La metamorfosis de la nota roja
Jorge A. Amaral
Desde hace algunos años, la inseguridad y la violencia en México han tomado dimensiones exorbitantes, eso no es nada nuevo. Un tema muy discutido ha sido el de la remasterización de la barbarie en la que los grupos criminales recurren a técnicas de tortura y ejecución que pueden ser verdaderas obras del ingenio más macabro, tanto, que Los 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade, parece el Manual de Experimentos Mi Alegría, y no por el uso de conocimientos técnicos o médicos con que el narco lleva a cabo tales atrocidades, sino por el grado de deshumanización y la sangre fría con que se realizan estos actos, además del significado social de tales hechos, muchos de ellos registrados en videos que circulan por la red.
Es verdad que a lo largo de la historia de la humanidad han existido la tortura y las ejecuciones, y que la exhibición del cuerpo de un ejecutado siempre constituye un llamado de atención y una advertencia a quienes se sientan tentados a cometer la misma falta, para que lo piensen dos veces y desistan de ello o se atendrán a las consecuencias.
Volviendo al contexto contemporáneo de México, hay voces que dicen que hasta el salinato y el foxismo los cárteles de la droga se mantuvieron en relativa paz. Lo que sucedía en aquel entonces era que, al no haber mayor presión gubernamental, ellos se encargaban del reparto de plazas, ya fuera por la vía de la negociación o enfrentándose entre sí, y vale recordar que si había muertos y balaceras era entre los estrictamente involucrados; si un funcionario o policía era víctima de una ejecución, se debía a que posiblemente estaba coludido; recordemos que los Arellano Félix, El Chapo, El Señor de los Cielos, el Cártel del Golfo y demás organizaciones arrojaban auténticos cañonazos de dinero a funcionarios, militares y autoridades judiciales y civiles a cambio de protección, información y cooperación; de otra forma, los imperios construidos por Juan Nepomuceno Guerra en Tamaulipas, los hermanos Arellano Félix en Tijuana, Caro Quintero en Jalisco, Amado Carrillo en Ciudad Juárez o Joaquín Guzmán Loera en Sinaloa, jamás habrían sido posibles.
Así estaba el país, repartido entre grandes cárteles que controlaban células y grupos locales a cambio de proteger los feudos y las plazas, y salvo por desaguisados como el asesinato del cardenal Posadas Ocampo a inicios de los 90, nadie los molestaba pues el gobierno sabía que no iba a poder contra grupos perfectamente armados, estructurados y con una capacidad económica y operativa que los hacía, y los sigue haciendo, rivales casi invencibles.
Pero de repente, en 2006 llegó un presidente de la República que a fin de legitimar su entrada a Los Pinos emprendió una cruzada contra el narcotráfico apenas pasados unos días desde su toma de posesión. Felipe Calderón, el mismo que no pudo ser gobernador de Michoacán y que llegó a la Presidencia en condiciones más que discutibles, cometió el error que aún ahora ha costado alrededor de 100 mil vidas y decenas de miles de desaparecidos: irse a tontas y a locas contra grupos que, como ya dije, están bien organizados y estructurados, a veces más que el mismo gobierno. Su estrategia consistió en mandar miles de soldados a las calles y saturar con policías federales el panorama.
Si a los palos de ciego de Calderón, a la corrupción en el Ejército y las procuradurías General de la República y las estatales, así como en los diferentes cuerpos de seguridad, le agregamos los reacomodos que en aquel entonces se daban al interior de las estructuras criminales por pugnas internas y entre grupos, el surgimiento de nuevas y más sanguinarias organizaciones y la laxitud de nuestro sistema penal, era lógico que el país estallara en la violencia.
Pero tampoco hay que caer en la irresponsabilidad de decir que el más infame de los michoacanos tiene toda la culpa de esta situación que vive el país, pues si la delincuencia organizada llegó a lo que ahora es, se debe a los años de corrupción, lagunas legislativas, crisis concatenadas y escasos valores éticos a lo largo del siglo XX. Así pues y dicho de manera vulgar, el hormiguero ya estaba, Calderón sólo lo alborotó.
Pero algo que se ha visto en los últimos años y que sí es más o menos nuevo, al menos en este rubro, es la sanguinaria forma de actuar de los delincuentes. A pesar de los cuantiosos recursos económicos que poseen, el poderoso armamento que pueden utilizar, con redes de intercomunicación tan sofisticadas como las del gobierno, con el entrenamiento que suelen demostrar en sus acciones y una capacidad operativa digna de cualquier ejército, llama la atención que sigan recurriendo a formas de tortura y ejecución que, aunque sanguinarias y variadas, no dejan de ser rudimentarias, prácticamente cosa de bárbaros.
Con la entrada de Los Zetas a la escena criminal, la sociedad vio atrocidades que en su momento sólo se habían visto, al menos en años recientes, en la forma de asesinar de los miembros de la Mara Salvatrucha: machetazos, decapitaciones, desmembramientos y un largo y macabro etcétera. Cierto, publicaciones como Alarma! ya daban cuenta de brutales asesinatos, pero eran casos aislados en los que un marido celoso, una mujer agraviada o un compañero de parranda incurrían en acciones cuyo calificativo más acertado es lo grotesco. Pero lo que sucedió a raíz de la aparición del grupo fundado por Arturo Guzmán Decena al servicio de Osiel Cárdenas Guillén constituyó una contradicción e inauguró una nueva modalidad de nota roja.
La contradicción que se mostró con el antiguo brazo armado del Cártel del Golfo fue que siendo militares altamente entrenados, con una formación en lo más avanzado en técnicas de combate a guerrillas urbanas y grupos terroristas, con un adiestramiento altamente efectivo en materia de logística, comunicación, inteligencia militar, espionaje y contraespionaje, uso de armas, vehículos y explosivos, vaya, con la capacitación que sólo los soldados de élite poseen, resultó contradictoria la manera tan brutal y bárbara de asesinar y torturar a sus víctimas, y no es necesario describir las atrocidades que han hecho que este grupo criminal sea considerado el más sanguinario en la historia del crimen en México, incluso al grado de que el gobierno estadounidense lo considere una amenaza a su seguridad nacional. Cientos de publicaciones que inundan Internet y otras más de manera impresa, han dado cuenta de los colgados, desmembrados, decapitados, calcinados, cuerpos apilados en lugares transitados para mandar mensajes a sus contrincantes.
Con lo que en 2006 era una ola de violencia pero que a estas alturas ya es un tsunami, pues los demás grupos han adoptado las formas de matar y mandar mensajes del también llamado La Última Letra, se instituyó una nueva forma de hacer nota roja. Hasta hace unos años, las atrocidades eran vistas con mayores cantidades de morbo, pues eran casos extraordinarios que daban al imaginario colectivo el aliciente para sus más mórbidas fantasías. Por eso es que publicaciones como Alarma! o Semanario de lo Insólito se vendían, leían y, sobre todo, se apreciaban con tal fruición, que casos como el de Diego Santoy (inocente, por cierto) eran masticados y comentados durante semanas, y no sólo por los medios de comunicación, sino por la propia sociedad que incluso planteaba teorías sobre lo sucedido, teorías que daban forma a la opinión pública en estos temas, que eran una suerte de postre a la hora de leer el periódico o ¿de qué otra forma se explica que la sección de política antecediera a la deportiva para rematar con la nota roja? Mi hipótesis es que el lector común hacía corajes con la sección política, se regocijaba con la deportiva viendo los resultados de su equipo de futbol y se daba un baño moral con la nota roja.
Eso era en los buenos tiempos de la información sanguinolenta; hoy todo ha cambiado. En primer lugar, ser reportero o periodista de nota roja se ha vuelto un oficio de alto riesgo, a menos que se haga lo que muchas agencias informativas hacen: reportar sólo el accidente automovilístico, la pelea de borrachos que acabó en un muerto y un prófugo, o la nota sobre el violador capturado o el asalto. En segundo lugar, de unos años para acá la violencia se ha democratizado de tal forma, que reportar un ejecutado o una balacera llama la atención del lector sólo si el suceso tuvo lugar en las cercanías de su domicilio o centro de trabajo, pues de otro modo ya no es novedad, sobre todo si el hecho se suscita en estados como Michoacán, Guerrero, Durango, Zacatecas, Sinaloa, Chihuahua, Jalisco, Coahuila, Tamaulipas, Morelos, Nuevo León, Baja California Norte o Veracruz, y ahí tenemos el caso Heaven, que llamó la atención porque los levantados y asesinados eran de la Ciudad de México, los levantaron en un bar de la Zona Rosa y sus cuerpos aparecieron en un rancho. Y aquí valdría preguntar por qué razón, los miles de casos de desapariciones a lo largo y ancho del país no se han resuelto de manera tan rápida y bajo tal presión televisiva; simple, porque en la Ciudad de México un caso de esta naturaleza sí es un hecho aislado, extraordinario.
Lo anterior sirve para definir el nuevo estilo de la nota roja del que hablaba párrafos arriba. Si hace años estas notas eran la comidilla o el comentario ingenioso de la charla, la nota roja actual, cuando da cuenta de los hechos violentos relacionados con la delincuencia organizada, tiene además un uso estadístico, pues el lector asiduo a esta información o quien tenga un interés profesional o periodístico (que no es menos profesional) sabrá identificar las señales que la violencia da; por lo anterior, las víctimas dejan de cobrar importancia, pues rara vez se sabe quiénes son, por lo que el hecho violento se lee menos como un suceso extraordinario y más como el síntoma de una enfermedad social.