13th

noviembre
13 noviembre, 2024

Cuarenta hombres vestidos de rojo

Sí, eran muchos hombres vestidos de la misma forma. Fue anoche, cuando el tinnitus volvió.

Los vi en la primera calle como una extraña coincidencia. Se repetía dicha imagen en una esquina y otra. Dos de ellos venían escoltados por hombres vestidos de civiles. Parecían resguardar la seguridad de los personajes de rojo. Pensé en un juego absurdo por repetir una escena de un cuento de navidad al estilo americano. Me detuve y luego vi a otros dos salir de la misma calle paralela, rumbo a la avenida principal de la ciudad. Sin duda su destino era la avenida Reforma y todos esos personajes rojos parecían acercarse decididamente hacia la plaza en el 222 de la Colonia Juárez.

 La escena parecía una exageración. ¿Para qué requerían tanto Santa Claus en la plaza? Quizá era una banda disfrazada pensando cometer algún delito.

 No serviría para nada traer a cada personaje a puntos distintos. Parecía algo absurdo. Pero aún los tipos que custodiaban como seguridad a los personajes emergían como seres disecados que solo se movían cuando “Papá Noel” lo hacía. Por extraordinario que pareciera, los guardaespaldas solo dejaban a los Santa Claus en las esquinas correspondientes; luego de allí, hacían una llamada a través del teléfono móvil y se retiraban.

 Parecía que los Santas eran objetos de un alto valor. No cuidaban sus pertenencias solo la ubicación correcta, así ocupaban las esquinas Havre y Nápoles. A su vez, en la parte exterior, apostados también después de insurgentes entre calle Dinamarca y la conocida calle Roma. El último de ellos fue colocado en Atenas de la misma colonia.

 Las ubicaciones eran extrañas para todos los transeúntes, nadie había observado con detenimiento, pero cada Santa era idéntico en tamaño estatura y se podría pensar también en talla.

Nadie lo admitió, quizá yo fui el único que se percató, gracias a que mis amigos enviaron las imágenes de ellos haciendo las cosas idénticas que yo veía. Yo me encontraba en Havre y mis colegas, en Roma y Nápoles.

Extrañamente las fotografías revelaban imágenes iguales. Todos ellos saludaban al mismo tiempo y de la misma forma.

 Pese a que era imposible que la simultaneidad sucediera de tal forma que cinco niños visitaban a cinco hombres vestidos de rojo en cada esquina, se movían de una forma natural. Al menos eso fue lo que pensamos el grupo de viajantes y yo.

 Se sentaban en sus piernas y no eran niños de la misma edad, sin embargo, sí eran menores con una sonrisa amplia y con algo que los identificaba en común: la fe.

 Por supuesto que resultaba notorio, visto desde cualquier enfoque, ya que la ciudad entera era triste y deslucida; contrastaba de manera distinta la alegría y la fe de los niños ante el nihilismo del resto de los transeúntes.

 Debo decir que no creo en la magia. Quizá mi temperamento sea más realista que fantasioso, puedo afirmar que odio la ficción, aunque no a las personas y el ambiente que genera la época de fin de año. Me dejo llevar por sus mentiras.

 A mi edad de gente mayor, mi actitud desencantada permite no ser engañado de buenas a primeras.

 Revisé en una reunión con el resto de los viajantes cada una de sus tomas con la distinción de los enfoques, no existía más que una variación, ya que alguno hizo la toma un minuto después y el Papá Noel de Havre ya estaba en otra posición.

Según los viajeros que venían conmigo sucedía lo mismo con el resto de los personajes navideños. Simultáneamente hicimos una captura de pantalla con la hora en los cuatro puntos importantes. Las imágenes se enviaron todas a un grupo que formamos en las redes. Los tiempos coincidían: los Papá Noel parecían robots programados para realizar los movimientos de forma casi simultánea.

 Esa noche fue larga.

Era el día 24 de diciembre y la habilidad de dispersión de los Santas en la ciudad comenzó cuando el sonido llegaba a mis oídos. No sé cómo explicarlo, pero un ruido repetido en el ambiente venía desde los postes de cada esquina de alguna de las bocinas. Luego, se superpuso al aroma del café. Con lentitud extraordinaria todo se pobló en una noche. El frío de la ciudad obligaba llevar abrigo. La ambulancia calló y el tinnitus se incrementó. El ruido de los altavoces en los postes a cada esquina me molestaban.

 Los Santas iban en la misma dirección en un momento y de pronto la patrulla y un ruido de fondo rompieron el compás. Todo fue infernal y escandaloso. En un momento, los oídos me reventaban. Una brigada de focos rojos y azules comenzó a rodear el espacio. Los Santa Claus formaron una sola mancha roja, gritaban algo a la policía que me resultó indiscernible.

 Aquella mancha de hombres vestidos de rojo siguió en torno al sonido como abejas a la miel. Se aglutinaban y zumbaban. Esa noche, la vibración de la alarma en el altavoz hizo que yo también reaccionara con un agudo dolor en el oído derecho. “Maldita sea”, dije. Perdí el equilibrio y mis lentes se hicieron pedazos. Los ojos me lloraban involuntariamente; comencé a moquear. Me sujeté la oreja izquierda; el escurrimiento nasal no se detenía.

“Hijo de su puta madre”.

Por un momento, el zumbido se detuvo y pude cerrar los ojos. Algunas personas ya no rodeaban la bocina sino a mí. Me avergoncé y limpié mi nariz con la mano, también sequé mis lágrimas con el puño de la camisa.

 Mientras tanto una banda de hombres vestidos de rojo enfrentaba a aquel grupo de policías con torretas bicolores. No dejaba de sonar la sirena; era como escuchar el alma del sonido, sin que proviniera del interior de las bocinas.

 Otro Santa y un guardia resultaron heridos. Por alguna situación, parecía una lucha entre pandillas: los policías tomaban un bando y el grupo de los hombres vestidos de rojo, otro.

Yo veía todo adivinando los diálogos. Los hombres barbados de rojo se arremolinaban en torno a un herido; algunos se quitaban la barba y el sombrero mirando a todos lados con cierta desesperación.

Olvidé a los otros viajeros, tenía que reunirme con ellos en el lobby del hotel para preparar el regreso a casa. Iba a cenar solo en plena navidad.

En el tumulto, algunas personas señalaban hacia mí. Algunas otras a las patrullas. El oído me estalló, o al menos eso percibí y, luego, no supe nada. Me tumbé en el suelo tomando mi oreja. “Ya basta, deténganse hijos de puta”. Perdí mi móvil. No recuerdo más.

“¿Estás bien?”

Me incorporé. A lo lejos vi a los Santas envalentonados que enfrentaban a los policías.

 La gente alrededor me decía: “Ya pedimos una ambulancia, joven”.

“No es nada”, respondí. Rápidamente recuperé la compostura. Aunque ese sonido ya se perpetraba en mi lado izquierdo. Cuando me levanté, los policías y los Santas comenzaron a manotear. Los azules en conjunto se hacían hacia atrás y los Santas de la vanguardia arrojaban cosas. Algunos otros lanzaban sus ollas de limosna.

Alguien gritó:

“Está muerto, cabrones, no mamen”,

Llegaron refuerzos para los Santas. Cerca de cuarenta individuos vestidos de rojo y otros tantos vestidos de paisanos aparecieron de la nada.

 Me quise retirar. Salí del tumulto sacudiéndome el polvo. Caminé al hotel donde estaba alojado desde el fin de semana. “Ya no volveré a esta ciudad en diciembre”, dije.

Se escuchó la hora en el altavoz. El gobierno de la ciudad informaba sobre el frío y la situación de fin de año; daba indicaciones para evitar nos tomara por sorpresa la baja temperatura.

Traté de no volver a caer. Solo hice una mueca, el zumbido volvió, cerré el ojo izquierdo y mantuve la vertical.

Tardé un poco. Llegué a la recepción del hotel a pedir mi cuenta. Pagué con tarjeta de crédito y salí con mi equipaje. Caminé hacia la puerta y vi en televisión internacional la noticia curiosa de los Santas enfrentando a la policía. Algunos de ellos terminaron en la patrulla por golpear a las fuerzas de la ley, inclusive otros fueron llevados al reclusorio norte.

Salí del lugar con una sonrisa. Comprobé después de la cena de Navidad, que el aeropuerto no estaba totalmente cerrado. Era hora de volver; mi vuelo había sido reservado meses antes y tenía la esperanza que con los atrasos no se cancelara mi regreso.

Tomé el transporte rumbo al aeropuerto. Vi que un hombre de rojo me seguía. Inclusive tomó un taxi. Llegué hasta la sala de espera principal de la terminal uno. Una maldición me perseguía, de pronto Santa Claus entró a la terminal deseando feliz Navidad a todos, e intentando acercarse a mí. Hacía ruido con su campana; la seguridad del lugar lo amagó e intentó detenerlo. No lo dejaron hablar. Solo alcancé a reconocer mi celular, cuando el Santa lo sacó de entre sus ropas y quiso entregármelo. Grité que lo dejaran. “Toma”, me dijo el hombre vestido de rojo. La seguridad trató de quitárselo y yo intervine. Lo defendí.

Sí, esa es la historia. Por eso recibí la navidad en esta celda, entre medio centenar de hombres barbados cubiertos solo con su ropa interior; esperando que sus “escoltas” vayan a rescatarlos.

Yo no estaba vestido de rojo. Sólo esperaba que sucediera un milagro para llegar a casa. Cuarenta hombres vestidos de rojo

Sí, eran muchos hombres vestidos de la misma forma. Fue anoche, cuando el tinnitus volvió.

Los vi en la primera calle como una extraña coincidencia. Se repetía dicha imagen en una esquina y otra. Dos de ellos venían escoltados por hombres vestidos de civiles. Parecían resguardar la seguridad de los personajes de rojo. Pensé en un juego absurdo por repetir una escena de un cuento de navidad al estilo americano. Me detuve y luego vi a otros dos salir de la misma calle paralela, rumbo a la avenida principal de la ciudad. Sin duda su destino era la avenida Reforma y todos esos personajes rojos parecían acercarse decididamente hacia la plaza en el 222 de la Colonia Juárez.

 La escena parecía una exageración. ¿Para qué requerían tanto Santa Claus en la plaza? Quizá era una banda disfrazada pensando cometer algún delito.

 No serviría para nada traer a cada personaje a puntos distintos. Parecía algo absurdo. Pero aún los tipos que custodiaban como seguridad a los personajes emergían como seres disecados que solo se movían cuando “Papá Noel” lo hacía. Por extraordinario que pareciera, los guardaespaldas solo dejaban a los Santa Claus en las esquinas correspondientes; luego de allí, hacían una llamada a través del teléfono móvil y se retiraban.

 Parecía que los Santas eran objetos de un alto valor. No cuidaban sus pertenencias solo la ubicación correcta, así ocupaban las esquinas Havre y Nápoles. A su vez, en la parte exterior, apostados también después de insurgentes entre calle Dinamarca y la conocida calle Roma. El último de ellos fue colocado en Atenas de la misma colonia.

 Las ubicaciones eran extrañas para todos los transeúntes, nadie había observado con detenimiento, pero cada Santa era idéntico en tamaño estatura y se podría pensar también en talla.

Nadie lo admitió, quizá yo fui el único que se percató, gracias a que mis amigos enviaron las imágenes de ellos haciendo las cosas idénticas que yo veía. Yo me encontraba en Havre y mis colegas, en Roma y Nápoles.

Extrañamente las fotografías revelaban imágenes iguales. Todos ellos saludaban al mismo tiempo y de la misma forma.

 Pese a que era imposible que la simultaneidad sucediera de tal forma que cinco niños visitaban a cinco hombres vestidos de rojo en cada esquina, se movían de una forma natural. Al menos eso fue lo que pensamos el grupo de viajantes y yo.

 Se sentaban en sus piernas y no eran niños de la misma edad, sin embargo, sí eran menores con una sonrisa amplia y con algo que los identificaba en común: la fe.

 Por supuesto que resultaba notorio, visto desde cualquier enfoque, ya que la ciudad entera era triste y deslucida; contrastaba de manera distinta la alegría y la fe de los niños ante el nihilismo del resto de los transeúntes.

 Debo decir que no creo en la magia. Quizá mi temperamento sea más realista que fantasioso, puedo afirmar que odio la ficción, aunque no a las personas y el ambiente que genera la época de fin de año. Me dejo llevar por sus mentiras.

 A mi edad de gente mayor, mi actitud desencantada permite no ser engañado de buenas a primeras.

 Revisé en una reunión con el resto de los viajantes cada una de sus tomas con la distinción de los enfoques, no existía más que una variación, ya que alguno hizo la toma un minuto después y el Papá Noel de Havre ya estaba en otra posición.

Según los viajeros que venían conmigo sucedía lo mismo con el resto de los personajes navideños. Simultáneamente hicimos una captura de pantalla con la hora en los cuatro puntos importantes. Las imágenes se enviaron todas a un grupo que formamos en las redes. Los tiempos coincidían: los Papá Noel parecían robots programados para realizar los movimientos de forma casi simultánea.

 Esa noche fue larga.

Era el día 24 de diciembre y la habilidad de dispersión de los Santas en la ciudad comenzó cuando el sonido llegaba a mis oídos. No sé cómo explicarlo, pero un ruido repetido en el ambiente venía desde los postes de cada esquina de alguna de las bocinas. Luego, se superpuso al aroma del café. Con lentitud extraordinaria todo se pobló en una noche. El frío de la ciudad obligaba llevar abrigo. La ambulancia calló y el tinnitus se incrementó. El ruido de los altavoces en los postes a cada esquina me molestaban.

 Los Santas iban en la misma dirección en un momento y de pronto la patrulla y un ruido de fondo rompieron el compás. Todo fue infernal y escandaloso. En un momento, los oídos me reventaban. Una brigada de focos rojos y azules comenzó a rodear el espacio. Los Santa Claus formaron una sola mancha roja, gritaban algo a la policía que me resultó indiscernible.

 Aquella mancha de hombres vestidos de rojo siguió en torno al sonido como abejas a la miel. Se aglutinaban y zumbaban. Esa noche, la vibración de la alarma en el altavoz hizo que yo también reaccionara con un agudo dolor en el oído derecho. “Maldita sea”, dije. Perdí el equilibrio y mis lentes se hicieron pedazos. Los ojos me lloraban involuntariamente; comencé a moquear. Me sujeté la oreja izquierda; el escurrimiento nasal no se detenía.

“Hijo de su puta madre”.

Por un momento, el zumbido se detuvo y pude cerrar los ojos. Algunas personas ya no rodeaban la bocina sino a mí. Me avergoncé y limpié mi nariz con la mano, también sequé mis lágrimas con el puño de la camisa.

 Mientras tanto una banda de hombres vestidos de rojo enfrentaba a aquel grupo de policías con torretas bicolores. No dejaba de sonar la sirena; era como escuchar el alma del sonido, sin que proviniera del interior de las bocinas.

 Otro Santa y un guardia resultaron heridos. Por alguna situación, parecía una lucha entre pandillas: los policías tomaban un bando y el grupo de los hombres vestidos de rojo, otro.

Yo veía todo adivinando los diálogos. Los hombres barbados de rojo se arremolinaban en torno a un herido; algunos se quitaban la barba y el sombrero mirando a todos lados con cierta desesperación.

Olvidé a los otros viajeros, tenía que reunirme con ellos en el lobby del hotel para preparar el regreso a casa. Iba a cenar solo en plena navidad.

En el tumulto, algunas personas señalaban hacia mí. Algunas otras a las patrullas. El oído me estalló, o al menos eso percibí y, luego, no supe nada. Me tumbé en el suelo tomando mi oreja. “Ya basta, deténganse hijos de puta”. Perdí mi móvil. No recuerdo más.

“¿Estás bien?”

Me incorporé. A lo lejos vi a los Santas envalentonados que enfrentaban a los policías.

 La gente alrededor me decía: “Ya pedimos una ambulancia, joven”.

“No es nada”, respondí. Rápidamente recuperé la compostura. Aunque ese sonido ya se perpetraba en mi lado izquierdo. Cuando me levanté, los policías y los Santas comenzaron a manotear. Los azules en conjunto se hacían hacia atrás y los Santas de la vanguardia arrojaban cosas. Algunos otros lanzaban sus ollas de limosna.

Alguien gritó:

“Está muerto, cabrones, no mamen”,

Llegaron refuerzos para los Santas. Cerca de cuarenta individuos vestidos de rojo y otros tantos vestidos de paisanos aparecieron de la nada.

 Me quise retirar. Salí del tumulto sacudiéndome el polvo. Caminé al hotel donde estaba alojado desde el fin de semana. “Ya no volveré a esta ciudad en diciembre”, dije.

Se escuchó la hora en el altavoz. El gobierno de la ciudad informaba sobre el frío y la situación de fin de año; daba indicaciones para evitar nos tomara por sorpresa la baja temperatura.

Traté de no volver a caer. Solo hice una mueca, el zumbido volvió, cerré el ojo izquierdo y mantuve la vertical.

Tardé un poco. Llegué a la recepción del hotel a pedir mi cuenta. Pagué con tarjeta de crédito y salí con mi equipaje. Caminé hacia la puerta y vi en televisión internacional la noticia curiosa de los Santas enfrentando a la policía. Algunos de ellos terminaron en la patrulla por golpear a las fuerzas de la ley, inclusive otros fueron llevados al reclusorio norte.

Salí del lugar con una sonrisa. Comprobé después de la cena de Navidad, que el aeropuerto no estaba totalmente cerrado. Era hora de volver; mi vuelo había sido reservado meses antes y tenía la esperanza que con los atrasos no se cancelara mi regreso.

Tomé el transporte rumbo al aeropuerto. Vi que un hombre de rojo me seguía. Inclusive tomó un taxi. Llegué hasta la sala de espera principal de la terminal uno. Una maldición me perseguía, de pronto Santa Claus entró a la terminal deseando feliz Navidad a todos, e intentando acercarse a mí. Hacía ruido con su campana; la seguridad del lugar lo amagó e intentó detenerlo. No lo dejaron hablar. Solo alcancé a reconocer mi celular, cuando el Santa lo sacó de entre sus ropas y quiso entregármelo. Grité que lo dejaran. “Toma”, me dijo el hombre vestido de rojo. La seguridad trató de quitárselo y yo intervine. Lo defendí.

Sí, esa es la historia. Por eso recibí la navidad en esta celda, entre medio centenar de hombres barbados cubiertos solo con su ropa interior; esperando que sus “escoltas” vayan a rescatarlos.

Yo no estaba vestido de rojo. Sólo esperaba que sucediera un milagro para llegar a casa. Cuarenta hombres vestidos de rojo

Sí, eran muchos hombres vestidos de la misma forma. Fue anoche, cuando el tinnitus volvió.

Los vi en la primera calle como una extraña coincidencia. Se repetía dicha imagen en una esquina y otra. Dos de ellos venían escoltados por hombres vestidos de civiles. Parecían resguardar la seguridad de los personajes de rojo. Pensé en un juego absurdo por repetir una escena de un cuento de navidad al estilo americano. Me detuve y luego vi a otros dos salir de la misma calle paralela, rumbo a la avenida principal de la ciudad. Sin duda su destino era la avenida Reforma y todos esos personajes rojos parecían acercarse decididamente hacia la plaza en el 222 de la Colonia Juárez.

 La escena parecía una exageración. ¿Para qué requerían tanto Santa Claus en la plaza? Quizá era una banda disfrazada pensando cometer algún delito.

 No serviría para nada traer a cada personaje a puntos distintos. Parecía algo absurdo. Pero aún los tipos que custodiaban como seguridad a los personajes emergían como seres disecados que solo se movían cuando “Papá Noel” lo hacía. Por extraordinario que pareciera, los guardaespaldas solo dejaban a los Santa Claus en las esquinas correspondientes; luego de allí, hacían una llamada a través del teléfono móvil y se retiraban.

 Parecía que los Santas eran objetos de un alto valor. No cuidaban sus pertenencias solo la ubicación correcta, así ocupaban las esquinas Havre y Nápoles. A su vez, en la parte exterior, apostados también después de insurgentes entre calle Dinamarca y la conocida calle Roma. El último de ellos fue colocado en Atenas de la misma colonia.

 Las ubicaciones eran extrañas para todos los transeúntes, nadie había observado con detenimiento, pero cada Santa era idéntico en tamaño estatura y se podría pensar también en talla.

Nadie lo admitió, quizá yo fui el único que se percató, gracias a que mis amigos enviaron las imágenes de ellos haciendo las cosas idénticas que yo veía. Yo me encontraba en Havre y mis colegas, en Roma y Nápoles.

Extrañamente las fotografías revelaban imágenes iguales. Todos ellos saludaban al mismo tiempo y de la misma forma.

 Pese a que era imposible que la simultaneidad sucediera de tal forma que cinco niños visitaban a cinco hombres vestidos de rojo en cada esquina, se movían de una forma natural. Al menos eso fue lo que pensamos el grupo de viajantes y yo.

 Se sentaban en sus piernas y no eran niños de la misma edad, sin embargo, sí eran menores con una sonrisa amplia y con algo que los identificaba en común: la fe.

 Por supuesto que resultaba notorio, visto desde cualquier enfoque, ya que la ciudad entera era triste y deslucida; contrastaba de manera distinta la alegría y la fe de los niños ante el nihilismo del resto de los transeúntes.

 Debo decir que no creo en la magia. Quizá mi temperamento sea más realista que fantasioso, puedo afirmar que odio la ficción, aunque no a las personas y el ambiente que genera la época de fin de año. Me dejo llevar por sus mentiras.

 A mi edad de gente mayor, mi actitud desencantada permite no ser engañado de buenas a primeras.

 Revisé en una reunión con el resto de los viajantes cada una de sus tomas con la distinción de los enfoques, no existía más que una variación, ya que alguno hizo la toma un minuto después y el Papá Noel de Havre ya estaba en otra posición.

Según los viajeros que venían conmigo sucedía lo mismo con el resto de los personajes navideños. Simultáneamente hicimos una captura de pantalla con la hora en los cuatro puntos importantes. Las imágenes se enviaron todas a un grupo que formamos en las redes. Los tiempos coincidían: los Papá Noel parecían robots programados para realizar los movimientos de forma casi simultánea.

 Esa noche fue larga.

Era el día 24 de diciembre y la habilidad de dispersión de los Santas en la ciudad comenzó cuando el sonido llegaba a mis oídos. No sé cómo explicarlo, pero un ruido repetido en el ambiente venía desde los postes de cada esquina de alguna de las bocinas. Luego, se superpuso al aroma del café. Con lentitud extraordinaria todo se pobló en una noche. El frío de la ciudad obligaba llevar abrigo. La ambulancia calló y el tinnitus se incrementó. El ruido de los altavoces en los postes a cada esquina me molestaban.

 Los Santas iban en la misma dirección en un momento y de pronto la patrulla y un ruido de fondo rompieron el compás. Todo fue infernal y escandaloso. En un momento, los oídos me reventaban. Una brigada de focos rojos y azules comenzó a rodear el espacio. Los Santa Claus formaron una sola mancha roja, gritaban algo a la policía que me resultó indiscernible.

 Aquella mancha de hombres vestidos de rojo siguió en torno al sonido como abejas a la miel. Se aglutinaban y zumbaban. Esa noche, la vibración de la alarma en el altavoz hizo que yo también reaccionara con un agudo dolor en el oído derecho. “Maldita sea”, dije. Perdí el equilibrio y mis lentes se hicieron pedazos. Los ojos me lloraban involuntariamente; comencé a moquear. Me sujeté la oreja izquierda; el escurrimiento nasal no se detenía.

“Hijo de su puta madre”.

Por un momento, el zumbido se detuvo y pude cerrar los ojos. Algunas personas ya no rodeaban la bocina sino a mí. Me avergoncé y limpié mi nariz con la mano, también sequé mis lágrimas con el puño de la camisa.

 Mientras tanto una banda de hombres vestidos de rojo enfrentaba a aquel grupo de policías con torretas bicolores. No dejaba de sonar la sirena; era como escuchar el alma del sonido, sin que proviniera del interior de las bocinas.

 Otro Santa y un guardia resultaron heridos. Por alguna situación, parecía una lucha entre pandillas: los policías tomaban un bando y el grupo de los hombres vestidos de rojo, otro.

Yo veía todo adivinando los diálogos. Los hombres barbados de rojo se arremolinaban en torno a un herido; algunos se quitaban la barba y el sombrero mirando a todos lados con cierta desesperación.

Olvidé a los otros viajeros, tenía que reunirme con ellos en el lobby del hotel para preparar el regreso a casa. Iba a cenar solo en plena navidad.

En el tumulto, algunas personas señalaban hacia mí. Algunas otras a las patrullas. El oído me estalló, o al menos eso percibí y, luego, no supe nada. Me tumbé en el suelo tomando mi oreja. “Ya basta, deténganse hijos de puta”. Perdí mi móvil. No recuerdo más.

“¿Estás bien?”

Me incorporé. A lo lejos vi a los Santas envalentonados que enfrentaban a los policías.

 La gente alrededor me decía: “Ya pedimos una ambulancia, joven”.

“No es nada”, respondí. Rápidamente recuperé la compostura. Aunque ese sonido ya se perpetraba en mi lado izquierdo. Cuando me levanté, los policías y los Santas comenzaron a manotear. Los azules en conjunto se hacían hacia atrás y los Santas de la vanguardia arrojaban cosas. Algunos otros lanzaban sus ollas de limosna.

Alguien gritó:

“Está muerto, cabrones, no mamen”,

Llegaron refuerzos para los Santas. Cerca de cuarenta individuos vestidos de rojo y otros tantos vestidos de paisanos aparecieron de la nada.

 Me quise retirar. Salí del tumulto sacudiéndome el polvo. Caminé al hotel donde estaba alojado desde el fin de semana. “Ya no volveré a esta ciudad en diciembre”, dije.

Se escuchó la hora en el altavoz. El gobierno de la ciudad informaba sobre el frío y la situación de fin de año; daba indicaciones para evitar nos tomara por sorpresa la baja temperatura.

Traté de no volver a caer. Solo hice una mueca, el zumbido volvió, cerré el ojo izquierdo y mantuve la vertical.

Tardé un poco. Llegué a la recepción del hotel a pedir mi cuenta. Pagué con tarjeta de crédito y salí con mi equipaje. Caminé hacia la puerta y vi en televisión internacional la noticia curiosa de los Santas enfrentando a la policía. Algunos de ellos terminaron en la patrulla por golpear a las fuerzas de la ley, inclusive otros fueron llevados al reclusorio norte.

Salí del lugar con una sonrisa. Comprobé después de la cena de Navidad, que el aeropuerto no estaba totalmente cerrado. Era hora de volver; mi vuelo había sido reservado meses antes y tenía la esperanza que con los atrasos no se cancelara mi regreso.

Tomé el transporte rumbo al aeropuerto. Vi que un hombre de rojo me seguía. Inclusive tomó un taxi. Llegué hasta la sala de espera principal de la terminal uno. Una maldición me perseguía, de pronto Santa Claus entró a la terminal deseando feliz Navidad a todos, e intentando acercarse a mí. Hacía ruido con su campana; la seguridad del lugar lo amagó e intentó detenerlo. No lo dejaron hablar. Solo alcancé a reconocer mi celular, cuando el Santa lo sacó de entre sus ropas y quiso entregármelo. Grité que lo dejaran. “Toma”, me dijo el hombre vestido de rojo. La seguridad trató de quitárselo y yo intervine. Lo defendí.

Sí, esa es la historia. Por eso recibí la navidad en esta celda, entre medio centenar de hombres barbados cubiertos solo con su ropa interior; esperando que sus “escoltas” vayan a rescatarlos.

Yo no estaba vestido de rojo. Sólo esperaba que sucediera un milagro para llegar a casa.