El acto político más genuinamente popular no es festejar el “acarreo” ni aplaudir al gobernante o al político que lo hace, sino informarse sobre las opciones en juego e ir a votar con conciencia y esperanza, sabiendo que el país no necesita un voto más, sino nuestra mejor elección.
El voto no es simplemente cruzar una boleta electoral y depositarla en la urna: es nuestra voluntad intentando cruzar un pantano de lodo con la esperanza de lograr un cambio verdadero.
Más que cumplir con un trámite de compromiso o con un ritual social, el sufragio encarna lo que somos y lo que queremos y es un derecho, un deber y una obligación de todos.
Por el voto elegimos a dónde queremos ir y escogemos al chofer que se haga cargo del volante: el destino de quien elige y escoge mal es estrellarse contra el peñasco y acabar mordiendo el polvo; el de quien escoge bien, es corroborar la certeza de una decisión bien tomada.
El voto es un acto fundacional del poder ciudadano, que se renueva periódicamente en el pacto de las urnas: es frente a la urna donde el elector decide soberanamente quien ha de hacerse cargo de sus intereses y de llevar a buen puerto el destino colectivo.
El voto empodera al ciudadano y hace de él rey de sí mismo y señor de la República, al que nadie puede chantajear con un placebo o intimidar de cualquier otra forma, porque su potestad se sitúa -al emitir su voto- por encima del engranaje burocrático y gubernamental.
Si hemos de creer a lo que Pep Guardiola dijo del futbol, que su importancia iba más allá del deporte “porque es un caso de vida o muerte”, quizá debamos convenir en que todas las cosas importantes que ocurren en política son un asunto de vida o muerte, sobre todo cuando de decidir el futuro se trata.
Las elecciones son como el futbol: son “un caso de vida o muerte” en el que una elección equivocada convoca la destrucción y una elección acertada significa la posibilidad de corregir el ayer y de enderezar el presente.
Hay una teología del voto y de la decisión popular en Santo Tomás de Aquino que justifica el “tiranicidio”. No se trata, por supuesto, de llegar a tanto, cuando lo sensato es ser sensatos para tomar decisiones sensatas que nos lleven al gobierno de la sensatez.
Noticia de última hora: la sensatez no es el platillo más común en la mesa de nuestro hermano el Pueblo.
Hay también una filosofía del sufragio que viene de Grecia, pasa por Roma, se ilumina con Alexis de Toqueville y renace en la Revolución Francesa.
Las contiendas y las batallas en una democracia hacen del voto la madre de todas las soluciones: el voto es la última aduana de la solución pacífica y racional del conflicto, antes de que todo en el espacio público tenga que dirimirse a golpes o con el ciego lenguaje de las armas.
Y ahí está Karl R. Popper, ponderando con sabiduría dos de las modestas virtudes de la democracia: permite matar las ideas para no matar a los hombres, pero, además, nos permite deshacernos de un mal gobierno sin matarnos.
En “La casa de la contradicción”, Jesús Silva-Herzog Márquez explica con sencillez lo que no puede y lo que sí puede la democracia: “La democracia no podrá asegurar la llegada de un gobierno virtuoso y competente, pero sí puede desechar malos gobiernos”.
El voto de cada ciudadano tiene un poder que, con mucha frecuencia, el propio ciudadano ignora: es tan poderoso que si se emplea mal puede conducir a frustrar el destino de toda una generación y, si se usa bien, puede enderezar el destino de una generación y con tiempo y paciencia el de un país entero.
Emplear bien el voto es ejercerlo con libertad, más allá de apetitos personales y de dádivas clientelares, para que el ego y la propia conveniencia no contaminen una decisión personal que es de la mayor trascendencia para el país.
Usar bien el voto, con racionalidad y decencia, invariablemente conduce a castigar al rufián y al embustero y a premiar al capaz y al inteligente.
En suma, la participación popular no tiene por qué traducirse en sumisión, en asentimiento mecánico: puede manifestarse como diálogo, crítica o divergencia. Y en esto radica, precisamente, el valor y la importancia del voto: en la capacidad de decir NO a un poder establecido que se basa en el control clientelar y el palabreo, pero no en dar positivos resultados de gobierno a la altura de la gente.
Pisapapeles
En las elecciones de 2024 sólo hay dos opciones: democracia o dictadura. En la democracia podemos quitar a un gobierno en el momento que no nos sirva; en la dictadura, difícilmente podremos quitarlo dentro de veinte, cuarenta o sesenta años. Que nadie confunda las opciones: ni se hagan ni nos hagamos bolas.
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