14 julio, 2019

El ego presidencial: Leopoldo González

El ego presidencial

Por Leopoldo González

Es de sobra conocido que, dentro de sus muchas limitaciones como jefe de Estado, Andrés López cree que basta con que el presidente sea “bueno”, tenga cierto “carisma” y sea “bienintencionado”, para que todo cambie en el país como por arte de magia.

Suponiendo -sin conceder- que el presidente sea bueno, tenga algún carisma y sea un dechado de buenas intenciones, ello no es garantía de que las cosas en el país se estén haciendo correctamente ni asegura ninguna transformación.

AMLO cree en él mismo y estima que eso es suficiente para sacar al país del atraso y llevarlo a estadios de desarrollo que nadie en su pobre vida ha imaginado.

En este estilo de gobernar, a diferencia de lo que algunos creen, no hay el conocimiento mínimo para saber hacia dónde se lleva al país, no hay la cultura gubernamental más básica, no hay planeación prospectiva, no hay genuino plan de gobierno, no hay estrategia, no hay nada. En un arrebato de irresponsable simplificación de la realidad, de esos que le son tan característicos, el propio presidente lo definió así: “No crean que se necesita mayor ciencia para gobernar”.

Un presidente de la República que se conduce con semejante desparpajo y que hace esa clase de afirmaciones, por supuesto que anda errado. No sabe, ni entiende, ni muestra humildad ni disposición para cambiar.

Por supuesto que hacer política y ejercer el gobierno requiere ciencia, implica conocimiento, exige especialización y cultura general, demanda entender los problemas con perspectiva y perspicacia para poder resolverlos. En una palabra: ejercer el gobierno no es asunto de ignaros o improvisados, sobre todo cuando está en juego el destino colectivo de 126 millones de mexicanos.

Lo raro de los programas públicos es que funcionen, decía Aaron Wildavsky, padre del estudio de las políticas públicas. En el caso de México, bajo el actual gobierno, no le falta razón: es frecuente en el paisaje común la existencia de proyectos que no despegan, de presupuestos que no se gastan y de decisiones que no funcionan.

Si hubiese que explicarle al presidente por qué la sensación de parálisis en el gobierno, por qué la certeza de falta de rumbo, por qué la desconfianza general hacia sus políticas, por qué se piensa que es un destructor y no un reformador, tendría que avisársele que el ego del gobernante riñe con una administración pública armónica y eficaz, que la soberbia no es buena consejera de los hombres de Estado, que la necedad sin flexibilidad ni conocimiento no es buen instrumento de gobernanza, que la premisa de un buen gobierno radica -entre otras cosas- en su éxito económico. Pero no entiende. Ni quiere entender.

En parte, a una mezcla de todo esto se debe la renuncia a la Secretaría de Hacienda, hace unas cuantas horas, de Carlos Urzúa.

A fuer de ser sinceros y veraces, la renuncia de Urzúa se veía venir desde hace algunos meses, no sólo por su seriedad y la solidez de su formación personal (es un verdadero economista), sino porque el presidente que no está “de adorno” (sic) ni es “un florero” (sic), desea -en contrapartida- que los secretarios que lo rodean sí lo sean.

Básicamente, la renuncia del exsecretario Urzúa se debe a cuatro razones:

1).- Emulando al expresidente Luis Echeverría (1970-76), que hacia la mitad de su gobierno declaró: “La economía en México se maneja desde Los Pinos”, Andrés López aseveró, a unos días de iniciada su administración, que “la economía en México se decide desde la presidencia de la República”, como avisando quién manda y donde se dictaría la política económica del régimen. A Urzúa no le gustó aquel desplante, y sólo se limitó a comer saliva.

2.- Andando el tiempo, a Urzúa le fueron impuestos (cosa que denuncia en su texto de renuncia) desde la presidencia todos los subsecretarios que requiere la SHCP para funcionar, incluida la oficial mayor, Raquel Buenrostro. Si el personal que le fue impuesto por AMLO no sólo era mediocre, sino además funcionaba como una verdadera Gestapo de la “economía presidencial”, Urzúa, esta vez, dejó de tragar saliva y comenzó a juntar piedritas.

3.- Desde la presidencia llegó la indicación, a principios de año, de encomendar a la SHCP la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo. El equipo de Urzúa elaboró el plan, dotándolo de todos los requisitos técnicos, legales y administrativos que debía contener: metodología, planeación, principios rectores, lógica económica y programación del gasto. No gustó porque correspondía, según se dijo, a un plan “tecnocrático y neoliberal”. Se le desechó y en su lugar quedó, como Plan Nacional de Desarrollo, un bodrio que responde a estas características: contiene una gran dosis de diarrea verbal con estreñimiento de ideas. Urzúa, casi en trance de ira, siguió acumulando piedritas.

4.- Finalmente, y ante el “ninguneo” de los grillos del aparato presidencial, parece que el secretario Urzúa se cansó de convidado de piedra y pieza de adorno, y decidió desmarcarse del populismo presidencial en boga. Urzúa, hay que reconocerlo, tiró una cascada de piedras y no escondió la mano.

El problema complejo de la economía mexicana apenas comienza. No es la economía, ni es el secretario: es la sombra del primer mandatario.

Pisapapeles

Cuando un país va en picada, lo más lejos que puede caer es el precipicio o el averno.

leglezquin@yahoo.com

 

     

 

 

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