A fines del siglo 19, en las candentes tierras de los estados nordestinos de Sergipe y Bahía, en Brasil, tuvo lugar una sublevación campesina, liderada por un carismático predicador, el apóstol Ibiapina, contra el sistema métrico decimal. Los rebeldes, apodados los quiebraquilos, asaltaban las tiendas y almacenes y destrozaban los nuevos pesos y medidas -las balanzas, los quilos y los metros- adoptados por la monarquía con el propósito de homologar el sistema brasileño al predominante en Occidente y facilitar de este modo las transacciones comerciales del país con el resto del mundo. Este intento modernizador pareció sacrílego al padre Ibiapina y muchos de sus partidarios murieron y mataron tratando de impedirlo. La guerra de Canudos, que estalló pocos años después en el interior de Bahía, en contra del establecimiento de la República brasileña, fue también un heroico, trágico y absurdo empeño para detener la rueda del tiempo sembrando cadáveres en su camino.
Las rebeliones de los quiebraquilos y de los vagunzos, además de pintorescas e inusitadas, tienen un poderoso contenido simbólico. Ambas forman parte de una robusta tradición que, de un extremo a otro del continente, ha acompañado la historia de América Latina, y que, en vez de desaparecer, se acentuó a partir de la emancipación: el rechazo de lo real y lo posible, en nombre de lo imaginario y la quimera. Nadie la ha definido mejor que el poeta peruano Augusto Lunel, en las primeras líneas de su Manifiesto: “Estamos contra todas las leyes, empezando por la ley de gravedad”.
Rechazar la realidad, empeñarse en sustituirla por la ficción, negar la existencia vivida en nombre de otra, inventada, afirmar la superioridad del sueño sobre la vida objetiva, y orientar la conducta en función de semejante premisa, es la más antigua y la más humana de las actitudes, aquella que ha generado las figuras políticas, militares, científicas, artísticas, más llamativas y admiradas, los santos y los héroes, y, acaso, el motor principal del progreso y la civilización. La literatura y las artes nacieron de ella y son su principal alimento, su mejor combustible. Pero, al mismo tiempo, si el rechazo de la realidad desborda los confines de lo individual, lo literario, lo intelectual y lo artístico, y contamina lo colectivo y lo político -lo social-, todo lo que esta postura entraña de idealista y generoso desaparece, lo reemplaza la confusión y el resultado es generalmente aquella catástrofe en que han desembocado todas las tentativas utópicas en la historia del mundo.
Elegir lo imposible -la perfección, la obra maestra, el absoluto- ha tenido extraordinarias consecuencias en el ámbito de lo creativo, del Quijote a La guerra y la paz, de la Capilla Sixtina al Guernica, del Don Giovanni de Mozart a la segunda sinfonía de Mahler, pero querer modelar la sociedad desconociendo las limitaciones, contradicciones y variedades de lo humano, como si hombres y mujeres fueran una arcilla dócil y manipulable capaz de ajustarse a un prototipo abstracto, diseñado por la razón filosófica o el dogma religioso con total desprecio de las circunstancias concretas, del aquí y del ahora, ha contribuido, más que ningún otro factor, a aumentar el sufrimiento y la violencia. Los veinte millones de víctimas con que, sólo en la Unión Soviética, se saldó la experiencia de la utopía comunista son el mejor ejemplo de los riesgos que corren quienes, en la esfera de lo social, apuestan contra la realidad. El inconformismo que significa vivir en pugna con lo posible y con lo real, ha hecho que la vida latinoamericana sea intensa, aventurera, impredecible, llena de color y creatividad. ¡Qué diferencia con la bovina y sosegada Suiza, donde escribo estas líneas! He recordado en estos días atrozmente plácidos, aquella feroz afirmación de Orson Welles a Joseph Cotten, en El tercer hombre, la película de Carol Reed que escribió Graham Greene: “En mil años de historia, los civilizados suizos sólo han producido el reloj cucú” (o algo así). En realidad, han producido, también, la fondue, un plato desprovisto de imaginación, pero decoroso y probablemente nutritivo. Con la excepción de Guillermo Tell, quien, por lo demás, nunca existió y debió ser inventado, dudo que jamás haya habido otro suizo que perpetrara ese sistemático rechazo de la realidad que es la más extendida costumbre latinoamericana. Una costumbre gracias a la cual hemos tenido a un Borges, un García Márquez, un Neruda, un Vallejo, un Octavio Paz, un Lezama Lima, un Lam, un Matta, un Tamayo, y hemos inventado el tango, el mambo, los boleros, la salsa y tantos ritmos y canciones que el mundo entero canta y baila. Sin embargo, pese a haber dejado atrás el subdesarrollo hace tiempo en materia de creatividad artística -en ese campo, más bien somos imperialistas- América Latina es, después del África, la región del mundo donde hay más hambre, atraso, desempleo, dependencia, desigualdades económicas y violencia. Y la pequeña y bostezante Suiza es el país más rico del mundo, con los más altos niveles y calidad de vida que ofrezca un país de hoy a sus ciudadanos (a todos, sin excepción) y a muchos miles de inmigrantes. Aunque es siempre aventurado suponer la existencia de leyes históricas, me atrevo a proponer ésta: el progreso social y económico está en relación directamente proporcional al aburrimiento vital que significa acatar la realidad e inversamente proporcional a la efervescencia espiritual que resulta de insubordinarse contra ella.
Los quiebraquilos de nuestros días son los millares de jóvenes latinoamericanos que, movidos por un noble ideal, sin duda, acudieron a manifestarse en Porto Alegre contra la globalización, un sistema tan irreversible en nuestra época como el sistema métrico decimal cuando los seguidores del apóstol Ibiapina declararon la guerra a los metros y a los quilogramos. La globalización no es, por definición, ni buena ni mala: es una realidad de nuestro tiempo que ha resultado de una suma de factores, el desarrollo tecnológico y científico, el crecimiento de las empresas, los capitales y los mercados y la interdependencia que ello ha ido creando entre las distintas naciones del mundo. Grandes perjuicios y grandes beneficios pueden resultar de esta progresiva disolución de las barreras que, antes, mantenían a los países confinados en sus propios territorios y, muchas veces, en franca pugna con los demás. El bien y el mal que trae consigo la globalización depende, claro está, no de ella misma, sino de cada país. Algunos, como España en Europa, o Singapur en el Asia, la aprovechan espléndidamente, y el colosal desarrollo económico que ambos han experimentado en los últimos veinte años ha resultado en buena parte de esas masivas inversiones extranjeras que estos dos países han sido capaces de atraer. Los cito a ambos porque son dos ejemplos excepcionales de los extraordinarios beneficios que una sociedad puede sacar de la internacionalización de la economía. (Singapur, una ciudad-estado de tamaño liliputiense, ha recibido en los últimos cinco años, más inversiones extranjeras que todo el continente africano).
En cambio, no hay duda alguna que a países como a la Nigeria del difunto general Abacha, al Zaire del extinto Mobutu y al Perú del prófugo Fujimori, la globalización les trajo más perjuicios que beneficios, porque las inversiones extranjeras, en vez de contribuir al desarrollo del país, sirvieron sobre todo para multiplicar la corrupción, enriquecer más a los ricos y empobrecer más a los pobres. Nueve mil millones de dólares ingresaron a las arcas fiscales peruanas gracias a las privatizaciones efectuadas durante el régimen dictatorial. No queda, de ello, un solo céntimo, y la deuda externa ha crecido, desde el golpe de Estado de 1992, en cinco mil millones de dólares. ¿Qué magias, qué milagros volatilizaron esas vertiginosas sumas sin que de ellas licuara prácticamente nada a esos veinticinco millones de peruanos que viven hoy la peor crisis económica de toda su historia, con récords de desempleo, hambre y marginación? Aunque parte importante de ellas se derrochó en operaciones populistas, y, otra, comprando armamento viejo con facturas de nuevo, la verdad es que el grueso de aquellos ingresos fue pura y simplemente robado por esa pandilla de gangsters que encabezaban Fujimori y Montesinos y los cuarenta ladrones de su entorno, y reposa, hoy, a salvo, en los abundantes paraísos fiscales del planeta. Peor todavía es la historia de lo que ocurría en Nigeria en los tiempos del general Abacha, quien, como es sabido, exigía a las trasnacionales petroleras que abonaran directamente los royalties que debían al país en sus cuentas privadas en Suiza, cuentas que, como las de Mobutu, raspan por lo visto la vertiginosa suma de unos dos mil millones de dólares. Frente a esos titanes, Vladimiro Montesinos, a quien se le calcula sólo mil millones de dólares robados, es un pigmeo.
La conclusión que se puede sacar de estos ejemplos es bastante sencilla: los perjuicios de la globalización se conjuran con la democracia. En los países donde imperan la legalidad y la libertad, es decir reglas de juego equitativas y transparentes, el respeto de los contratos, tribunales independientes y gobernantes representativos, sometidos a una fiscalización política y al escrutinio de una prensa libre, la globalización no es maldición, sino lo contrario: una manera de quemar etapas en la carrera del desarrollo. Por eso, ninguna democracia sólida, del primero o del tercer mundo, protesta contra la internacionalización de la economía; más bien la celebra, como un instrumento eficaz para progresar. La apertura de las fronteras sólo es perjudicial a los países donde los sistemas autoritarios se sirven de ella para multiplicar la corrupción, y donde la falta de leyes justas y de libertad de crítica permiten a menudo esas alianzas mafiosas entre corporaciones y delincuentes políticos de las que los casos de un Abacha, un Mobutu y un Fujimori son típicos ejemplos.
La lección que habría que extraer de estos precedentes es la necesidad imprescindible de globalizar la democracia, no la de poner término a la globalización. Pero la democracia tiene grandes dificultades para aclimatarse en países reacios, por tradición y por cultura, a aceptar la pobre realidad, el mediocre camino del gradualismo, de lo posible, de la transacción y el compromiso, de la coexistencia en la diversidad. Eso está bien para los plúmbeos suizos, tan pragmáticos y realistas, no para nosotros, soñadores absolutistas, intransigentes revolucionarios, amantes de la irrealidad y de los terremotos sociales. Por eso, en vez de exigir más globalización, luchar, por ejemplo, para que los países desarrollados levanten esas medidas proteccionistas que cierran sus mercados a los productos agrícolas del tercer mundo -una injusticia flagrante-, pedimos menos. Es decir, como el padre Ibiapina, que la rueda del tiempo se detenga, retroceda, y nos regrese al aislamiento y la fragmentación nacionalista que ha llenado a nuestros países de hambrientos y miserables. Pero, eso sí, pletóricos de riesgo, aventura, novedades, buena música y excelentes artistas.