16 abril, 2025

Mario Vargas Llosa II

Los escritores, en general, son seres heridos por algo extraordinario o profundo en algún momento o en largos tramos de su vida.

No es un hecho común ni generalizado, tampoco una constante que los abarque a todos, pero el escritor que busca la médula de las palabras y trabaja cara a cara con el lenguaje, suele llevar cicatrices en el cuerpo y heridas en el alma.

A Mario Vargas Llosa, quien murió el domingo pasado en Madrid, le ocurrieron varios accidentes vitales en su infancia, que lo marcaron y en cierto modo determinaron su vocación y su pasión por las letras.

Enviado al Liceo a muy temprana edad, donde estuvo internado, se enfrentó a la versión familiar de que su padre ya no vivía; luego, a la versión de que sí vivía y, finalmente, tras conocerlo, a la realidad de que era un tipo rudo, amargado, autoritario: un ogro.

La fatalidad no es ley de vida ni condición obligada del escritor, sea poeta, ensayista, narrador o dramaturgo, pues, como bien escribió el poeta mexicano Julio Trujillo, recientemente fallecido en Gran Bretaña: “Se puede ser poeta y ser feliz”.

Alfonso Reyes, Octavio Paz, Juan Rulfo, José Emilio Pacheco y Gustavo Sáinz también tuvieron lo suyo en materia de tragos amargos y sinsabores. Desde luego que sí. Pero no se crea que la calamidad es el signo marchito de los escritores: por lo menos, no de todos.

A Mario Vargas Llosa lo marcó la condición del padre ausente, después la de que en presencia no era un padre tierno y amoroso, sino un ogro intratable; simultáneamente, lo marcó también la herida de soledad -¿o de abandono?- en el Liceo de Lima.

Joven aún, escribió un cuento para un concurso en París, con el que obtuvo el Premio de Cuento de Radio Francia Internacional.

De las vivencias en el Liceo pergeñó, con maestría para su edad y gran sentido del humor, la novela La ciudad y los perros, con la cual conquistó un manojo importante de premios.

En su obra figuran libros de cuentos de gran maestría narrativa como Los cachorros, Los jefes y Los cuentos del Decamerón, con los que obtuvo premios de prestigio internacional en Latinoamérica y en Europa.

El hablador es una novela en la que su autor se proyecta como lo que es: un palabrólogo de gran intensidad verbal, un sujeto poseído por los significados y el sonido de la lengua, un incontinente imaginativo y lingüístico, un manantial de verbos y sustantivos.

Cuando Octavio Paz escribió un texto para el “Encuentro por la Libertad”, en Perú, del que Mario Vargas Llosa era el intelectual convocante, dijo que saludaba en él al “pensador político, al combatiente por la libertad…”, y a “la rara síntesis de la imaginación literaria y la moral pública”.

Y así como es de celebrarse (sé que para algunos no) la crítica ideológica e intelectual que hizo Vargas Llosa del marxismo y el castro-chavismo, también es digno de recordarse su sentido del humor.

A mí todavía me divierte, y enormemente, su ensayo literario ¡Abajo la Ley de Gravedad!, en el que describe al padre Ibiapina, un profeta rural y radical de principios del siglo XX en Brasil, encabezando a un grupo de sublevados contra la modernidad, bajo el grito: “¡Muera el sistema métrico decimal!”.

En un evento, alguien, confundiéndolo con García Márquez, lo felicitó con grandes aspavientos y reverencias, porque, según dijo, era para él un honor saludar al autor de “Cien años de soledad”, un libro que le había cambiado la vida. Vargas Llosa rio efusivamente por la anécdota aquella noche, y seguramente siguió riendo al recordaba muchos años después.

Aprender a reír, y a ser feliz, es parte sustantiva del oficio de aprender a vivir.


Pisapapeles

No se puede recomendar la lectura de un sólo libro de Mario Vargas Llosa, porque lo recomendable es recomendar la lectura de todos ellos, comenzando por La fiesta del Chivo.

leglezquin@yahoo.com