12 diciembre, 2018

El poder que viene: Leopoldo González

El poder que viene

Por Leopoldo González

Debido a las condiciones que presenta actualmente el país, pero también a los rasgos y obsesiones dominantes que caracterizan al equipo político que acompañará a López Obrador, es posible que los próximos seis años México experimente una reconfiguración radical en su forma de gobierno y en el estilo personal de gobernar.

MORENA y López Obrador, tras recibir en las urnas 52.9 por ciento de los votos, ejercerán un cúmulo de poder sin precedente en la historia de México, sólo comparable con el férreo control vertical que en alguna época llegó a tener Porfirio Díaz y con los años de apogeo del corporativismo mexicano en la era del “partido casi único”, cuando los partidos de oposición llegaron a ser casi testimoniales (a veces, francamente fantasmales) y los espacios de disidencia y crítica hacia el gobierno eran pocos, simbólicos o inexistentes.

La historia para el poder

Pese a las semejanzas que el gobierno de Andrés López tendrá con otros periodos de nuestra historia, hay una gran distancia entre las mayorías “silenciadas” de la dictadura de Díaz y las mayorías “silenciosas” amparadas en la legitimidad corporativa de un sistema revolucionario, respecto de las mayorías “licenciosas” que en 2018 decidieron poner casi todo el peso de la representación política del país en manos de MORENA.

El enorme poder que tendrá -y sin duda ejercerá- MORENA en los próximos seis años, teniendo la presidencia de la República, la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión, las mayorías relativas o absolutas en 19 congresos estatales, cinco gubernaturas emblemáticas y de gran importancia política para la “izquierda” (CD.MX, Morelos, Veracruz, Tabasco y Chiapas), 325 de las alcaldías que se renovaron (incluidas 13 de las 24 capitales en disputa) y los cientos de funcionarios municipales que obtuvo en todo el país, sin duda implica el inicio de una reconfiguración profunda del poder político tradicional, pero también la instauración de un sólo eje de poder -o, si se quiere, de un eje de poder dominante, o “casi único- lo cual podría significar 1) que la sociedad mexicana, al repartir el poder político en gajos tan asimétricos y en proporciones tan desiguales, concediendo a la “ola guinda” la mejor y más abultada parte en el reparto, quizás tanteó asegurarse que esta vez el cambio no fuese sólo retórico, ni una finta gatopardesca, ni una pirueta más de reinvención sexenal del humo, sino algo tangible y verdaderamente real; 2) la posibilidad de que México experimente no una “cuarta gran transformación”, como ha ofrecido AMLO, sino una “transformación de medio pelo” o un temporal de cambios menores, dirigido a depurar parte de la imagen del sistema político y a horizontalizar maquiavélicamente el ejercicio del poder, únicamente como medio para conseguir el verdadero fin: la presidencia transexenal -vitalicia o perpetua- que al comenzar los ochenta se le fue de las manos a los mentores ideológicos y políticos de Andrés López; 3) que México ingrese, de forma franca, a la órbita populista que recorre el mundo y ensombrece nuestro tiempo, lo cual supondría un cambio “con reversa” o una regresión histórica de décadas en términos de lo que a este respecto enseñan la historia y la ciencia política.

Lo cierto es que la atípica e intrigante decisión electoral del primer domingo de julio involucra consideraciones históricas, psicológicas y culturales del más diverso signo que atañen al ser del mexicano y al modo de ser nacional, no sólo porque, como escribió Octavio Paz, “la convulsión es nuestra forma de crecimiento”, sino, además, porque a lo largo de su historia México ha procurado cambios que no alteren su relación simbiótica con sus orígenes ni comprometan su pasado. La presencia soterrada y a veces fulgurante de un “gatopardo” mexicano, que cree en el cambio a condición de que sea una forma de actualización del pasado en el presente, quizá sea el primer escollo para cualquier tentativa de cambio o de reforma profunda en México.

Un cambio incierto

El que se avecina para nuestro país, en términos de todo lo que es necesario hacer para consolidar un cambio, puede ser un capítulo que asombre o decepcione a muchos durante los próximos años.

El debate generado después del 1° de julio, en torno a los riesgos que entraña para la institucionalidad democrática el que se confiera más poder a un hombre que a una estructura institucional dotada de contrapesos, no es menor. De hecho, en este punto es donde se cifran las mayores preocupaciones de quienes creemos que sin libertad, sin diálogo fecundo, sin debate responsable ni crítica racional y constructiva no puede haber auténtica democracia. Una visión one track mind (una mentalidad de una sola línea) en el vértice del poder, que no acepte, no tolere, no respete ni promueva el pensamiento diferente, es lo peor que podría ocurrirle a AMLO, a su gobierno y a México.

Es cierto que el mandato de las urnas nos colocó a todos sobre el terreno sólido de hechos consumados, independientemente de la voz invertebrada de lo que hubiese sido deseable para otros. No obstante, si en verdad desea convertirse en timón de una transformación con futuro, Andrés Manuel tendrá que dejar de ser quien ha sido y comenzar a reinventarse, porque su visión de país es la imagen de la petrificación, su discurso es un paseo por la nostalgia de una edad heroica y, hasta ahora, muchas de las señales que ha enviado son contradictorias y no corresponden al tono y al matiz de un liderazgo para el cambio.

No obstante, con tal cúmulo de poder como el que tendrá en sus manos, sin una oposición realmente significativa y sin las limitantes y los frenos habituales del presidencialismo democrático, el presidente electo podría intentar o hacer, desde la presidencia de la República, prácticamente todo lo que proyecte o se le ocurra, aunque lo recomendable no sería eso, sino definir las grandes coordenadas conceptuales, el trazo cardinal y la agenda de cambio que se propone impulsar, quizás con dos propósitos: no malbaratar el “bono democrático” que le dieron las urnas y, por otra parte, desplegar su energía y capacidad en los puntos finos y realmente relevantes de la agenda de cambio por la que optó la sociedad.

Uno de los primeros asuntos que preocupan del cambio, a sólo dos meses de que se realice el relevo gubernamental, es la cuestión de si AMLO -en la delicada función de gobernar cuidando equilibrios y de operar la idea de una “cuarta gran transformación”- se dejará llevar por el instinto de revancha y dará libre curso a sus obsesiones ideológico-políticas, ejecutando acciones que retrasen, dificulten o vuelvan nugatorio en los hechos el advenimiento de un cambio real en México, o se concentrará en una transformación genuina y de fondo en el país, procediendo a crear las bases legislativas y políticas de la formación de un Nuevo Régimen, lo cual incluiría un diseño jurídico distinto al que tenemos; un cambio de modelo institucional para volver a conectar eficazmente al gobierno y al Estado con la sociedad; introducir reformas en el modelo económico que atenúen y luego resuelvan las desigualdades económicas que tanto condicionan el ascenso y la movilidad social; crear una sociedad de ciudadanos dignos y realmente nueva (con base en la reeducación como motor de desarrollo, el emprendedurismo y el trabajo suficiente y bien remunerado) en la que se estimule y premie el esfuerzo y desarrollo individual de sus integrantes. En este aspecto, una vez más, aparecen disonancias, pues en el discurso obradorista la formación de un nuevo régimen pasa por la imbricación del pasado en el presente, lo mismo en materia educativa que energética o en lo tocante al sistema de relaciones políticas del próximo sexenio.

Con tanto poder como el que habrá de ejercer el próximo gobierno, podría hacer de México, si quiere -y no metafóricamente- un paraíso en la tierra. El problema es que también puede hacer de México -y no metafóricamente- el antiparaíso.

El poder frente al espejo

La bandera del cambio que ofertó López Obrador en campaña y compró el 53 por ciento del electorado en las urnas, si se despliega con visión de Estado y en busca de realizar los sueños latentes que subyacen detrás de la decisión electoral del 1° de julio, podría simbolizar el umbral luminoso o el punto de llegada en el largo camino de una búsqueda colectiva: la de una sociedad que ha esperado tanto y tanto tiempo el cambio, y ha invertido tantos sueños y esperanzas fallidas en ese empeño.

Sin embargo, más acá de la legitimidad de origen que da a un gobierno la democracia electoral, hay que insistir en que los cambios de fondo, los que valen la pena, lejos de ser solamente obra de un gobierno, suelen ser construcción colectiva de una generación.

El otro problema -más real de lo que ahora imaginamos- para realizar el cambio, es el poder. Sí, el poder. Desde poco después del 1° de julio, cuando se supo que la relación simbiótica AMLO-Morena había obtenido el triunfo en la elección presidencial en 31 de las 32 entidades federativas, en 82 por ciento de las casillas, en 92 por ciento de los distritos electorales y en 80 por ciento de los municipios, el mito de Narciso, relatado por Ovidio en su tercer libro de las Metamorfosis el año 43 A. C., deambula sin descanso por las escalinatas del sueño de Morena y el presidente electo, y amenaza con volverse una realidad de carne y hueso. El narcisismo del poder, históricamente, suele tener dos debilidades: Narciso y el espejo. Y, como se sabe, dos debilidades no hacen una fortaleza.

El fenómeno del poder, de lo que es y lo que significa, desde una clave de interpretación que deje a salvo el beneficio de la duda, puede trastocar la inmovilidad en movimiento, la parálisis en búsqueda activa de salidas frente a la incertidumbre, la incompetencia en competencia, la corrupción en rectitud, la impunidad en círculo virtuoso de los arrepentidos. Si esto llegase a ocurrir en los próximos años, podríamos llegar a decir que México, por fin, llegó a ser curado y quedó salvado de sí mismo.

Sin embargo, la historia muestra que nadie es inmune a los encantos del poder, y que, frecuentemente, los primeros en ser devorados por su negra entraña son los que creían haber hecho un pacto de sangre con la pureza de sus principios. El poder desarma, envuelve, marea, enceguece, pero -sobre todo- seduce. Vuelve ambiciosa a la gente incapaz de controlar los apetitos que despierta; aturde y desestabiliza a los ignorantes; pervierte y extravía a los moderados con el aguijón del radicalismo; mancha a quienes se han creído piezas inmaculadas del ajedrez de Dios; a los buenos los pierde para la elevada misión que en apariencia se habían propuesto. El poder, pues, evapora la buena intención que no es intención de ángeles, y tritura -por el camino de la fantasía, del espejismo o el fanatismo- todo lo que de humano hay en él. Hannah Arendt (Hombres en tiempos de oscuridad, Gedisa, 2008), que mucho sabía de estos asuntos, escribió que “ninguna fuerza es lo suficientemente grande para sustituir al poder”, y que siempre que la fuerza se oponga al poder, “será la fuerza la que sucumba”.

Por esto, es el poder el que puede abortar el cambio y engendrar -por decirlo en términos suaves- el antiparaíso.

 

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