12th

agosto
12 agosto, 2024

La guerra ya no tiene ningún acento heroico

Aproximación a la poesía de Leopoldo González

Por Miguel Tonatiuh Ortega


Rosario Herrera,
Leopoldo González y
Marco Antonio Herrera.
Donde muere el verano;
Letra Franca/Silla Vacía,
México, 2003 (2ª edición).

El escritor Miguel Tonatiuh Ortega, en esta reseña, describe la poesía de Leopoldo González como íntima y conmovedoramente humana y muy marcada por la filosofía: la noche en esta obra no es un callejón sin salida ni un aliento roto, sino el acicate que en hilos de oscuridad puede fraguar la luz.

En 1861 muere en Breslau, Silesia, Carl Clausewitz, quien escribiera un libro señero para la estrategia militar. De la guerra fue todo un hito en un tema oscuro, aunque poco aludido por los mejores filósofos y pensadores de su tiempo; sin embargo, ninguno acertó a describir sus atributos como lo hizo Clausewitz.  Pese a que libro fue póstumo, el reconocimiento no tardó en llegar y en la conciencia de los intelectuales europeos de finales del romanticismo surgió en una nueva figura proveniente de un origen distinto al habitual entre filósofos y pensadores: un comandante con todos los reconocimientos en batalla (citado por Engels y Mao Tse-Tung) trajo a la memoria textual una frase que Isaíah Berlín acuñó en 1996, en el libro El sentido de la realidad, que a la letra dice:

Henrich Heine aportó quizá la expresión más dramática de esto, cuando en su exposición sobre las escuelas filosóficas de Alemania pinta una versión apocalíptica de la gran destrucción que vendrá cuando el gran dios Tor levante su martillo para aplastar a la civilización occidental y los seguidores armados de Fichte, Schelling y Hegel, se levanten contra el civilizado Occidente latino y devasten su antigua cultura. Compara a Kant con Robespierre y advierte a los franceses que no desprecien al humilde filósofo en su estudio, que en paz y en silencio medita en términos de abstracciones aparentemente inofensivas, pero que luego, como Rousseau y Kant enciende la mecha que conduce a la decapitación de un rey y a explosiones mundiales[1].

Un filósofo siempre es un riesgo para las ideologías y un poeta- filósofo mucho más. Es el caso de Leopoldo González (Michoacán, 1963), quien al escribir Vuelo de cisne sobre el Este, que aparece en la antología Donde muere el verano, publicado en Letra Franca y Silla Vacía en 2023, logra un poema de largo aliento integrado por XIV fragmentos de factura polimétrica en sus versos, en el que se condena la guerra como estructura de agresión y de destrucción del otro y del pensamiento diferente. Cada verso nos provee de un profundo descontento y de animadversión hacia la devastación humana proveniente de la guerra. Citaré en orden de importancia los versos que ascienden sin exageración a la categoría de cápsulas de sabiduría en forma de aforismos; comenzaré con la parte II: El idioma del aire es terca revoltura / sin código de nubes ni vuelo de palomas (p. 24).

El poeta establece la imposibilidad de transmitir con el lenguaje toda la capacidad de destrucción y todo el abandono, inclusive, en algún sitio donde se debería tener hospedaje para las aves, un espacio o un parque para ejercitar la libertad de volar. Aquí comienza la destrucción descrita por la voz del poeta.

Por otro lado, los versos que están en este último fragmento son versos de arte mayor tendientes al alejandrino, permeados por una arquitectura de verso blanco. La mayoría del libro lo hace, como se verá a continuación.

Más adelante, a manera de rompecabezas, aparece en el fragmento IV el siguiente verso, que es contundente y revelador respecto al propósito insigne del poema: Este libro fue escrito con esquirlas de guerra (…).

En efecto, el poeta busca otorgar la savia y la fuerza de un origen a sus palabras, justo cuando los vocablos ya no son suficientes a propósito de este testimonio: uno es la devastación, otro la muerte con métodos extremos. Así lo ve en el siguiente final del fragmento V, que en un par de versos resuelve: Un misil de guerra trae toda la furia de Moscú: / ríe al aire su química de muerte y luego estalla.

Aquí el poeta, que no comulga con ninguna ideología y abraza el estandarte de una ética existencial, nos muestra la indignación que produce la muerte en armas de guerra, como lo afirma al inicio del fragmento VI de este largo poema: porque me resisto a admitir lo inadmisible / porque no acepto el horror como destino (p.28).

En este diálogo interno con el lado oscuro del mundo, la respuesta del filósofo-poeta es conmovedora e iluminadora, tal como aparece en el fragmento VII, donde dibuja las costuras de la desolación: la guerra, esa ruina en los gestos del aire, niega y oscurece la racionalidad del ser, como si del cielo cayeran siete infiernos en un puño (p.29).

Cómo es justo decir, el poeta siempre debe encontrarse del lado de lo humano, por eso, en el fragmento VIII, trastoca los ladrillos de la angustia en canto de esperanza, pues la vida misma enseña: / si un desamparo lanzado al viento cae / algo renace en los presagios de la ruina (p. 30).

Desde una escritura que rasga y conmueve la condición humana, el poeta traza, en el canto IX, la silueta de un mundo al que la toxicidad del aire ha vuelto inhabitable: No hay rincón seguro en esta hora del mundo / ni aire de certeza / ni polvo vertical […] Por eso, bajo el peso del mundo, Es casi un tormento esto de venir huyendo/ con sangre molida mordiéndonos la espalda (p. 31).

 En medio de la guerra no hay lugar para la esperanza, pues lo más valioso que se pierde en una guerra -además de seres humanos- es el derecho a la dignidad y a la libertad. Para un poeta como Leopoldo González, la noción de humanidad es el bien supremo al que hay que defender en el orden de las ideas, pues sin humanidad se quiebra la noción de mundo. Aquí, la voz del poeta nos explica la confección de su mundo interior y el compás de su largo aliento: Yo era entonces tumor de una orfandad en vilo / cuando cicatrices de ayer derribaron la puerta (p. 32).

Pese a que la realidad oculta secretos que la hacen rebelde a la palabra, el poeta-filósofo cree que la energía del verbo y la verdad de la palabra pueden salvar al mundo, al generar una sinergia entre la realidad real y la realidad pensada. Dice en el fragmento X: La patria es un llanto que no lloramos nunca / al pie de nuestros muertos / un sencillo pero cálido gesto del corazón (p. 33).

 En una época como la nuestra, la distancia no hace perecedero el sentimiento de abandono, aunque la peor noticia es la pérdida del sentido de lo humano: lejos de toda compasión y cordura / conmueve el suicida entusiasmo / que crea la muerte del otro por convicción (p. 34).

Cuando una lectura de esa categoría toca los músculos del entendimiento y el corazón, no hay más remedio que ponerse del lado de la indignación, obedeciendo al síntoma de la desesperanza generalizada. Nadie vuelve igual de una guerra, mucho menos cuando la justifican los tóxicos de una ideología. Ninguna vida merece ser sacrificada en nombre de un ideal, como lo deja claro el poeta en los siguientes versos: Se dijeron tantas cosas sobre la utopía / pero se ha vuelto la sustancia más inasible / la más escurridiza de la historia […] Si la utopía se asomara hoy al espejo / vería en su reflejo el garabato de la ruina (p. 35).

A mi parecer, los poemas con temáticas profundas suelen no ser estéticos, ya que ante el sacrificio de la plasticidad sólo sobreviven el mensaje y el ritmo. Se puede reiterar que la pluma de Leopoldo González realiza con maestría este ejercicio de equilibrio entre la ideología y la estética y, en ese trance, logra unos efectos inimaginables que únicamente le concede el dominio del verso libre.

Después de este recorrido por una especie de purgatorio literario, el poeta combina en el fragmento XIV de su cuaderno una serie de versos cortos, con los que presencializa metafóricamente y hace imaginable el horror, el tartamudeo, el desamparo y la ruina final:

Los procedimientos de la destrucción revelan la esencia de la maldad, cuyas consecuencias son de efecto expansivo, parece decir el poeta-filósofo. Por eso, Miro fantasmas a la orilla de mí / ellos me miran sin los ojos del tiempo (p. 37).

Porque No tiene la muerte / piel de vida en los huesos / sólo un resuello triste / en el pasmo que modula el viento (p. 37), por eso, porque vivir es morir hacia adentro, la palabra de Leopoldo González ofrece un destello metafísico que nos abraza y nos incluye a todos.

En los últimos versos de Vuelo de cisne sobre el Este, en los que el autor alterna consideraciones filosóficas y humanas, Leopoldo González muestra cómo el aliento poético puede ser savia y levadura de esperanza. Los crímenes de guerra muestran una disociación entre el poder y la racionalidad, pero la voz de la poesía reivindica la trascendencia que hay detrás de una muerte meritoria.

A diferencia de Homero, Leopoldo González no se entusiasma por ningún bando, porque en estos tiempos la guerra ya no es un acto heroico.

Nuestro autor retoma y cosecha perlas de lecturas como la de Clausewitz, la de Maquiavelo y Tzun Tzu, en las formas más oscuras que tiene la guerra. Su testimonio es grito y advertencia, aire sereno y magisterio sobre el vacío espiritual que subyace a la guerra, en una escritura que se concentra en la brevedad del aforismo, en el que algunos filósofos condensan las profundidades del sentido y de lo sentido.

El poeta Leopoldo González va a la fuente de los hechos para razonar y poetizar: la noche en su poesía no es un aliento roto, sino un acicate y pretexto para alcanzar la luz.


[1] Isaía Berlín. El sentido de la realidad; Taurus, Madrid, 2000.