RECUERDO DE JUAN RULFO
Por Óscar Mata
Universidad Autónoma Metropolitana|
omj@correo.azc.uam.mx
Resumen
Como los personajes de “El espejo y la máscara”, cuento de El libro de
arena, de Borges, Rulfo consiguió la belleza, y como ellos, interrumpió pronto
su creación literaria y se alejó de los reconocimientos. El autor de este
artículo lo conoció en 1970, en un tiempo en que aún se esperaba que Rulfo
publicase su tercer libro. Se hace una descripción física de Rulfo y se recuerdan
algunas anécdotas que reflejan rasgos de su personalidad. Se dice que
en las sesiones del Centro Mexicano de Escritores comentaba de manera
muy crítica los textos de los becarios, junto con Francisco Monterde y Salvador
Elizondo, y que confesó al autor su padecimiento de insomnio. El
autor relaciona ese padecimiento con el silencio escritural de Rulfo.
Palabras clave: Rulfo, recuerdos, silencio
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Abstract
Similar to the characters of “The Mirror and the Mask”, a short story from
Borges’ El libro de arena (The Book of Sand), Rulfo achieved beauty, and
like them, quickly interrupted his literary production and retreated from the
spotlight. The author of this article met him in 1970, during a time in which it
was still hoped that Rulfo would publish his third book. Rulfo is physically
described, and various anecdotes are remembered that reflect features of his
personality. It is said that during sessions in the Mexican Writers’ Center he
commented on the texts of the apprentices in a very critical manner, together
with Francisco Monterde and Salvador Elizondo, and admitted to the author
to having insomnia. The author relates this ailment with Rulfo’s written
silence.
Keywords: Rulfo, memories, silence.
Cuando leí “El espejo y la máscara”, el séptimo cuento de El libro de
arena de Jorge Luis Borges, de inmediato recordé a Rulfo. Ésta es la historia
de un rey que gana una batalla y de un poeta que por encargo de su
soberano compone una loa a tal victoria. Tras un año de arduos trabajos, el
bardo lee de corrido una obra que obtiene la aprobación del monarca; pero
nada más, pues a nadie conmueve. El rey le da un espejo de plata y lo
conmina a que escriba una versión mejor. Al segundo año el aeda se presenta
con una obra de mucho menor extensión, que lee con bastantes titubeos,
ya que la segunda versión no es un canto a la batalla sino la batalla misma.
El rey lo premia con una máscara de oro y le sugiere que escriba una obra
aún más artística. Un año después el poeta regresa con su tercera versión.
El rey lo encuentra cambiado, es otro hombre y no trae consigo un manuscrito,
pero ha logrado el encargo. La tercera oda es un poema de una sola
línea, que a duras penas y en voz muy baja el poeta dice a su soberano. En
ese momento los dos conocen “la Belleza, que es un don vedado a los hombres”.
1 En esta tercera ocasión el rey pone en las manos del poeta una
daga. Borges termina así su relato:
Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un
mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha
repetido nunca el poema.2
Juan Rulfo al escribir su obra tuvo los destinos del poeta y del rey.
Del primero, porque segó su vida como creador muy pronto, antes de cumplir
los cuarenta años; del segundo, porque rechazó la inmensa mayoría de
los reconocimientos que le fueron ofrecidos. Sobrellevó sus últimos treinta
años en este mundo, casi la mitad de su vida, con el estigma de haber logrado
la belleza.
Tuve la oportunidad de conocerlo en febrero de 1970, cuando él tenía
52 años –todo un siglo, un “atado de años” para nuestros ancestros
mesoamericanos– y a mí, con tan sólo 20 años, se me otorgó una beca del
Centro Mexicano de Escritores. Habían trascurrido 17 y 15 años desde la
aparición de El Llano en llamas y de Pedro Páramo, respectivamente, y
todavía no se perdía la esperanza de que Rulfo publicara un tercer libro. Por
marzo o abril de 1970, la naciente editorial Siglo XXI anunció entre sus
libros de próxima aparición Los días sin floresta, los primeros cuentos de
Juan Rulfo. “Qué bueno que va usted a publicar sus textos juveniles”, le
comenté el miércoles siguiente, antes de que empezara la lectura semanal
en el Centro. “No haga usted caso de esas estupideces”, me respondió,
tajante. Jamás se volvió a mencionar ese asunto en su presencia, y tiempo
después, en el boletín de la editorial Siglo XXI dejó de aparecer el título.
Algo parecido había sucedido una década atrás, cuando el Fondo de Cultura
Económica anunció que “muy pronto” editaría la segunda novela de Juan
Rulfo, La cordillera, lo que a fin de cuentas nunca ocurrió. No pocos testimonios
–entre ellos el de su hijo, Pablo Rulfo– verifican la existencia de esa
obra; sin embargo, parece que el propio Rulfo arrojó el manuscrito, en el
cual había trabajado durante varios años, a las llamas.
Recuerdo a Juan Rulfo como un hombre de tez blanca, mediana estatura
(alrededor de 1.70 mts.) y complexión delgada. Vestía trajes de saco
recto en tonos claros, tan pasados de moda como sus corbatas, y camisas
invariablemente blancas. Era de carácter reservado, por momentos huraño.
La única vez que lo vi sonreír fue cuando alguien le comentó que Gabriel
García Márquez, que por ese tiempo empezaba a ser reconocido mundialmente,
en todas y cada una de sus declaraciones lo elogiaba y reconocía
como un gran maestro. Según confesión propia, Juan Rulfo nunca fue de
buen comer; en cambio, llegó a tener serios problemas con la bebida, que
logró superar alejándose total y definitivamente del licor. En un par de ocasiones
los becarios lo invitamos a tomar una copa después de las sesiones del
Centro; él respondía que con mucho gusto iba con nosotros, pero a tomar un
café, pues tenía prohibido el alcohol. Nos llevaba a lugares asépticos, que
más que cafeterías parecían farmacias, platicaba un buen rato, y antes de
despedirse pagaba la cuenta. En una de esas tardes, Rulfo nos contó una
anécdota de su infancia: en su pueblo se hizo amigo de una niña que era
muy, pero muy pobre, tanto que su padre le amarraba una soga a la cintura
y la hacía bajar a las tumbas, para que la pobrecita encontrara objetos de
valor, como Susana San Juan… Él, al contrario del padre de su amiguita, no
le daba importancia al dinero. Yo fui testigo de una muy jugosa oferta de
compra del manuscrito de Pedro Páramo por parte de una universidad
norteamericana; el maestro la rechazó sin darle la menor importancia. Un
amigo común me comentó que continuamente recibía ofrecimientos similares
y nunca los aceptaba, a pesar de que vivía en un modesto departamento
y manejaba un auto que pagaba en abonos.
Cada miércoles, antes de que iniciara la sesión de lectura de alguno
de los becarios en el Centro Mexicano de Escritores, Juan Rulfo se preparaba
una taza de café soluble, que acompañaba con un par de aspirinas,
encendía un “Delicado” y se sentaba a la derecha de don Francisco Monterde,
quien presidía las sesiones y tenía a su mano izquierda a Salvador Elizondo
–años después me enteré de que los tres eran llamados “La Trinca Infernal”
por la dureza de sus juicios. Durante las lecturas, el maestro Rulfo
subrayaba los segmentos que no le gustaban o le parecían mal escritos; al
momento de la crítica veía de frente al autor y con absoluta franqueza exponía
las razones de su censura o rechazo. Les hablaba de “usted” a todos en
el Centro y tan sólo se tuteaba con Elizondo. Mi trato con Juan Rulfo siempre
fue respetuoso y distante, salvo una ocasión en que tuve la suerte de
platicar un buen rato con él. Coincidimos en el Centro una tarde que no
había sesión. Recuerdo que, entre otras cosas, me señaló una falla que cada
vez encontraba con más frecuencia en los jóvenes escritores: su desconoci-
miento de la gramática, un mal que con el tiempo se ha convertido en
pandemia. También me habló de un aspecto de su vida que poca gente
conoce. Durante años –no precisó en qué tiempo, yo presumo que cuando
él andaba en sus cuarentas– el autor de El Llano en llamas y de Pedro
Páramo padeció de insomnio. Juan Rulfo, ligerísimamente jorobado y con
las manos cruzadas sobre el pecho, como era su postura habitual, me contó
que muchas, muchísimas veces, ante la imposibilidad de conciliar el sueño, a
altas horas de la noche volvía a vestirse y salía a caminar por su colonia, la
de las calles con nombres de ríos, con la esperanza de que el cansancio lo
hiciera dormirse. Contadas veces logró su cometido y casi siempre regresaba
a casa poco antes de que empezara a clarear. En esos precisos instantes
su pesadilla volvía.
— No sabe usted –me confió– la angustia que da el ver que la noche se
acaba, que ya va a empezar un nuevo día y uno no ha podido dormir.
Quizás ese insomnio fue compañero de su silencio.
NOTAS
1 Jorge Luis Borges, El libro de arena, p. 60.
2 Idem, p. 61.