Los orígenes del mal
Instituto Mexicano de Estudios de la Criminalidad Organizada S. C.
Especial para Letra Franca.
La afirmación de que una imagen vale más que mil palabras, es con frecuencia absolutamente cierta. Por ejemplo, en los primeros días de septiembre de 1997, la cadena mexicana Televisión Azteca presentó un video-reportaje sobre una banda de asaltantes que operaba en la colonia Doctores de la ciudad de México.
Las imágenes eran contundentes y elocuentes: un grupo de delincuentes armados con pistolas detenía y asaltaba a automovilistas a plena luz del día, en una calle céntrica y sumamente transitada. Los asaltantes permanecieron por largo tiempo en el mismo cruce que habían escogido para sus fechorías y mostraron sus armas sin ningún empacho; incluso, en una ocasión, abrieron fuego contra algún automovilista que no se había detenido ante su amago armado. Cerca de ahí se podía observar una patrulla con policías, quienes no intervinieron y que por el contrario platicaban con el jefe de la banda.
Este reportaje de apenas unos minutos es un material altamente representativo de la tragedia de México en los últimos años: el crimen organizado se ha entronizado en este país; ha terminado por hacer pura ficción el Estado de derecho; ha implantado un clima cotidiano de terror; nos está despojando de bienes, seguridades, dignidades y vidas.
Pero como las mismas imágenes referidas nos muestran, todo esto solo es posible debido a que los servidores públicos, que están legalmente obligados a actuar contra los criminales, están coludidos con ellos, los protegen y aún promueven diversas acciones delictivas, y cuando no esos mismos servidores públicos actúan como agentes directos del delito, según reconoció en su momento el propio presidente Zedillo.
De hecho, la causa central del crecimiento explosivo de la delincuencia es que en México el crimen ha sido organizado, promovido y protegido desde el Estado.
En las últimas dos décadas, por lo menos, las “mafias” principales, las más extendidas y poderosas, han sido las que han invadido las estructuras del Estado y se han aprovechado de su poder y sus recursos, tanto en varias regiones del país como a nivel federal.
Ahora bien, es cierto que los grupos delictivos relativamente autónomos respecto de las “mafias” policiacas o de Estado tampoco deben subestimarse ya que su influencia está creciendo, al grado de que podrían volverse preminentes. Pero el origen histórico y estructural del problema no puede perderse de vista, porque, hoy por hoy, son las “mafias” de Estado las que predominan, las que predominarán por buen tiempo, y las que se erigen como los grandes ejes articuladores del crimen organizado en México.
Pareciera lógico entonces que la conquista de la seguridad pública (al menos para recuperar los niveles de hace veinte años) y la derrota del crimen organizado suponen un programa cuya orientación fundamental debería ser, precisamente, la moralización de las instituciones de seguridad pública y la lucha frontal e implacable contra las “mafias de Estado” –aunque también contra las “mafias” que no son “de Estado”, claro está.
Éste es el curso que debieron seguir diversas naciones en distintos momentos históricos cuando enfrentaron realidades similares, como resultado de la descomposición de las estructuras del Estado.
Sin embargo, suponer que con la sola moralización de las instituciones se garantizará la seguridad pública, es caer en un error de ingenuidad. Podemos tener corporaciones policiacas decentes pero ineficaces, si esas corporaciones no se modernizan, esto es: si no cuentan con los métodos avanzados de operación, los resultados suficientes y el marco legal adecuado.
No obstante, todo esto que parece tan lógico, que debiera ser la esencia de un programa de Estado, no está ocurriendo, no es lo que en general se está aplicando. ¿Por qué? Creemos que hay tres causas principales: una percepción errónea del fenómeno; la falta de un enfoque integral en la lucha contra el crimen y la ausencia de voluntad política.