La vorágine (1924) entra en la categoría de novelas perdurables y fascinantes de la literatura hispanoamericana. La conmemoración de su centenario sólo viene a ratificar, de manera parcial, la calidad autoral de José Eustasio Rivera (1888-1928), quien no escatima al lector la inclusión de un lenguaje lleno de poesía que sirve para la representación verosímil y brutal de las difíciles condiciones de vida de los trabajadores que explotan el caucho. Materia prima que a su manera desata la enajenación por su obtención y acumulamiento.
El título de la novela misma representa, para el receptor atento, una metáfora de la miseria y la esclavitud que se traga a los caucheros. Seres que se ven obligados a entregar su vida por un “oro blanco” que origina la ambición desmedida. Además, el sustantivo alude, en su sentido literal, a una fuerza irreprimible de la naturaleza y de la misma irracionalidad, ésta alimentada por el deseo de venganza del protagonista-narrador del relato, quien junto a sus secuaces es devorado por un escenario que podría estimarse inhumano bajo cierta perspectiva.
Precisamente, desde la primera parte de la novela se muestra a un Arturo Cova ensoberbecido y anhelante de un amor ideal. Tras las líneas famosísimas[1] que abren el relato, se presenta ese carácter del protagonista: “Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica”.[2]
En realidad, Cova desea experimentar un sentimiento amoroso genuino,[3] algo que estaba seguro de conseguir antes de conocer a su prometida (amante) Alicia, mujer que resulta la depositaria de su propia fortuna: “¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor. ¡Y huimos!” (12). La insensatez del hombre tiene un costo ineludible, pues ese mandato lo marcará durante el resto de la novela. Ya que al final de la primera parte de la misma, se muestra a un protagonista que no posee ni lo uno ni lo otro.
Desde la perspectiva de aquél, Barrera provoca que Alicia, junto con Griselda, se aparte de su presencia. Circunstancia que lo obliga a salir de Casanare para alcanzarlos y matarlos. El protagonista se torna más pesimista porque al testificar el incendio de la casa de Franco, misma que le sirvió de morada, comprende de forma (tal vez) dolorosa que no tendrá riqueza de ningún tipo y tampoco logrará concretar, en lo inmediato, un aspecto esencial de la virilidad: ser padre.
Al contemplar las llamas, Cova está desengañado y pleno de un deseo violento[4] de venganza: “[…] sentí deleite por todo lo que moría a la zaga de mi ilusión, por ese océano purpúreo que me arrojaba a la selva, aislándome del mundo que conocí […] ¿Qué restaba de mis esfuerzos, de mi ideal y mi ambición? ¿Qué había logrado mi perseverancia contra la suerte? ¡Dios me desamparaba y el amor huía!… En medio de las llamas empecé a reír como Satanás!” (104). Se entiende que él deja de ser ingenuo para volverse alguien pragmático, no obstante, al internarse en la selva su actitud idealizadora persiste sobre el mismo lugar en el que se interna.
En este sentido, ya para la segunda parte de la novela, el narrador, que también protagoniza el relato, se refiere a dicho espacio, que enmarcará su tragedia, de una forma poética. Él expresa: “¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?” (106). La pregunta es retórica, ya que el propio Cova es un cautivo de su propio deseo de venganza, por ello elige una senda sin retorno posible. Y para el lector resulta evidente que mira al lugar de manera ideal, pues previamente la califica como esposa del silencio y madre de la soledad; no hay un cariz negativo. Sin embargo, su perspectiva cambiará drásticamente en el tercer apartado de la obra.
Asimismo, de acuerdo a la crítica,[5] en la alusión a la selva es posible “evocar que la relación de la naturaleza y el hombre no solamente se caracteriza por la dinámica entre el enfrentamiento del hombre, una naturaleza hostil y enfurecida […] También existe un sentimiento de distancia y de mundo desconocido que para el humano la selva representa, como lo es en este caso de la selva que rodea Arturo Cova”.[6] Al respecto, el narrador-protagonista de la obra posee una perspectiva del espacio que se encuentra mediada por su cultura citadina.
Es alguien que mira lo otro como extraño e incivilizado, sean otros hombres o la naturaleza en sí: “El miedo y el desasosiego que Cova expresa rodeado de la naturaleza selvática puede ser interpretado como símbolo de acercamiento cosmopolita y citadino hacia la naturaleza”.[7] El acercamiento que lleva a cabo el narrador refleja su pragmatismo.[8]
Más adelante en la narración, las palabras de Pipe durante una pesadilla vienen a dar al traste con esa pátina de idealismo con que miraba al espacio el propio Cova: “¡Selva profética, selva enemiga! ¿Cuándo habrá de cumplirse tu predicción?” (148). Y conforme avanza el relato, la selva se va degradando al perder su belleza ante los ojos del protagonista y se torna en un enemigo implacable tanto para él como para los caucheros (indígenas) que viven aprisionados en ella y sometidos a la explotación de hombres blancos “más civilizados”.[9]
De hecho, Clemente Silva –personaje que busca a su hijo secuestrado internándose en ese espacio natural– es elocuente a propósito del cambio que produce la selva en los seres humanos: “[…] la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino y la codicia quema como fiebre. El ansia de riquezas convalece el cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones” (179-180). Vale reiterar que el espacio natural, representado en la obra, se convierte en un personaje verdadero y antagonista del propio Cova; algo semejante le ocurrirá al personaje central de la película que se abordará posteriormente.
La selva no le da tregua alguna, particularmente cuando Cova se encuentra inmerso en sus pensamientos que lo atormentan: “[…] principié a notar que mis pantorrillas se hundían en las hojarascas y que los árboles iban creciendo a cada segundo, con una apariencia de hombres acuclillados, que se empinaban desperezándose hasta elevar los brazos verdosos por encima de la cabeza” (235). Sin duda, de a poco se va acercando a una revelación primordial.
A saber, la anagnórisis donde deja por completo de lado su perspectiva cosmopolita, va precedida por un estado de alucinación de un narrador presa del miedo. Clemente le dice que nadie sabe la razón por la cual la selva trastorna a cualquiera que se aventure en ella. Aun precisa que los árboles parecían amistosos y risueños en un parque o en un camino, pero donde se ubican se vuelven malos, violentos e hipnotizantes. Después Cova precisa: “Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales” (237). Él lucha por conservar la lucidez en un ámbito difícil.
La actitud del protagonista pareciera explicarse por el exceso de racionalidad. Para él “[…] la carne es fatalmente triste, y fatalmente, también, es indomable. Se jacta de que, pese a su ‘estado nervioso’, tiene pleno dominio de sus facultades mentales. En realidad, pareciera a punto de volverse loco –por el sexo y por la selva– y debe sobreponerse, dándose ánimos, gracias a su mente racional […]”.[10] No obstante, dicha racionalidad sucumbe a los anhelos de venganza.
Ya que poco antes de concluir el relato, Cova llega al lugar donde están las dos mujeres, Alicia y Griselda, y Barrera, su rival. Éste y aquél se enfrentan en una lucha cuerpo, luego Barrera cae en las orillas de una corriente de agua y varias pirañas devoran su carne hasta que muere. Pleno de un comportamiento sádico, el narrador obliga a Alicia a mirar ese cuerpo inerte. Más adelante, ese narrador se interna en una embarcación, junto con las mujeres y su primogénito, a otros parajes inhóspitos de la selva que los termina por engullir, sellando así su sino trágico.
Para el lector, en La vorágine se culmina de forma destacada la base de cualquier historia contable, pues Rivera “[…] trabaja con imaginación, intuición y una verdad aparente, cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer”.[11]
El autor supo contar en su obra una historia imperecedera[12] que denuncia una tragedia social y la tragedia personal de un hombre que no consigue desprenderse del hado trágico y de la naturaleza implacable que provocan su caída. Una historia que sigue causando una enorme fascinación en cualquier lector que decida introducirse, sin escrúpulo alguno, en la vorágine.
Bibliografía:
Domínguez Michael, Christopher. “La vorágine, de José Eustasio Rivera. El fin de una posposición”, en Revista de la Universidad de México, 2023. Disponible en: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/ebbf19bd-7132-41df-9be4-ad3a468fa731/la-voragine-de-jose-eustasio-rivera
Durán, Jeritza. “Decires duales de la selva frente al avance de la modernidad. Un enfoque ecocrítico en la novela La vorágine de José Eustasio Rivera (1924) y en el cuento ‘Anaconda’ (1921) de Horacio Quiroga” (tesina). Universidad de Estocolmo, 2021. Disponible en: https://www.diva-portal.org/smash/get/diva2:1564010/FULLTEXT01.pdf
Rivera, José Eustasio. La vorágine, Planeta-De Agostini, Barcelona, 1985, 286 Pp.
Rulfo, Juan. “Una verdad aparente”, en Espejo en el camino, selección y prólogo María Eugenia Mudrovcic, UNAM, México, 1988, pp. 45-46.
[1] Palabras que no citaré, pero que ya se ganaron su lugar en la cultura popular. Asimismo, son dignas de expresarse si la “diosa fortuna” te da la espalda.
[2] La vorágine, 1985, p. 11. En las siguientes citas textuales se indicará solamente el número de página entre paréntesis en el cuerpo del texto
[3] Sobre la perspectiva ideal del amor en la novela, véase “La idealización del amor y la mujer en La vorágine” (2008), de Carlos Daniel Ortiz Caraballo.
[4] Para el investigador Christopher Domínguez Michael la novela exhibe una gran violencia sexual. Véase “La vorágine, de José Eustasio Rivera. El fin de una posposición.
[5] Debo precisar que me apoyo en la perspectiva de la ecocrítica; escuela que indaga en la representación de la naturaleza en la literatura y que surgió durante la última década del siglo XX.
[6] Jeritza Durán, p. 19.
[7] Ibid.
[8] Según Durán: “[…] la actitud del hablante hacia la selva como síntoma de la actitud de la sociedad citadina hacia la selva, actitud que contribuye a la visión extractiva y por tanto al ingreso de la maquinaria de la Modernidad en la selva”, ibid., p. 20.
[9] Durán precisa: “La novela resalta principalmente la explotación violenta que golpeó la durante el apogeo de la fiebre del caucho alrededor del siglo XX. A través de esta novela […] se retratan y denuncian las catástrofes ambientales que el negocio del caucho provocaba, también los abusos hacia los grupos étnicos y comunidades locales, esas condiciones precarias e infrahumanas que los obreros de dichas empresas experimentaban en el corazón de la selva y en el centro de la actividad extractiva”. Ibid., pp. 14-15.
[10] Cristopher Domínguez Michael, s. p.
[11] Juan Rulfo, p. 46.
[12] Vale destacar un dato curioso: la obra de Rivera tiene una adaptación fílmica en México, denominada La vorágine. Abismos de amor (1949), dirigida por Miguel Zacarías (director de la célebre Ahí viene Martín Corona) y protagonizada por Alicia Caro; una de las primeras actrices colombianas que triunfó en otros países como México.