¿CRISIS U ORFANDAD?
Una mirada sobre las democracias occidentales
María Luisa Maillard García
La palabra crisis, que hoy en día se encuentra en boca de todos, tiene en nuestros tiempos un adjetivo dominante: “económica”, y el olvido de otro sintagma que antes se le adhería como su propia piel: “de valores”. La economía domina el lenguaje de la crisis con un solo y aparentemente aséptico objetivo: el crecimiento, mientras que desecha cualquier adyacente valorativo que sugiera una visión nada deseable: el ocaso de una civilización y la necesaria reflexión sobre sus causas profundas.
Los economistas hablan mucho de la panacea del “crecimiento”, como salida de esta crisis demediada de su aspecto valorativo, y olvidan la pregunta que insistentemente Joan Robinson[i], discípula de Keynes, le hacía a sus colegas: “¿Para qué sirve el crecimiento?, ¿para aumentar las desigualdades de consumo?, subrayando cómo la mentalidad exclusivamente mercantil destruye los valores humanos. Pregunta que sigue siendo pertinente hoy en día, habida cuenta del creciente distanciamiento de ricos y pobres que apreciamos en todos los países del mundo, fenómeno unido a un regreso de “los señores de la guerra”[ii] en muchos puntos calientes del planeta.
El enriquecimiento desmesurado de una minoría frente a la gran masa de la población no es un fenómeno nuevo en los países occidentales. En su etapa actual, el proceso se inició en la fase de crecimiento de las décadas de los ochenta y los noventa del siglo XX; pero no hay duda de que se está agudizando y haciéndose cada vez más visible desde la crisis de 2008. El problema de Joan es que esa pregunta no era económica sino ética y se podría sintetizar en esta otra: ¿qué mundo estamos construyendo?, y ya sabemos que ese tipo de preguntas no tienen cabida en los negocios.
No han sido ajenas las crisis a la evolución del sistema capitalista, especialmente en la fase del capitalismo industrial y han dado lugar a profundas reflexiones no sólo económicas, sino sociales y políticas. Recordemos la crisis del 24 de agosto de 1857, debido a la quiebra de Ohio Life and Trust Company, que afectó a Estados Unidos y Rusia, pasando por Inglaterra y Alemania. Una de las diferencias de esta crisis actual, respecto a épocas anteriores, es precisamente que el adjetivo “económica” se ha impuesto sobre cualquier otra consideración moral, ética, social, antropológica o metafísica. La economía ha pasado a ser el discurso dominante de la época y se ha tragado el término de crisis, relegando al olvido el de decadencia. ¿Qué ha pasado con los valores humanos? ¿El mundo occidental ya sólo se rige por una mentalidad exclusivamente mercantil, por el único criterio de rentabilidad económica?
No es que en épocas anteriores no hubiese habido reflexiones específicas sobre las crisis económicas y aquí es obligado remontarse a Marx, el primero en elaborar un esbozo explicativo de las crisis y los ciclos económicos del capitalismo, inherentes a su sistema de producción. Frente al liberalismo de Jean Baptiste Say y David Ricardo, que defendían la existencia de un mercado equilibrado en continua expansión, ya que es la oferta la que determina la demanda, Marx entendía que el ciclo económico de prosperidad iba unido a una especulación desmedida, a la que seguía un periodo de crisis, ya que el capitalismo necesitaba autodestruirse periódicamente para volver a generar beneficios. El objetivo del capitalismo no era satisfacer las necesidades de la población sino la máxima revalorización del capital.
Parece que en este asunto Marx no andaba descaminado como lo prueban las crisis de 1929 y la actual. Sin embargo, la alternativa social y política al sistema capitalista, encarnada en el comunismo soviético, finaliza el 9 de noviembre de 1989 con la caída del muro de Berlín y el derrumbe posterior de la República soviética. Aunque los problemas teóricos de los regímenes comunistas, ya puestos en evidencia por Hanna Arendt en 1951 en su libro Los orígenes del totalitarismo, y a los que no será ajena, como veremos, María Zambrano, no invalidan algunos de su aciertos, entre ellos, su certera visión de la evolución del capitalismo, el neoliberalismo impone a partir de ese momento un despliegue monocolor que obvia cualquier reflexión ética y que a día de hoy se aprecia imparable.
Pero además, esta crisis actual que se inicia en el año 2008 con la quiebra de Lehman Brothers, presenta unas características propias sobre las que conviene detenerse porque, unidas a un creciente deterioro de las democracias, van a afectar de forma decisiva a la vida de las personas, y puede que en dicho proceso la misma concepción de lo que ha sido la civilización occidental quede tocada de muerte. En términos puramente económicos, esta crisis consolida el capitalismo financiero que domina ya en los años ochenta y noventa del siglo XX, como la tercera fase del capitalismo, cuyas dos primeras fueron el capitalismo comercial y el industrial. En este capitalismo, el poder económico pasa de las compañías industriales a los grandes consorcios de inversión e inaugura una nueva etapa para la sociedad en la que finaliza el tipo de trabajo a jornada completa y para toda la vida, que caracterizó el mejor capitalismo industrial e hizo posible el estado del bienestar en algunos países europeos, para inaugurar una época de trabajo precario, altamente cualificado, mal remunerado y de gran diversidad, que ya no va a poder asumir la ingente mano de obra no cualificada proveniente de los países menos desarrollados, muchos de ellos en situaciones de conflicto, y que clama a las puertas de los más desarrollados.
Esta dinámica arrumba además los viejos conceptos de clases sociales en aras de un mundo global, dividido entre una minoría dominante inmensamente rica y una nueva mayoría abocada a una economía de subsistencia, caracterizada por su disgregación y fragmentación. En este nuevo mercado, actividades como las humanidades y las artes que el Estado no pueda subvencionar, no tienen ya cabida. Y las prioridades del Estado, si quiere mantenerse en las democracias occidentales, según ha analizado detenidamente Ignacio Sotelo[iii], no irán en esa dirección sino en la de evitar un estallido social, procurando una mínima cobertura para la mayoría de los expulsados del sistema y potenciando al máximo el “entretenimiento” de sus súbditos. La vieja fórmula de Panem et circenses.
¿No es esta una situación que requeriría una profunda reflexión sobre qué ha sucedido en la cultura occidental y dónde nos hemos equivocado? ¿Por qué no existen hoy en día como si existían aún en la primera mitad del siglo XX reflexiones sobre la crisis de principios en que se hallaba sumida la cultura del mundo occidental, representada aún por Europa? No hay más remedio que retroceder al momento de la llamada “crisis de fin de siglo”, en la que no pocos intelectuales alertaron sobre la deriva de dicha cultura, que ha continuado su marcha imparable y que nos ha conducido hasta nuestros días, en que como ya hemos dicho la “crisis económica” parece haber monopolizado el término de crisis.
La crisis de fin de siglo puso en solfa la deriva del racionalismo que había abierto un horizonte habitable para el mundo occidental desde la antigua Grecia hasta finales del siglo XIX. Quizá haya que analizar más detenidamente las razones y los argumentos de dicha crítica, que encontramos, entre otros, en autores como Nietzche, Dilthey o Max Sheller; y en el área hispánica Ortega y Gasset y su discípula María Zambrano, para orientarnos sobre nuestra actual situación. Para no extendernos en demasía, dada la larga nómina de autores que pensaron la crisis, vamos a remitirnos, antes de detenernos en las reflexiones de María Zambrano, a las conferencias que Hedmund Husserl impartió en Viena en 1935, bajo el título “La Filosofía en la crisis de la Humanidad europea”[iv]. Para Husserl el supuesto fracaso de una cultura racional no se encontraba en la esencia del mismo racionalismo, sino en su absorción dentro del naturalismo y el “objetivismo”, es decir, del pensamiento científico, que hoy domina todos los aspectos de la vida del hombre occidental, y que se muestra incapaz de afrontar el problema radical y específico de la vida espiritual que es su actividad creadora, capaz de generar, entre otras cosas, valores y normas de conducta.
Análisis pertinente, ya que la única salida neoliberal a la crisis, orientada como hemos dicho, al crecimiento, aparte de la reducción de los salarios, es más ciencia y más tecnología, como el único medio de aumentar los beneficios, remedios ambos que no sólo conducen a esa precariedad generalizada de la población de la que hablábamos antes, sino que consolidan la deriva de una visión del mundo completamente materialista. Hace ya tiempo que la ciencia es la única intérprete de nuestra interioridad y que el cultivo del cuerpo no sólo domina al cultivo del espíritu, sino que lo engulle, sustituyendo referentes morales por referentes estéticos, saludables y de puro entretenimiento. Hace ya tiempo que, al menos en los medios de comunicación de masas, la moda, el deporte y la cocina han pasado a sustituir las antaño “Bellas artes”, y en el discurso dominante de la política, la demagogia y las consignas han arrumbado la argumentación.
Si hay algo que une a la economía y al pensamiento científico, nuestro actual suelo de creencias, es su incapacidad para la reflexión ética. La filósofa, contemporánea de María Zambrano, Simone Weil, gran conocedora del mundo de las matemáticas, desde sus estudios secundarios que finalizó con una tesis que llevaba por título: “Ciencia y percepción en Descartes”, analizó con detenimiento cómo la ciencia es ajena a cualquier forma de reflexión moral[v]. Para esta filósofa la ciencia clásica, aunque estuviera ausente de la idea del bien, la armonía o la belleza, a diferencia de la griega, aún no había roto amarras con el sentido común, con lo que se pudo mantener alguna conexión entre el pensamiento científico y el resto del pensamiento humano; pero incluso esa vinculación tan indirecta se rompió después de 1900, a raíz de que la teoría de los quanta, redujese la descripción de los fenómenos a fórmulas algebraicas, cuya peculiaridad era que no significaban nada, aunque fuesen operativas, pero sobretodo que no podían ser comprendidas por alguien ajeno al lenguaje algebraico.
El nuevo cientifismo, concluye Simone Weil, será capaz de amoldarse a todas las modas, excepto a lo que es del orden auténticamente espiritual y por ello, a todo lo que se refiere a la parte espiritual del hombre, incluyendo sus pasiones, sus sentimientos y su aspiración al bien y a la belleza. Pocas voces encontramos en el siglo XXI que se hagan eco de esta reflexión porque supondría cuestionar uno de los pocos ídolos que hoy adora Occidente: el del “progreso indefinido”. Una de esas pocas voces es la de Paul Ricoeur[vi] quien señala una curiosa paradoja de nuestra modernidad. La forma de poder que supone el dominio sobre la naturaleza, mediante la cual el hombre pretende paliar su propia fragilidad, ha tenido el efecto contrario al aumentar la fragilidad de la vida del hombre sobre la tierra. La multiplicación del poder proveniente de la ciencia ha aumentado con la bomba atómica la fragilidad del planeta, la multiplicación de la información, ha facilitado la propaganda a gran escala y la multiplicación del conocimiento genético puede aumentar la fragilidad de la vida tal como la conocemos.
Vamos a detenernos ahora, en el contexto de este análisis de las causas de la crisis –o decadencia- de la cultura occidental, en las reflexiones de la filósofa María Zambrano que ya en 1987[vii], en una fecha más próxima a nuestra situación actual, sustituye el término de crisis por el de “orfandad”, concepto que debemos reconocer nos resulta más próximo que el de crisis, entendida en su sentido amplio como reflexión sobre una quiebra de valores. Alguien es huérfano, según Zambrano, cuando la palabra que enuncia la verdad ya no es operativa en la sociedad en la que vive y cualquier acontecimiento tiene la misma vigencia de un dios absoluto que no admite la más mínima discusión: cuando todo es fugaz y se convierte en nada.
No hay duda de que toda la obra de Zambrano es una larga reflexión sobre la crisis, reflexión que se inserta como ella misma señala en su fundamental artículo de 1942 “La vida en crisis”[viii], en una corriente dominante en su época, “un lugar común de nuestros días”, en sus propias palabras. Sin embargo podemos señalar el año de1940, año de la escritura del primer capítulo de La agonía de Europa y año de la ocupación alemana de Francia, donde habían quedado su madre y su hermana Araceli en una dificilísima situación, como el año en que María Zambrano analiza de forma específica la crisis de Europa, entendiéndola como una traición a los principios básicos que la habían sustentado. Esta reflexión abarca desde esta fecha hasta el año 1956 en que publica Persona y Democracia[ix]. En el interín ha ido publicando artículos tan fundamentales para el tema que nos ocupa, como “Isla de Puerto Rico: nostalgia y esperanza de un mundo mejor”, “El freudismo: testimonio del hombre actual”, “Franz Kafka: mártir de la miseria humana”, “Más sobre la ciudad de Dios”, “La destrucción de la filosofía en Nietzche” y “Sobre la vacilación actual”.
En 1944 publica los libros La agonía de Europa[x] y la Confesión: género literario y método[xi], que vieron la luz previamente como artículos y en los que, desde puntos de vista complementarios, no sólo analiza esa traición a lo que considera “irrenunciable” de la idea de Europa; sino que ofrece una salida en la esperanza que abrió en su momento el descubrimiento de la interioridad humana por San Agustín, el auténtico creador, según Zambrano, del alma europea. El hombre moderno había renunciado a su interioridad en aras de una ciega servidumbre a la realidad más aparente e inmediata, actitud acorde en su “culto a los hechos”, como ya señaló Husserl, con la absorción del racionalismo en el positivismo y que conduce entre otras cosas a la religión del “éxito” como único horizonte de la vida.
No olvida Zambrano las tesis de su primer libro “político” Horizonte del liberalismo, y achaca también la crisis a la evolución política que había seguido el liberalismo por proyectarse hacia un optimismo en la naturaleza humana y olvidar su raíz cristiana de respeto a la persona individual, muy semejante al optimismo en la naturaleza sin más que defendía el positivismo. Esta excesiva confianza, tanto en el conocimiento científico, capaz de dominar la naturaleza, como en la bondad natural del hombre hizo surgir la confianza que dejó al hombre inerme ante el terror, incapaz ya de buscar bajo los hechos brutos las razones y las sinrazones.
Es la tesis de la recuperación de esa interioridad humana que descubre San Agustín, ese fondo insobornable, mediante el cual el hombre puede mantener su dignidad aún “en los dientes de la fiera”, la que de forma indirecta estructura su libro Persona y democracia, que gira en torno a la frase que encabeza el capítulo II: “Hay algo en el ser humano que escapa y trasciende a la sociedad en la que vive”, ese “algo” es un íntimo espacio, capaz de convertirnos en “personas”, concepto que en este libro tiene una dimensión política y que Zambrano prefiere al de individuo, ya que este último término implica una oposición a la sociedad que ella quiere eliminar de su análisis.
En este libro Zambrano enriquece sus anteriores reflexiones sobre la crisis de la cultura occidental con las del papel que ocupa la historia en la vida del hombre moderno, desde su convicción de que no es la cuestión comprender al hombre a través de la historia o en relación con ella, sino comprender la historia a través del hombre y su experiencia. El problema de la cultura occidental no se encuentra ya para Zambrano en la historia y lo social, sino en el hombre y su relación con los múltiples niveles de la conciencia y el sentir. Zambrano constata que la historia estaba dominando el horizonte del hombre contemporáneo, deslumbrado por el reciente descubrimiento de tener “conciencia histórica”, dejando en barbecho otras realidades que para Zambrano eran indispensables para el logro de una persona completa.
El mayor error del hombre occidental, reducido a la historia, habría sido caer en la tentación de “divinizarla” –tesis esencial de El hombre y lo divino– situándola como única medida de sí mismo. El cifrar enteramente la vida a una carta, producto del hacer humano, y por tanto finita e incompleta, se encontraría en la raíz trágica de la reciente historia occidental y su apuesta por un absolutismo, basado en parte en el racionalismo moderno, al querer imponer los principios de la razón a la realidad toda, provocando una abstracción del tiempo, que elude el tiempo propiamente humano. En esta crítica entra también la utopía marxista por su pretensión de anular la individualidad en aras de los intereses del Estado, reprimiendo la interioridad que nos constituye como personas, pero fundamentalmente por haber reducido la enajenación del hombre a causas puramente económicas, olvidando que la principal enajenación del hombre moderno no es económica y social, sino la inhibición de la esperanza de su posible trascendencia.
Zambrano se pregunta en este libro si la situación de vivir “prisionero en la historia” corresponde realmente a la realidad de la vida humana y alerta del peligro de tal reduccionismo, ahora en una dirección que nos afecta hoy más directamente: la creación de una sociedad no suficientemente humanizada, aunque lleve el nombre de democracia. La eclosión de los totalitarismos en Europa había llevado al pensamiento occidental a una defensa cerrada de la democracia, sin haber reflexionado suficientemente sobre ella, porque la democracia para ser real, debería ser aquel régimen que permitiera al hombre un camino transitable para llegar a ser persona.
Para lograr dicho camino, la democracia no debe ser considerada nunca como una finalidad en sí misma, sino como un inicio. Hay que desechar el materialismo que piensa la realidad historia como una estructura fija, para entenderla como movimiento, y es por tanto obligación de este régimen político-el que más ha desarrollado hasta ahora la conciencia no sólo política sino humana- potenciar ese movimiento creando el clima apropiado para que los nuevos pensamientos y las nuevas inspiraciones aparezcan, es decir ha de abrir paso al futuro.
¿Podemos decir que esa es la situación de nuestras actuales democracias? Zambrano en su libro Persona y democracia ya ha desarrollado lo que entiende por democracia, esa forma de gobierno fruto de una armonía de lo diferente creada entre todos, más que del orden arquitectónico; del movimiento continuo más que de la quietud. Sin embargo, en pocas ocasiones encontramos un texto de María Zambrano en el que descienda a la situación concreta de la democracia europea bajo la que vivía en los años cincuenta, para especificarnos qué es lo que entiende por una sociedad no suficientemente humanizada. Para subsanar esta laguna nos vamos a remitir a algunos fragmentos del inédito M-24, titulado “El desequilibrio de la conciencia”, un texto que presenta el interés añadido de alumbrar el trasfondo ideológico de su primer libro Horizonte de liberalismo.
El escrito arranca de la situación que vivió Europa con la ola de frío que asoló el continente en 1957 y que produjo miles de muertos. Nos encontramos pues con un texto muy próximo en el tiempo a las reflexiones que vertió Zambrano en su libro Persona y Democracia y cuyas líneas más destacadas acabamos de subrayar. Comienza la filósofa hablando de la situación de desamparo en la que vivían millares de familias en Europa, en el momento en que se produjo la ola invernal.
“¿Cómo es posible que millares de seres humanos vivan a la intemperie, verano e invierno, que miles de familias sin la menor vocación nómada realicen la diaria hazaña de mantener un hogar en una roulotte, en una choza edificada por las manos del padre con vieja latería y pedazos de cartón? […] La civilización les ha dado los usos y los hábitos, mas les niega impasiblemente los recursos más elementales para mantenerlos”.
Después de subrayar que no podemos decir que la situación sea nueva en la historia va directamente al núcleo del problema: la gravedad añadida que en esta situación milenaria ha introducido la sociedad contemporánea, por lo que se remonta inicialmente a una época anterior a la Modernidad para apreciar qué es lo que ha cambiado de forma sustancial respecto a la época actual.
“Lo grave en este caso de desamparo humano, que la temperatura excepcional hace patente estos días, estriba en la conciencia que el hombre occidental parece haber ganado y también en la estructura cada vez más cerrada de su sociedad.
Hasta hace poco el vagabundeo fue un sagrado derecho individual –hace poco puede ser un siglo- sagrada también la pobreza extrema; ser mendigo podía ser una desgracia, mas no deshonra. En la Edad Media, cuyo fuego se reaviva en el Romanticismo, el pordiosero era… un modo esencial de ser hombre, esencial y sagrado, porque en su desnudez parecía portar un estigma sagrado. Las gentes piadosas –y había muchas- veían en él una imagen y hasta temían y esperaban a veces que fuese la aparición de algún santo, de Nuestro señor mismo y en su nombre pedían: “una limosna, por caridad y por amor de Dios” […] El mendigo era llamada a la pobreza originaria de todo hombre, a la esencial indigencia de la criatura humana”[…] Y también existía el peregrino, el que rezaba por los que no tienen tiempo ni afán hipotecados por el trabajo y el negocio, por la vanidad, el ansia de placer o la pasión creadora… como si la sociedad fuese un solo cuerpo viviente del cual ellos eran un miembro necesario […] pero ahora… ahora ya no”.
El vagabundeo está perseguido y los romeros se juntan en una peregrinación organizada; el mendigo es un ser antisocial, espejo que la sociedad rechaza. Y ser pobre, no tener para lo indispensable, ha venido a ser un delito, cuando antes era solo una desgracia. Porque antes que individuo loco o inspirado se es miembro de una sociedad regida por leyes igualitarias. […]El orden social hace mucho que ha dejado de ser el orden espontáneo de la Edad Media, cuyo foco era la vida última, en el sentido trascendente de toda acción […] La vida en la Edad Media estaba moldeada por la relación padre-hijo que no excluye la arbitrariedad y la injusticia, sobre todo si la miramos desde nuestra conciencia igualitaria. Quizá las sociedades antiguas se edificaban bajo el signo de la armonía, en términos sociales: la compensación de las injusticias.
Mas las sociedades modernas pretenden un orden a partir de la igualdad de los derechos elementales y de la exigencia implacable de los deberes. Una conducta antisocial, una acción y hasta un pensamiento antisocial es delito, el más gravemente condenado, nacido al par que los Estados modernos. […] El liberalismo del siglo XIX, paralelo al Romanticismo poético, significa en cierto modo un retoñar de la Edad Media, fondo último del espíritu y de la sociedad europea, porque en él simplemente se creó lo que llamamos Europa. Pero bien pronto las exigencias de los estados se alzaron más exigentes y avasalladores que nunca, hasta llegar a esa forma de idolatría, delirio del que aún estamos convalecientes”.
[…] El drama europeo se da en la contradicción de estos dos principios que hemos expuesto someramente: la libertad individual, el orden espontáneo encomendado a la misericordia y la inspiración, compensadores de la desigualdad y de la injusticia; y de otra parte, el estado, objetivación de la voluntad de poder, de orden; el Estado que no deja nada encomendado al azar y a la inspiración, cuya existencia depende del cumplimiento exacto de unos deberes y el ejercicio restringido de unos derechos. El Estado que define y crea delitos; que hace del individuo un ciudadano, sujeto y objeto de leyes, número en una estadística. El Estado que regula, iguala y… hasta piensa. El estado que no tolera vivir al margen de sus leyes, fuera de su “control”, para el cual el vagabundo es un presunto delincuente y el miserable un sospechoso.
[…] Situación más grave [que la época anterior] porque el Estado moderno, que exige un modo de vivir social, castiga pero no proporciona los medios suficientes para no ser merecedor de tal castigo, para poder ser “un buen ciudadano” Pecado de los corazones endurecidos; paradoja, contradicción ininteligible de un orden que, antes de establecido, exige implacablemente la obediencia”[xii].
[i] Joan Robinson (1903-1983), Camberley, Inglaterra, formó parte de una segunda revolución del pensamiento económico, cuyo exponente fue J.M. Keynes y que desarrolló la macroeconomía moderna. Algunas de sus obras más importantes, La economía de la competencia imperfecta y Ensayos sobre la teoría del crecimiento.
[ii] Entendemos por “señores de la guerra” todos aquellos grupos armados, ya sean mafias, grupos terroristas o guerrilleros- que ejercen violencia sobre la población civil. En muchas ocasiones estos grupos no son ajenos al poder de los Estados.
[iii] Ignacio Sotelo (2014). España a la salida de la crisis. La sociedad dual del capitalismo financiero, Barcelona, Icaria.
[iv] Edmund Husserl (1992) , Antología, “Invitación a la fenomenología”, Paidós, Barcelona.
[v] Simone Weil (2006). Sobre la ciencia, El cuenco de plata, Buenos Aires.
[vi] Paul Ricoeur (200). L’unique et le singulier, Alice Editions, Liege.
[vii] Se trata del prólogo a la reedición de Persona y Democracia por la editorial Anthropos en 1986. El texto dice así: “La crisis de Occidente” ya no ha lugar apenas. No hay crisis, lo que hay más que nunca es orfandad. Oscuros dioses han tomado el lugar de la luminosa claridad, aquella que se presentaba ofreciendo a la historia, al mundo, como el cumplimiento, el término de la historia sacrificial”.
[viii] Zambrano, María (1987). “La vida en crisis”, integrado en Hacia un saber sobre el alma, Alianza tres
[ix] Zambrano, María ( 2011). Persona y democracia en O.C. Vol. III, pp. 363-474, Galaxia Gutenberg
[x] Ibidem (2000). La agonía de Europa, Minima Trotta, Madrid
[xi] Ibidem (2001). La confesión: género literario y método, Biblioteca de Ensayo Siruela, Madrid.
[xii] Para María Zambrano la democracia no es un sistema acabado, sino un proceso continuo de armonización de diferencias, respetando la individualidad de la persona, por tanto nunca puede acabar de establecerse del todo.