No hay duda de que el actual inquilino de Palacio, el presidente López Obrador, pasará a la historia. Incluso lo merece, al margen de las tormentas que su inclusión provoque.
Si se lo juzga y evalúa por lo que según algunos ha hecho “bien”, entrará a la historia por la puerta grande y principal; pero si se los califica a él y a su gobierno por los males que produjo y los que hereda, también ingresará a la historia, pero por la puerta trasera.
Pero de que ingresará a la historia, por una puerta o una rendija, eso es un hecho.
En seis años de gobierno, casi todo lo que hizo bien lo hizo para favorecer a su grupo de poder: políticos, empresarios, familiares, cuates y redes clientelares. Incluso, lo último que hizo bien, antes de irse, fue para encubrir a su familia y blindarse el mismo las espaldas: quedarse con el poder a la mala y a la mala ejecutar una reforma judicial, pues sabe que lo que hizo mal y sus presuntas ligas con los cárteles podrían desatar la persecución judicial del Departamento de Estado y de la DEA, lo que no lo tiene muy tranquilo.
Se sabe que Anthony Blinken y la DEA traen dos pendientes: Venezuela, cuyo más reciente proceso electoral dio el triunfo a Edmundo González Urrutia, y México, donde una estafa electoral probada y una reforma judicial son los alfileres de un régimen dictatorial.
En el caso de México, el enojo, la frustración y la impotencia son grandes y compartidas. El gobierno que se va nunca quiso ver el daño que le hacía a México, avalado por la ceguera y el fanatismo de ciertos seguidores. No vio a las víctimas, a los desaparecidos ni a los desplazados por la violencia criminal, ni le interesó; no vio a la oposición para dialogar y llegar a acuerdos con ella, como corresponde al temple de un demócrata, sino para cubrirla de insultos, denuestos y descalificaciones; no vio al país que en un acto de nobleza le dio los votos y el poder, porque su causa en el fondo (las cifras y “obras encriptadas” lo evidencian) fue y es otra: la caja fuerte del hurto y el saqueo, la patria de la chequera y el bolsillo.
Veo con tristeza el suicida entusiasmo de los que festejan con miopía lo que hoy se destruye; de quienes aplauden la muerte y la desaparición del otro con convicción; de los que creen que un ´México de cuarta´ lo merecemos todos; de quienes ven en el populismo criollo la Montaña Mágica o la Tierra Prometida. Si no hay rectificación, las cenizas lo cubrirán todo, incluidos los que por un mendrugo de pan o una limosna clientelar hipotecaron la flor y la entraña de su propio país.
Aquel que entona himnos a la uniformidad sin saber que su ritual es una celebración de la barbarie, será tocado por el olor nauseabundo del drama, pues la ortodoxia ideológica es el campo de juego del dogma en materia política.
Si tuviera que escribirse una obra de psicología social sobre el dolor que produce un país, esa obra tendría que ser anclada y sufrida en los años oscuros en que el ´Atila tropical´ tomó y ejerció el poder a placer.
Gobernar un país con una agenda personal, sin colocar la agenda de minorías y mayorías en el centro de la vida pública, es un modo caprichoso, personalista y antidemocrático de gobernar. Fue lo que hizo, ni más ni menos, el cesarismo despótico del inquilino de Palacio.
Las inflamaciones retóricas son, con frecuencia, un sustituto ruidoso de la falta de ideas y una máscara de la ineptitud. Así, las invocaciones al amor a la patria son delirios de demagogos, excusas de incapaces. Amar a la patria, para algunos, es asunto de “palabrería” y ocasionalismo político; para otros, es asunto de eficacia.
Cuando verdaderamente se ama a la patria, se aturde más al auditorio con la elocuencia de los hechos y de lo hecho, que con la incontinencia verbal del “palabreo” y el grito destemplado. La distancia que hay entre el orador responsable y el demagogo es una: el silencio sustantivo y la sustancia de la palabra. El verbo desatado e incontinente es asunto de mequetrefes de la política.
López Obrador deja un país envenenado y varias herencias envenenadas. Pero no lo culpemos de todo a él: la mitad de la culpa no es suya sino de su tóxica personalidad; la otra mitad es culpa de quienes, con la cobardía de su opinión o de su voto, comprobaron las grandes aberraciones de su gobierno y no le pusieron límites: le dieron cuerda y le aplaudieron hasta el límite de la ignominia. A estos, el México que amanece entre sombras volteará a verlos con muy poca conmiseración.
El veneno central de su legado remite al recuerdo de lo que han sido las dictaduras y los populismos en Latinoamérica y el Caribe, tanto en el XX como en el XXI. Getulio Vargas, en Brasil; Alfredo Stroessner, en Paraguay; Rafael Leónidas Trujillo Molina, (a) “El Chivo”, en Dominicana; Francois Duvalier y su hijo Baby Doc, en Haití; Jorge Rafael Videla, (a) “La Pantera Rosa”, en Argentina; José Augusto Pinochet Le Bert, en Chile; Fidel y Raúl Castro Ruz, en Cuba; Anastasio Somoza y Daniel Ortega, en Nicaragüa; Hugo Chávez Frías y Nicolas Maduro, en Venezuela.
Si López Obrador sentó y selló las bases de una dictadura populista en México, lo sabremos muy pronto: señales ya las hay, pero señales y evidencia serían el lenguaje rotundo de los peligros que aquí hemos señalado.
Si la señora Sheinbaum va a gobernar, asunto del que no estamos seguros, por su propio bien y el de México le hacemos dos sugerencias atentas y respetuosas: deje en manos del PJ la invalidez o no de la reforma judicial, pues los recursos legales frente a ella no están agotados sino más vivos que nunca; en segundo lugar, si está resuelta a gobernar, hágalo sin la sombra del caudillo.
Pisapapeles
Según el refrán popular, hay un tiempo de lanzar cohetes y otro para recoger las varas. ¿A qué hora de México estamos?
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