Juan Rulfo (Apulco-1917, Distrito Federal-1986), el autor de “El llano en llamas”, “Pedro Páramo” y “El Gallo de oro”, no es sólo el escritor narrativo más original de nuestras letras sino el que desplegó la mirada más penetrante y profunda sobre el alma del mexicano, para describir lo que había en ella: el nudo de la contradicción que pende de una infinita nada.
El poeta Efrén Hernández, del “Grupo de los Ocho”, lo descubre escribiendo en sus horas libres la novela “El hijo del desaliento”, que tacha y borra de aquí al infinito hasta que de ella no queda sino un montón de papeles arrugados y hechos bola, cuyo destino final es el cesto de la basura. El ritual de arrumbar y desechar lo escrito se repite diariamente, hasta que el propio Hernández convence a Rulfo de no tirar ninguna cuartilla, de cuidar y pulir los productos de la imaginación y eventualmente publicarlos. Así aparece, en la revista “América”, en 1948, el cuento “La cuesta de las comadres”.
Con el paso de los años, la relación de Rulfo con otros escritores y sus lecturas de William Faulkner, Knut Hamsun, Elio Vittorini, Joao Guimaraes Rosa, Sumito Yamashita, Alejandro Dumas y Víctor Hugo, nutren y depuran su estilo y fecundan en él el ansia de llevar a la literatura la feracidad de la tierra, el desamparo del desarraigo en la gran ciudad, la injusticia de la revolución, el dolor de no ser sino lunar o luz contradictoria de lo humano en la tierra.
Si bien Rulfo logró un estilo narrativo peculiar y luminosamente magistral en toda su obra, por su manera de tocar el alma de sus personajes y de enfocar su drama, habría que decir, sin embargo, desde la vertiente narrativa, que el Revueltas de “Dios en la tierra” es el que más se le aproxima, en tanto que hay un secreto juego de espejos entre los mundos narrativos de Rulfo y la prosa reposada e inteligente de Octavio Paz, sobre todo en “El laberinto de la soledad”. Entre la prosa narrativa de uno y la prosa de reflexión del otro, la sed de absoluto y la lógica del desamparo parecen ser el hipervínculo que hermana a dos autores, cuyas obras se publican casi al mismo tiempo.
El ingreso a la República de las letras de Juan Rulfo es como el nacimiento de un manantial de silencios, detrás del cual sólo hay frazadas de silencio que se van haciendo fraseologías de palabras. Y hay que admirar el temperamento y el tesón artístico de este hombre, porque de esta clase de hombres se dan muy pocos y en tiempos que distan mucho uno del otro. La otra imagen que describe a Rulfo es la del volcán, tanto porque nace en las costuras profundas de la tierra como por la ígnea brevedad de su fugaz resplandor.
En “El llano en llamas” (1953) y en “Pedro Páramo” (1955) hay una filosofía animista del mexicano que Bachelard, más que Freud y Lacan, podría explicar en cada uno de sus recovecos y resonancias. Sobre todo en “Pedro Páramo” (que en 1954 se anunciaba como “Los murmullos” o “Una estrella junto a la luna”) Rulfo no es sólo el autor del ensimismamiento y la melancolía en la literatura mexicana, sino la memoria viviente de nuestros parientes muertos y la única pluma capaz de levantar de su tumba a la República de espectros, demonios y fantasmas que circulan a través de la sangre del mexicano.
Si Comala es el mito literario más logrado y simbólico de nuestra literatura, Susana San Juan es el personaje femenino más intenso y complejo de las letras mexicanas. Viéndola a ella, a Susana San Juan, uno se pregunta cómo pueden caber tanta pasión, tanta dicha y tanto dolor en una “mujer que no era de este mundo”.
En estos tiempos en que tanta mortandad criminal trae asustada a la misma muerte, y cuando el Hades no se da abasto en el acomodamiento de la vasta confederación de las ánimas, el propio Rulfo -experto en las nomenclaturas de la muerte- andaría hecho bolas entre los nombres de los vivos y los nombres de los muertos. ¡Válgame el santo San Antoñito!
Hay ahí, en el relato “Nos han dado la tierra”, una expresión jocosa que alude a la parodia de reparto agrario que vivió México al terminar la revolución, pero que es también la expresión de uno de los dolorosos sinsentidos de la pobreza: “Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”.
A contrapelo de la largueza de su nombre de pila, que era el de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, él prefirió el lacónico Juan Rulfo como nombre artístico.
Pese a que pudo, por sus recursos y su intensa vida interior, producir una obra más vasta y exuberante que tres títulos literarios y algunos guiones, él decidió que todo lo que tenía que decir ya lo había escrito, entre otras cosas, porque en la brevedad se esconde -a veces- la riqueza de la intensidad.
Creador de un laconismo virtuoso en la literatura mexicana, la de Juan Rulfo es la literatura de un viaje hacia el no se sabe dónde. En el relato “Luvina”, al llegar a las goteras del pueblo, Rulfo describe la geografía infructuosa de su tiempo y el nuestro, poniendo en labios del personaje la pregunta atónita que hoy, en México, todos nos hacemos: “¿En qué país estamos, Agripina?… ¿Qué país es este, Agripina?”.
Pisapapeles
En más de un sentido, todos en México llevamos un Juan Rulfo en la sangre; pero una cosa es cierta: México no es ya el llano reseco de ningún Pedro Páramo.
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