Pesadilla en Venezuela:
La degeneración de la democracia
Por Eduardo Pérez Arroyo
“Hemos conocido tres formas básicas de gobierno: la monarquía, la aristocracia y la democracia, y hemos conocido también tres degeneraciones que provienen de las anteriores: la tiranía, que es una degeneración de la monarquía; la oligarquía, que una degeneración de la aristocracia; y la demagogia, que es una degeneración de la democracia.
Aristóteles, Política.
Cuando la democracia se mancha de ilegalidad y violencias,
con el pasar del tiempo, se constituye la oclocracia.
Polibio, Historias.
Cualquier elección en el corto plazo será una derrota para el chavismo.
Edgard Gutiérrez, director de encuestadora Venebarómetro.
Venezuela se hunde: ni los más acérrimos defensores de legado de Hugo Chávez –y de Nicolás Maduro, su hijo putativo, al que sólo le alcanzó para convertirse en una mala copia de su padre– se atreven a negarlo.
Al momento de escribir estas líneas el actual presidente de Venezuela celebra el retiro de la, según él, corrupta e intervencionista Organización de Estados Americanos (OEA). Al mismo tiempo, el país vive una crisis sin precedentes en la historia reciente. Parte de esta crisis incluye un último reporte de al menos 33 muertos, acusaciones de espionaje y encarcelamientos arbitrarios, una escasez inabordable de insumos básicos, una relación quebrada por completo entre al menos dos poderes del estado, una incertidumbre total respecto del futuro y dos presidentes –el de Venezuela, que es el protagonista, y el de Estados Unidos, uno de los personajes clave en esta crisis– presas de una torpeza e incapacidad política rayana en la simple estupidez.
Habría que agregar también otro factor: una prensa que magnifica el conflicto sin ir, salvo contadas excepciones, al origen.
Los síntomas son elocuentes. Venezuela padece una enfermedad que para muchos tiene todas las señales de convertirse en terminal, en parte porque en un futuro cercano no se observa alguna salida política realista. Las facciones en pugna –básicamente el gobierno de Maduro y sus aliados de izquierda en contra de la derecha opositora– parecen haber desterrado toda capacidad de diálogo, y cada día que pasa el polvorín venezolano parece un poco más cerca del estallamiento definitivo. La pregunta, parafraseando a Vargas Llosa1, surge casi obligada: ¿en qué momento se jodió Venezuela?
Entre todas las variables que esgrimen a través de la prensa, los analistas han hecho poco hincapié en la ciencia política clásica. Se desmenuzan los efectos, pero no se revisa la historia; se exhibe la crisis, pero no se elabora una ilación lógica de acontecimientos. Para entender el conflicto en el cual hoy está envuelta esa nación, hay que partir de entender dos puntos fundamentales, dos puntos que también constituyen piedras de base y explicaciones finales a todo el tosco entramado político y jurídico que hoy lacera al país: la politización de su sistema judicial, y –consecuencia inmediata del anterior– el rol del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ).
La Constitución Bolivariana
La Constitución que rige Venezuela fue promulgada en 1999 por el entonces presidente Hugo Chávez, tras un referéndum que aprobó los radicales cambios propuestos por el bloque liderado por él. Hubo varios e indiscutibles avances. Fue una de las primeras constituciones que reconoció los derechos de los pueblos indígenas, al establecer sus lenguas como oficiales y reconocer derechos sobre sus territorios, y el derecho de la ciudadanía de habitar en un ambiente ecológicamente equilibrado. Se trató de uno de los primeros sustentos legales reales a los derechos humanos de tercera y cuarta generación, y su entrada en vigor provocó la atención de decenas de especialistas del Derecho, la Ciencia Política y la Historia en las tribunas mediáticas públicas o en el aula de las universidades.
Pero junto a esos indesmentibles progresos la Carta Magna logró filtrar un aspecto de la mayor delicadeza: la politización explícita del Poder Judicial.
El Artículo 204 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela asevera que la iniciativa para proponer leyes corresponde al Poder Ejecutivo Nacional; a la Comisión Delegada y a las Comisiones Permanentes; a los y las integrantes de la Asamblea Nacional, en número no menor de tres; al Tribunal Supremo de Justicia, cuando se trate de leyes relativas a la organización y procedimientos judiciales; al Poder Ciudadano, al Poder Electoral, a los electores y electoras o al Consejo Legislativo estatal, cuando se trate de leyes relativas a los Estados.
El Artículo 211, en tanto, establece que la Asamblea Nacional o las Comisiones Permanentes, durante el procedimiento de discusión y aprobación de los proyectos de leyes, consultarán a los otros órganos del Estado, a los ciudadanos y ciudadanas y a la sociedad organizada para oír su opinión sobre los mismos. Tendrán derecho de palabra en la discusión de las leyes los Ministros o Ministras en representación del Poder Ejecutivo; el Magistrado o Magistrada del Tribunal Supremo de Justicia a quien éste designe, en representación del Poder Judicial; el o la representante del Poder Ciudadano designado o designada por el Consejo Moral Republicano; los y las integrantes del Poder Electoral; los Estados a través de un o una representante designado o designada por el Consejo Legislativo y los y las representantes de la sociedad organizada, en los términos que establezca el Reglamento de la Asamblea Nacional.
Finalmente, el Artículo 266 referido estrictamente a las funciones del Tribunal Supremo de Justicia, indica que –entre otras– son sus atribuciones “declarar si hay o no mérito para el enjuiciamiento del presidente o presidenta de la república o quien haga sus veces (…), y “declarar si hay o no mérito para el enjuiciamiento del vicepresidente o vicepresidenta de la república, de los o las integrantes de la asamblea nacional o del propio Tribunal Supremo de Justicia, de los Ministros o Ministras”.
Dicho de otra manera: el Poder Judicial en Venezuela es un actor político más, que puede intervenir en la discusión política, proponer leyes a su conveniencia2, enjuiciar a representantes populares y, en teoría, hacer caer, por razones políticas, hasta al propio Presidente de la República.
La intervención del poder judicial en los asuntos políticos es un tema que, en la práctica, ha existido siempre en América Latina y quizá no debiera extrañar en Venezuela. Sin embargo, si se analiza la caída de algunos presidentes del subcontinente en los últimos años, se constata que la mayor parte debió irse por pugnas políticas en las cuales no necesariamente participaba el poder judicial:
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en 1993 el presidente de Guatemala, Jorge Serrano, debió claudicar luego de una asonada del Ejército aprobada entonces por el Congreso;
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el año 2000, Jamil Mahuad debió dejar la presidencia de Ecuador luego de un acuerdo entre el Ejército y el Congreso;
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en 2001 Alberto Fujimori se fugó a Japón tras observar que varios de sus adherentes se cambiaban de partido al ver que el presidente quedaba sin piso político, y a los pocos días el Congreso anunciaba su juicio político por incapacidad moral;
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Fernando De la Rúa renunció a la presidencia argentina en 2001 luego que el bloque peronista de la Cámara Baja anunciara un juicio político al Presidente, y los líderes peronistas se excusaran de reunirse con él;
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en 2003, el boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada se vio obligado a renunciar luego de una crisis propiciada por las acusaciones del Movimiento al Socialismo, y su propio vicepresidente Carlos Mesa tomara distancia del gobierno dejando sin piso político al presidente;
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de manera más reciente, en 2016, la brasileña Dilma Rousseff fue destituida luego que el Senado lo decidiera por 61 votos contra 21, en lo que muchos llamaron el primer “golpe de estado constitucional” de la era moderna.
¿Y Venezuela?
Venezuela es distinto: no es el Congreso –la Asamblea Nacional– quien sentencia la capacidad o incapacidad del presidente, sino el Tribunal Supremo de Justicia. No es el Congreso el que decide quién se va y quién se queda, sino el Tribunal Supremo de Justicia. No es el Congreso quien se convierte en el factor de equilibrio ante el peligro de la concentración del poder en un solo bloque, sino que el Tribunal Supremo de Justicia, en alianza con el Ejecutivo, declara inconstitucional al Congreso y toma las funciones que le corresponden a los diputados. O lo que es lo mismo: unos pocos magistrados, escogidos casi a dedo y de tendencia favorable al gobierno de turno, tienen más poder que los parlamentarios electos por decenas de miles de votos.
La dinámica rompe desde su origen la máxima de Montesquieu respecto de la separación de poderes. Y es precisamente esa ruptura la que tiene hoy a los opositores al gobierno de Nicolás Maduro esgrimiendo sus argumentos bajo una máxima principal: lo que sucede en Venezuela es legal, pero no legítimo.
Tienen razón.
Venezuela, hoy
El esquema arriba propuesto no es arbitrario, sino un intento por comprender racionalmente una de las principales aristas que tiene hoy a Venezuela en medio de una crisis. Los hechos concretos pueden servir para corroborar, o no, la argumentación expuesta; a ellos nos remitiremos.
En diciembre de 2015, la última elección parlamentaria registrada en el país, la oposición aprovechó el desgaste natural del gobierno y obtuvo una contundente victoria. La derecha antichavista tomaría, democráticamente, el control del Legislativo a partir del 5 de enero.
Pero la saliente mayoría chavista se apresuró y jugó sus cartas. Acabados los comicios, y antes de la toma de protesta de la nueva Asamblea Nacional, los diputados oficializaron el nombramiento de 13 nuevos magistrados y 21 suplentes del TSJ (que ahora cuenta con 32) para un lapso de 12 años.
¿Dicho de otra manera? Los salientes diputados chavistas legaron a la entrante Asamblea un Poder Judicial totalmente hecho a la medida del chavismo, con la capacidad de intervenir políticamente y hasta anular al parlamento. Previsiblemente, fue lo que ocurrió: el TJS declaró inconstitucional a la asamblea Nacional y se atribuyó la representación del Poder Legislativo, mientras muchos medios destacaron la explicita militancia política oficialista de algunos de los nuevos magistrados, uno de los cuales, Calixto Ortega, ni siquiera cumplía los parámetros contenidos en la propia Constitución y fue nominado básicamente por haber sido diputado por el Partido Socialista Unido de Venezuela y encargado de negocios en EU durante el gobierno de Chávez, donde Venezuela no tiene embajador.3 La oposición, con toda lógica, acusó al gobierno de blindar al poder judicial, y la Asamblea aún chavista aseguró que ejercería las atribuciones que le eran propias hasta el día inmediatamente anterior al término de su mandato.
Esa es hoy la piedra de tope para saldar las diferencias entre las facciones. Y las reacciones no se han hecho esperar. El diputado Julio Borges, cuya condición de presidente de la AN tampoco reconoce el TSJ, anunció que desconocen esta sentencia. “Esta Asamblea Nacional desconoce al TSJ. Ellos se escogieron a ellos mismos, a nosotros nos eligieron 14 millones de venezolanos”, dijo. Desde el chavismo, bajo la égida de Nicolás Maduro, en tanto, acusan a los opositores, con el tono de grandilocuencia clásico de la izquierda radical, de mantener una alianza con Estados Unidos destinada a impedir los cambios democráticos y reinstalar la influencia del imperialismo.
El análisis
No hay discusión: lo que hace hoy el TSJ es completamente legal, desde el momento en que está contenido en la Constitución.
Sin embargo, la pregunta no debe ser qué tan legal es su forma de conducirse, sino qué tan legítima. La asamblea chavista nombró magistrados hasta el último día de su mandato, lo cual es perfectamente legal pero dudosamente legítimo si consideramos que otros serían las “víctimas” de esas leyes y decretos. La constitución bolivariana entraría en la categoría de Constitución Semántica propuesta por el experto alemán Karl Loewenstein. “En la Constitución Semántica, dice Loewenstein, la conformación del poder está congelada en beneficio de los detentadores fácticos del poder, independientemente de que éstos sean una persona individual (dictador), una junta, un comité, una asamblea o un partido”. “Mientras la tarea original de la constitución escrita fue limitar la concentración del poder, agrega, bajo el tipo constitucional aquí analizado tendrá restringida su libertad de acción y será encauzada en la forma deseada por los detentadores del poder”.
La politización de los poderes judiciales –la historia, incluso la mexicana, es fecunda en ejemplos de ese tipo– tiende a ser un factor más de confrontación que de unión, porque a la rivalidad inherente que genera la dinámica de la política se suman en este caso los cuestionamientos a la legitimidad de que los jueces actúen como políticos. Por lo demás, ética y estéticamente resulta cuestionable, e incluso aberrante, expedir leyes hechas a la medida para amarrar a las administraciones venideras, tal como lo hizo el gobierno de Pinochet, al cual el chavismo, durante sus años de gloria, exhibía como antítesis de lo que es bueno y noble en la política4. Hoy sucede que el chavismo legitimó –con elecciones de por medio, vale decirlo– un esquema que se parece peligrosamente al que engendraron sus declarados enemigos políticos.
La politización del Poder Judicial casi nunca termina bien, y no hay motivo para que Venezuela sea una excepción. Y esa politización del poder judicial en Venezuela –y, por tanto, gran parte de la crisis social– tiene, en este preciso instante, un grupo que es el responsable principal: el chavismo. Hoy Venezuela es una oclocracia que difiere profundamente del ideal democrático que alguna vez la inspiró. Pero aún: todos los análisis muestran que, de seguir por la ruta que ha emprendido, lo único que le queda es el abismo.
1 Vargas Llosa, Conversación en La Catedral.
2 En contraste, y solo como ejemplo, la constitución de Chile faculta en su artículo 62 la expedición de leyes solo al Congreso y al Presidente de la República.
3 Hay un segundo magistrado en la discordia, Maikel Moreno, pero sus cuestionamientos tienen más relación con un viejo asunto policial que con su adscripción política, y por eso queda fuera de este análisis.
4 Dos ejemplos.
El primero: Pinochet, tras 17 años de dictadura, cedió el poder el 11 de marzo de 1990 al presidente electo democráticamente, Patricio Aylwin. Apenas unas horas antes de entregar el poder, uno de sus secuaces, el folclórico almirante José Toribio Merino, decretó el fin del aborto y el divorcio en el país, convirtiendo de un solo golpe a Chile en uno de los países más conservadores del mundo respecto de esos temas.
El segundo: Jaime Guzmán, un brillante y oscuro político que se formó a la sombra del régimen dictatorial, creó para Chile el ya legendario Sistema Binominal, un engendro que en síntesis empataba el 70% de la votación de la centroizquierda con el 30% que obtenía la derecha; esa composición espuria en el Congreso era, precisamente, lo que impedía eliminar al sistema binominal de la Constitución.
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