Referencia metodológica del ensayo Celebración de la historia:
Escrito en un lenguaje llano y directo y estructurado con elementos del revisionismo y el deconstructivismo críticos, este ensayo se compone de tres partes: (1) Una introducción en la que se plantea la importancia de recuperar y revisar la historia nacional, como condición previa para establecer un nuevo cotejo y avanzar hacia una reinterpretación de sus contenidos; (2) un desarrollo de los temas de la Independencia y la Revolución Mexicana, en clave de interpretación cultural, donde se exploran las posibles conexiones y líneas de continuidad teórica entre ambos movimientos y, finalmente, (3) una última parte, en la que el autor hace una invitación abierta a asumir y abordar los asuntos de la historia con una actitud científica e intelectual serena y relajada. Las conclusiones del trabajo, que podría haberlas, el autor las transfiere a los posibles lectores. (Nota de José Mendoza Lara).
Celebración de la historia
No hay que confiar en aquellos que anuncian
la verdad absoluta en sus trabajos.
Álvaro Matute
Por Leopoldo González
En veinticinco meses y unos cuantos días, aproximadamente, los poderes públicos y la sociedad mexicana estaremos conmemorando, en todo el país, las fechas de inicio de la lucha por la Independencia Nacional y de la Revolución Mexicana.
Con este motivo, ya se instalan comités organizadores, se constituyen comisiones de festejos y se designan juntas conmemorativas, de todo tipo y con las más distintas concepciones y programas de actividades, con el propósito de darle a estas fechas conmemorativas el lucimiento, realce y trascendencia que dictan sus orígenes y proyección simbólica en el tiempo mexicano.
En los últimos años, se ha vuelto un asunto y una vocación de urgencia “recuperar la historia”: volverla tema generador del debate nacional y terminal nerviosa de la sensibilidad popular; tornarla centro y vector de determinada reflexión académica, independientemente de otros asuntos que demandan atención y estudio; transformarla en eje y signo del sentir, el creer y el pensar y situarla como la coordenada madre de todo lo que afana en la vida nacional. En este sentido, la conmemoración del Bicentenario y el Centenario será, sin duda, una coyuntura favorable a esa recuperación y un momento propicio para que afloren las ágoras del subconsciente colectivo. No obstante, conviene preguntarse si esa preocupación por “recuperar la historia” no es una tentativa de restauración de los mitos y símbolos que dieron origen a la nación, y si no constituye –como ha ocurrido en otros momentos de nuestra historia- una estratagema para eludir todo contacto con el presente que ya es futuro.
Como toda conmemoración, que en medio del grito y el festejo deja abierta la posibilidad de la reflexión, esta será, sin duda, ocasión para el cotejo y el inventario: para revisar y establecer el soporte científico de todas o algunas fuentes de la historia nacional y para valorar, con perspectiva crítica, lo que ha sido de la independencia y la revolución hasta nuestros días y de qué modo pudieran conectarse, hoy, con la dinámica global que ocupa el centro de la cultura y el pensamiento contemporáneo.
Las conmemoraciones en puerta, de dos de las tres revoluciones más importantes de la historia de México, podrán ser el marco más propicio para acentuar, en una época como la nuestra, la relevancia de los estudios y la investigación histórica; revisar las corrientes fundamentales de la historiografía mexicana; continuar y renovar los ejercicios y ensayos de divulgación histórica; avanzar hacia nuevos planos, enfoques y vislumbres en la interpretación del pasado y la historia que nos condujeron a este aquí y ahora y, quizás como propósito ulterior, volver a plantear la pregunta, con perspectiva actual, sobre el sentido y el destino que suele atribuirse a nuestro país en la marcha general de la historia.
La conmemoración del 16 de septiembre y el 20 de noviembre, como fechas de inicio de la lucha por la Independencia y de la Revolución Mexicana, por supuesto que tiene una valoración central y significados muy precisos en la conciencia nacional, pero también algunos otros sentidos posibles o latentes, relacionados con el contexto histórico en que ocurrieron aquellos hechos.
Todo lo que nace remplaza un tejido, rompe un mundo y se dispone a instalarse en la compleja realidad de la incertidumbre. Al azoro suceden el asombro, la búsqueda de respuestas, la tentativa de una nueva creación y la forja de una identidad y un carácter para ser y estar en la historia.
Una forma de conocer un país, quizás la más confiable, es indagar el marco emocional que agita su existencia; intentar descubrir la índole de las reacciones más íntimas que le provoca su radical extrañeza; identificar el móvil de sus primeras preguntas y asomarse al fondo, a la textura e intención de sus principales respuestas.
Una nación en busca de sí misma
La necesidad y la urgencia de ser, desde los días en que la sociedad mexicana despertaba del letargo de la Colonia y se armaba, en el silencio y las sombras, la conspiración de Valladolid, han sido los asideros y las brújulas de orientación del sueño mexicano.
En el momento en que una nación pone manos a la obra para hacerse a sí misma, forjar su rostro en el tiempo y darse un modelo de Estado, los seres y las cosas de esa nación se acomodan de tal modo que toda la realidad se vuelve materia plástica, descubrimiento de una esencia y un camino, alas en libertad. “Una nación es un proyecto a realizar”, escribió Ernest Renan en 1882.
Los países –como en la mitología de los dioses y los seres más antiguos- nacen en el caos de lo que busca su forma primera, en él sobreviven durante algún tiempo y luego acceden a niveles de vida superior.
En el momento en que nace como nación independiente, México parece formularse dos interrogantes: una, claramente intencional, al tipo de pasado del cual veníamos, y otra, un poco confusa o distraída, a la horma cultural que forjaría el ser y el modo de ser. Por la primera, quedamos asidos a un laberinto en espiral, en cuyo fondo buscamos la huella primera y la veta más insondable de nuestra cultura. Por la segunda, trastocamos nuestras singularidades como nación en aviso de una prolongada soledad y en conciencia de separación, intentando mostrar la orfandad cósmica y el despojo de que habíamos sido víctimas desde los días de La Conquista.
Por esto, no es extraño que la primera novela de América, El periquillo sarniento (1816), de José Joaquín Fernández de Lizardi, se escribiera en México y contuviera algunos de los valores del siglo anterior y, simultáneamente, una serie de propuestas estéticas, lingüísticas, costumbristas y de formato, orientadas a revelar y establecer la veta temática y verbal de un país en busca del fondo y el estilo de una “expresión nacional”.
Había que descubrir hilos de continuidad relacionados con la historia, la religión y la cultura del país en formación. “Una clara continuidad de pensamiento une a Hidalgo y a Lizardi, pasando por los primeros insurgentes y Teresa de Mier. A través de Lizardi, la misma corriente se enlazará con la Reforma”, refiere Luis Villoro, al establecer lo que inquietaba a las mentalidades más comprometidas de la época.
Pero en la idea de fundar un país desde la roca sólida y la pluralidad de significados de su lenguaje, Fernández de Lizardi e Ignacio Manuel Altamirano también compartían preocupaciones similares, porque años después de publicada la novela del primero, Altamirano proponía “ocuparse de México” en la literatura, en el momento en que buena parte del país, en mesones y clubes de partidarios de la causa insurgente, discutía sobre la mejor forma de colocar los cimientos y andamios de una estructura nacional.
En la primera mitad del siglo XIX, México buscaba la forma de superar la marea del caos en su vida cívica, política y económica, formulando definiciones osadas e interpretaciones tan apresuradas como arriesgadas en el fragor de los acontecimientos. Una de ellas, en clave de lectura sentimental, provino de El Nigromante: “Los mexicanos –escribió Ignacio Ramírez- no descendemos del indio ni del español, descendemos de Hidalgo”.
El periodismo, la crónica histórica, la novela costumbrista, la oratoria parlamentaria y la poesía que se escribió en México en la segunda parte del siglo XIX, fueron instrumentos de autoconocimiento y recursos que permitieron identificar, poco a poco, las raíces culturales del nacionalismo mexicano, los rumbos que debía seguir el país y los puntos finos que debían sustentar la concepción de un proyecto nacional.
Puede decirse que, en la primera etapa del liberalismo mexicano, que viene de principios del siglo XIX y se extiende, aproximadamente, hasta 1867, México se descubrió a sí mismo como interrogante, como una tentativa de ser en el tiempo, como una realidad histórica y cultural que necesitaba –y merecía- transitar de una mentalidad colonial a una mentalidad de país, con todos los retos que esto implicaba.
Asimismo, en la segunda etapa del liberalismo mexicano, que comprende, aproximadamente, de 1867 a 1917, México descubre y desarrolla las vetas de una idiosincrasia y un folclor nacionales, refina en su interior los moldes de una nostalgia por el origen y el “edén subvertido”, dibuja en limpio el rostro ideológico de un liberalismo de fundación y, así, se encamina a un horizonte histórico que habrá de parecer, más que horizonte (donde se pone el sol), renacimiento (donde nace, otra vez, el mismo sol).
La revolución en su laberinto
Con el cambio del siglo XIX al XX, México se plantea, de nuevo, aunque con rudimentos y métodos distintos a los de hacía un siglo, la pregunta por su pasado, sus fundamentos y el sentido de su presencia en la historia.
Un pasado, que por inquietante y doloroso no habíamos aprendido a administrar en nuestro interior; “la cuestión del modo de ser nacional” (Edmundo O’Gorman); las preguntas que habían quedado sin respuesta en nuestro primer siglo de vida independiente; las distancias abismales entre la realidad social y la realidad del poder y, por último, la opresión ejercida por la dictadura porfirista, serían causas suficientes que conducirían, inevitablemente, a la Revolución de 1910.
La Revolución Mexicana fue una gesta necesaria en el corazón de varias revueltas urgentes. Las diferencias de sentido y significado entre revolución y revuelta, son tan conocidas que no hay razón para volver sobre ellas. Mientras la revolución, además de ser una pregunta en sí misma, produjo una idea de hacia dónde debía avanzar el país, la revuelta recicló y reprodujo en su interior la idea de hacia dónde debíamos retroceder como nación.
Una y otra, la revolución y la revuelta, por distintos métodos y caminos mixtificaron y definieron los contenidos de la cultura nacional en el siglo pasado, no sólo en el sentido de un uso maniqueo de nuestra memoria histórica para sus propios fines, sino, incluso, en la idea de determinar las hormas y los moldes de la sensibilidad, la imaginación y la mentalidad colectiva.
No es un hecho nuevo, ni motivo de asombro, que las circunstancias históricas determinan y explican los fundamentos y contenidos de una cultura, en la misma medida en que la cultura determina y explica ciertos fenómenos y eventos históricos. Por esto, hay temas históricos que se vuelven temas de la cultura y, al mismo tiempo, cuestiones y asuntos de la cultura que se tornan temas de la historia.
En este contexto, no es extraño que algunas de las preocupaciones nacionales de la primera época de la Independencia, aparezcan recicladas o reformuladas un siglo después, cuando la revolución despierta una vez más al país y se vuelve, al mismo tiempo, esperanza y drama de apresurados de la historia.
Las primeras células y generaciones culturales del siglo XX, desde el Ateneo de la Juventud, la revista Taller, la revista Contemporáneos y el grupo que dio forma a La Espiga Amotinada, no sólo intuyen que ha llegado la hora de formular sus propias respuestas a un país sobrepoblado de confusión y ruidos, sino que es necesario definir “el genio nacional” (Alfonso Reyes) y dotarlo de un horizonte cierto de realización en el tiempo.
Si en asuntos de cultura las anticipaciones e influencias son recíprocas, entre una época o una generación y otra, en literatura la extrapolación de planos, el transbordo de contenidos, la imitación y la hipermnesia, entre otros recursos, suelen hacer evidentes líneas de continuidad temática, estilística y verbal, entre épocas y aún entre autores.
En una primera etapa, la disertación, el ensayo filosófico, las crónicas de campaña o de viaje, la autobiografía y la escritura intelectual libre son el molde que condensa, como en un crisol, la preocupación por definir el enfoque y el rostro de la revolución y el proyecto de país que movía a esa generación.
Tiempo después, la novela rural y de otro tipo (con tendencias formalistas o en la línea del creacionismo, según advierte Sara Sefchovich) ofrece el retrato de un país que vive la marea de la revolución y cree en ella como en un deber ser o un ideal colectivo, pero al que, por razones que tienen que ver con nuestra tradición histórica, la única esperanza residual que lo sostiene es el triunfo del caudillo o de su idea, más que el triunfo de una idea de nación o de República, a la que considera impersonal o lejana.
Curiosamente, después de que Guillermo Prieto escribió el Romancero nacional (1885), “clasificable en la vertiente realista y popular del romanticismo”, según Raimundo Lazo, un desierto de unánime silencio puebla a la poesía mexicana por poco más de un cuarto de siglo, porque “no hay –afirma José Emilio Pacheco- poetas de la Revolución”.
La dramaturgia y la novelística creadas bajo el influjo de la Revolución Mexicana, en más de un sentido, son la pregunta sorda que recorre toda la historia de México, no sólo porque esa pregunta ha sido, con frecuencia, punto de partida y de llegada de sí misma, sino, más aún, debido a que la cultura nacional –apoltronada a veces, cloroformada otras- suele eludir la formulación de respuestas críticas y puntuales a preguntas que la literatura se hace, y nos hace, con la misma entraña y el mismo talante.
Independientemente de que la contribución de Pedro Páramo, entre otras novelas de la época, es central para entender las contradicciones y ambigüedades de la Revolución Mexicana, quizás lo mejor que produjo la revolución, en su fase de institucionalización, fue toda la obra plástica creada e incentivada por los muralistas, porque metaforizó en imágenes la actitud de vida del mexicano, recreó –sin los filos de la palabra- las soterradas contradicciones que hablaban por nosotros desde antes de la lucha por la Independencia, fue cifra y suma del conocimiento que habíamos logrado sobre nosotros mismos, y sí, constituyó –más acá de su temple ideológico- un ejercicio de la imaginación creadora, precisamente en la línea que había apuntado Alfonso Reyes, cuando estableció que “la mejor forma de ser particular es ser universal y, al mismo tiempo, la mejor forma de ser profundamente universal es ser profundamente particular”.
Hoy, cuando estamos a veinticinco meses y unos cuantos días, aproximadamente, de conmemorar dos siglos del inicio de la Independencia y uno de la Revolución Mexicana, quizás no pueda decirse que hemos vivido a plenitud, como nación, cada una de las etapas de nuestra historia; tal vez tampoco pueda afirmarse, con razón, que las preguntas que nos hicimos por el ser y el modo de ser nacional, hayan sido contestadas con el realismo y el rigor que demandaban las épocas en que fueron formuladas; incluso, tampoco puede darse crédito, hoy, a las versiones fáciles y maniqueas de la historia, que suelen dividir el calendario cívico y el panteón de los héroes según los dictados del humor o las glándulas.
En el marco de conmemoración de estos eventos históricos, en cuyo flujo habrán de tener lugar mesas de reflexión, talleres, coloquios, conferencias y otras actividades similares, lo recomendable sería agregar hallazgos y nuevos ángulos de interpretación a la investigación histórica; dotar de un aire sereno cualquier planteamiento sobre la historia nacional; repensar y analizar a los héroes en su estricta condición de seres de carne y hueso; abordar a la historia sin el aura fantástica del historicismo y darnos la posibilidad de discutir y revisar los asuntos de nuestro pasado con una actitud intelectual relajada, como si no nos fuera la vida en ello.
Si esto hacemos, estaremos celebrando la magnitud de dos hechos históricos como se merecen, con objetividad confiable y semillas de lúcida racionalidad, tal como deben ser abordados los asuntos más entrañables en la vida de las naciones.
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Referencia o ficha curricular de autor:
Leopoldo González nació en Ario de Rosales, Michoacán, en 1963. Es consultor jurídico, analista político, ensayista y poeta. Hizo estudios profesionales de periodismo en la Escuela de Periodismo “Carlos Septién García”. Diplomado en Economía y Finanzas en el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP), Seminario en Filosofía de la Cultura en la UMSNH y Diplomado en Derecho Parlamentario en la Universidad Latina (UNLA). Ponente y conferencista en diversas instituciones académicas y culturales del país. Tiene diversos premios de periodismo y literatura. Actualmente, se desempeña como asesor en el Congreso del Estado.