LA INCERTIDUMBRE DEMOCRÁTICA
Por Leopoldo González
La democracia mexicana atraviesa uno de sus peores momentos, solamente comparable con el instante de más profundo rechazo ciudadano hacia la política y los políticos. Lo que esto indica es que se ha roto el péndulo del equilibrio y se ha abierto un cuadro de crisis en nuestro país: colapsados la mayoría de los consensos que apuntalaban al sistema político tradicional, otros factores y elementos de rostro indefinido pugnan por hacerse visibles, en busca de forjar un consenso no piramidal sino horizontal -con bases “puramente” populares y sociales- para intentar darle un rumbo distinto a la nación.
En el fondo, lo que quizás se agita y se abre paso en el subsuelo social, es el interés de refundar al Estado Mexicano mediante un “cambio de régimen”, porque se cree que ninguna de las tentativas modernas de cambio social y político han funcionado en el país: ni la revolución hecha gobierno (1929), ni el gatopardismo ideológico del PNR-PRM-PRI (1929-2000), ni la sustitución del viejo “nacionalismo revolucionario” por la tecnocracia de nuevo cuño y cuello blanco (1982), ni el intento de hacer de una de las claves ideológicas de nuestra transición, con el PAN a la cabeza, el rostro dominante del sistema político (2000-2012).
PPor supuesto, la idea de que nada o muy poco ha cambiado en nuestro país a lo largo de la historia reciente, es un ardid y una trampa de cierto “razonamiento popular”, pues es la evolución histórica la que explica el modo de ser, el movimiento y la permanencia de una nación a través del tiempo.
Para situar y dimensionar la marcha de un país a través del tiempo se requieren información histórica, pensamiento crítico y una comprensión clara del contexto internacional en el que esa nación ha forjado su propia huella. En este aspecto, los llamados a regresar o a restaurar el pasado, desde una esquina del debate electoral, lo que hacen es poner a patinar un discurso ahí donde el pasado no se ha ido, pues lo que se propone desde cierta izquierda no es que México cambie y sea manantial, sino que siga siendo estanque.
Los cuatro candidatos presidenciales que recorren el país y buscan seducir el oído y la voluntad de los mexicanos, tienen ideas distintas de lo que son el cambio y la transformación, de acuerdo con lo que cada uno ha vivido, con su personal sello ideológico y con lo que cada uno piensa y cree. Escribió Ortega y Gasset: “Las ideas se tienen, en las creencias se está”. La principal tarea del elector mexicano, en los noventa días de campaña en que viviremos bajo riesgo, es identificar qué candidatos tienen ideas y cuál no y, desde luego, distinguir quién se dirige a él y le habla a partir del lenguaje imperativo, cerrado, dogmático y reseco de “sus creencias”, cuya traducción al lenguaje electoral son el eslogan, el spot, la frase puntillosa, la consigna, el pan verbal de la “milagrería” y la “salvación” de la patria.
Todos, o casi todos los candidatos presidenciales proponen un cambio, en gran medida porque ofrecer un cambio frente a la situación reinante es la recomendación básica de cualquier estrategia de márketing, pero, además, porque adueñarse del lenguaje del cambio en una contienda electoral es uno de los mejores “trucos” publicitarios para hacer que el ciudadano medio “muerda el anzuelo”. En este sentido, al mexicano que espera la cita electoral para ejercer su deber cívico, lo interpela el afán de investigar y de descubrir quién ofrece un cambio y quién una regresión, quién puede operar un cambio desde la compleja estructura del Estado y quién no y, por último, la tarea de saber qué candidato oferta un cambio desde la lógica de la realidad y qué candidato intenta venderle “el Paraíso” en la tierra.