitamos ser santos para tener una experiencia de eternidad. Y la poesía es la experiencia más cercana a esta vivencia de instantánea infinitud. Mas la poesía no crea esos instantes de inmortalidad; la poesía sólo los revela.
Octavio Paz propone una clave fundamental para leer la cultura mexicana, donde la vida y la muerte son compañeras inseparables. Ante la muerte —indica Octavio Paz— que concierne a todos los seres humanos, existe una tarea irrenunciable: develar que la vida y la muerte constituyen una Totalidad, más aún, que la muerte hace más vital la vida, gracias a la cultura, a través del arte y la poesía, que tienen el poder de curar de la desgarradura de la existencia y de las ilusiones sin porvenir (como la promesa de inmortalidad en otra vida, que ofrecen las religiones), pero sin abismar a los mortales a un destino fatal: vivir para esperar la muerte.
Octavio Paz rechaza tanto la vida eterna de las religiones como la muerte eterna o la pura afirmación de la vida de algunos filósofos, para dar paso a una vida que implica morir, para dar un sentido vital y poético a la muerte, que sirve de acicate a la vida. La muerte es análoga a la vida y viceversa. La analogía entre la vida y la muerte es para Octavio Paz como en su ensayo El mono gramático: “transparencia universal: en esto ver aquello” (Octavio Paz. El mono gramático, Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 137). La muerte es una metáfora de la vida; vivir metaforiza la muerte. Porque la muerte pacta con la vida a través de los gramas de este mono poético que es el ser humano.
Todo gran poeta comprende el sentido vital de la muerte. Sin embargo, Octavio Paz no la entiende como la expresión de la Pulsión de Muerte, ni como un destino funesto en el que no hay lugar para la esperanza. La otra faz de la muerte es la vida misma, expresada en la fuerza avasalladora de la Pulsión de Eros o Vida, que no deja de pujar y empujar hacia la trascendencia. El torrente de las Correspondencias de Octavio Paz crea toda una cosmología, un ritmo poético universal, donde la vida y la muerte son instantes, alternancias que hacen del universo una totalidad indestructible.
En su laberíntica soledad, los hombres y las mujeres mantienen una íntima relación con su muerte. Una intimidad con la muerte de la que el pueblo mexicano es el paradigma por excelencia. La soledad anticipa la muerte, como pensamiento y sensación. En el nocturno laberinto, la soledad es muerte y vida, pérdida y asidero, fin y trascendencia. En soledad, cobijados por la noche, los hombres y las mujeres transcurren, son tiempo, sensación y pensamiento de ese transcurrir. En palabras de Martin Heidegger: “conciencia de su ser para la muerte”. En esta esquina de la poética de la muerte Octavio Paz se encuentra con Vladimir Jankélévitch: “[…] quien piensa la muerte piensa la vida (Vladimir Jankélévitch, La mort, París, Flamarion, 1966, pp. 37-38). No es posible hablar del Palacio de la Muerte porque cuando se entra en él ya no hay palabras para narrarlo o poetizarlo. Ningún discurso puede atravesar las tinieblas de la muerte. Las únicas experiencias que logran merodear su misterio son el arte y la poesía.
Para Octavio Paz, la amenaza de la muerte sólo puede ser conjurada a través de una poética de la vida y la muerte, una poética de la cultura de la fiesta y el duelo. Un conjuro que no es consuelo, ni sometimiento a los dioses de la noche o creación de nuevos ídolos, sino un retorno por el río interior que le da un sentido vital a nuestra condición mortal: “[…] no con alegría, pues eso es imposible, sino con serenidad, con heroísmo alegre, con alegre sensualidad” (Octavio Paz. Solo a dos voces, Barcelona, Lumen. 1973).
Sólo el arte y la poesía pueden conducir a la humanidad a esta Voluntad Alegre, pues son los únicos que le permiten liberarse del embrujo de la muerte. Sólo una poética de la muerte y la vida enseña a los hombres y a las mujeres que la muerte es la otra faz de la existencia.
Pero la modernidad creó el mito de la historia, a través de secularizar la promesa de la religión, prometió crear el paraíso en la tierra y expulsar a la muerte del discurso y la existencia. Y la sociedad industrial se lanzó a una gran cruzada con el fin de universalizar la religión del progreso, de consecuencias conocidas: explotación, dominación, agonía y muerte del planeta.
También la modernidad produjo el mito de la vida eterna y feliz: el progreso, el bienestar, la riqueza y el placer (V. Jankélévitch., La mort, París, Flamarion, 1966, p. 45), que exige que se expulse del discurso y de la vida misma a la muerte, a fin de montar en el mismo escenario el mito del Paraíso en la Tierra, gracias al progreso de la ciencia y la técnica, con su promesa de abundancia de bienes. Gran paradoja: la promesa de vida parece convertirse en una amenaza de muerte planetaria. Octavio Paz lo advierte en El signo y el garabato: “De Washington a Moscú, los paraísos futuros se han convertido en un presente horrible que nos hace dudar del mañana” (Vladimir. Jankélévitch., La mort, París, Flamarion, 1966, p. 45).
A los mitos de la historia y de la vida les siguió otro: la muerte natural. La muerte moderna fue reducida a un proceso fisiológico, desplazando el sentido vital y poético de la finitud personal. Y la expulsión del sentido de la muerte trae aparejada la negación de la muerte misma, lo que impide que los actos humanos sean vitales, potenciales, trascendentales. Y el rechazo de la muerte por la sociedad moderna ha hecho de la vida un bienestar insensible, donde no hay tampoco lugar para el dolor, que se encuentra anestesiado (del griego an=privación y aisthésis=sentido, que significa “privado de sentido”). En la sociedad moderna sólo hay lugar para el placer, pero traducido en abulia, depresión, insatisfacción, o en una excitación artificial que llega al aturdimiento del consumo fetichista, el aturdimiento, el exceso de placer depresivo y las drogas.
La expulsión de la muerte personal y colectiva, la que es para sí y los demás, conduce a una experiencia imaginaria en la que “el que muere siempre es otro, un cualquiera” —como dice Heidegger en su Ser y tiempo”. Como la muerte es proyectada en los demás a fin de negarla para sí, se convierte en anónima y se transforma en angustia de muerte, pan cotidiano de nuestro mundo feliz. Pero el rechazo a la finitud individual anula la posibilidad de darle un sentido vital y poético a la vida y a la muerte.
La modernidad, al expulsar la muerte de la sensibilidad y el pensamiento, deja ver el verdadero rostro del Paraíso: el Imperio de la Muerte. La modernidad que había conjurado la muerte en nombre de un mundo confiado y entregado a la razón, extiende hoy su helado manto de muerte sobre el planeta. El rechazo de la muerte la hace retornar siniestra y descomunal. A Sigmund Freud debemos el descubrimiento del mecanismo de la expulsión (Verwerfung en alemán), propio de la estructura subjetiva de la psicosis, por el que todo lo rechazado del lenguaje retorna, cual terrorífica alucinación, en lo Real (S. Freud. “Schreber” (1911), Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1979, pp. 13 – 82).
El mito de la vida se ha convertido hoy en la pavorosa pesadilla del fin del mundo: la catástrofe ecológica, el exterminio de todos contra todos, el derrumbe de los antiguos monumentos de la cultura y la guerra nuclear. El mismo Octavio Paz lo advierte en el Signo y el garabato, la expulsión de la muerte por la modernidad, retornó, para poner fin a la mortandad de la Segunda Guerra Mundial, en forma de dos grandes y siniestros hongos de muerte (Octavio Paz, El signo y el garabato, Joaquín Mortiz, México, 1986).
En cambio, en la cultura mexicana, contra la modernidad y a favor del mito, cuya reactualización poética, para nuestro tiempo y el por venir es vital, conviven la muerte y la vida, el placer y el dolor, el canto y el lamento, la fiesta y el duelo. Porque si la muerte no tiene sentido tampoco la vida. Somos herederos de los antiguos mexicanos, para quienes la oposición entre la vida y la muerte no era absoluta, como para los modernos. La vida se prolonga en la muerte, la muerte habita la vida. Vida, muerte y resurrección son momentos del movimiento cósmico insaciable. El más alto fin de la vida es la muerte, su cumplimiento y complemento. Por ello nuestros antepasados alimentaban con su sangre a la vida, siempre voraz. Ellos pagaban a los dioses la deuda de la especie, con lo que alimentaban la vida cósmica y social. La muerte de cada cual alimentaba al cosmos.
Por ello, el sentido mexicano de la muerte atenta contra la filosofía moderna del progreso (que no va a ningún lado, como ya señalaba Scheler), que pretende esquivar la presencia de la muerte y la vital poética de la muerte. Ante los discursos del mundo moderno, que suprimen la muerte a través de los discursos políticos y comerciales que ofrecen la felicidad a bajo precio, el culto mexicano a la muerte persiste, porque insiste el deseo de retorno al caos y la naturaleza de donde surgieron los hombre y las mujeres: el principio poético de la vida y la muerte. Como dice Paz: “Un examen de los grandes mitos humanos relativos al origen de la especie y al sentido de nuestra presencia en la tierra, revela que toda cultura —entendida como creación y participación común de valores— parte de la convicción de que el orden del universo ha sido roto o violado por el hombre, ese intruso. Por el “hueco” o abertura de la herida que el hombre ha infligido en la carne compacta del mundo, puede irrumpir de nuevo el caos, que es el estado antiguo y, por decirlo así, natural de la vida. El regreso “del antiguo Desorden Original” es una amenaza que obsesiona a todas las conciencias en todos los tiempos. Hölderlin expresa en varios poemas el pavor ante la fatal seducción que ejerce sobre el universo y sobre el hombre la gran boca vacía del caos” (Octavio Paz, El laberinto de la soledad, F. C. E., México, 1993, p. 29). Octavio Paz, en correspondencia con una poética de la muerte, susurra un canto final: “Estoy presente en todas partes y para ver mejor; para mejor arder, me apago”.