Elena Garro y el porvenir de sus recuerdos
Por Rosario Herrera Guido
Yo sólo soy memoria
y la memoria que de mí se tenga.
Elena Garro, Los recuerdos del porvenir.
No cabe duda que la novela c es un relato mítico y poético, escrito en un tiempo circular, espiral, pergeñado en presente perfecto, en un “habrá sido”, en un futuro que regresa como pasado, habla poética, que dice lo que siempre está sucediendo, cual palimpsesto del poder, eterno retorno de la repetición y la diferencia, donde al descarapelar una pintura encontramos a otros personajes pero sobre un mismo tema: el poder, con todo su espectáculo y sus miserias.
Al acercarse a la obra de Elena Garro, se comprende que Esther Seligson afirme que la infancia tiene el poder de la lámpara de Aladino, pues transfigura el mundo acorde a los deseos y la imaginación (Esther Seligson, “In Illo Tempore”, La fugacidad como método de la escritura, México, Plaza y Valdés, 1988:23), y al mismo tiempo se pregunte por qué con el paso de los años vamos perdiendo la infancia.
Y es que la infancia es el tiempo que no pasa, el secreto de las palabras y las palabras secretas, la verdad de lo increíble, lo verosímil, el mundo de los sueños y los sueños del mundo, como una deslumbrante luminosidad. Las hadas son en realidad la proyección de la fantasía infantil, que con su varita mágica convierten en un sueño todo lo que tocan: “De niña, Señor Brunier, el tiempo corría como la música en las flautas. Entonces no hacía sino jugar, no esperaba…” (Elena Garro, La semana de colores, México, Universidad Veracruzana, 1964:67). El juego, rito cosmogónico, consagración de sueños y deseos, es libertad de la felicidad. El juego es el mundo de la infancia, el espejo de agua, el vuelo aéreo, el terruño originario, el fuego tentador y temible.
Más tarde emerge el paraíso perdido del artista, el jardín de las delicias, de todos los colores, los sonidos y las formas. Un jardín donde no reina la inocencia, pues es un bosque habitado tanto por deleites como por horrores. Porque lo paradisíaco es bello, simétrico, placentero, bueno, pero también es monstruoso, cruel, gozoso y mortífero. Lo familiar (Heimlich) —como descubre Sigmund Freud— es también lo desconocido (Unheimliche), que se encuentran dentro de nosotros, cual claroscuro de la existencia.
En el tiempo mítico de la infancia, un tiempo sin tiempo, el instante, las palabras existen por sí mismas, multiformes, con el peso de su propio significado, palabras extrañas y extrañadas, que provocan la melancolía de un estanque en el que sumergirse (Elena Garro, Los recuerdos del porvenir, México, Joaquín Mortiz, 1963: 78). Palabras que, con sólo decirlas, como por arte de magia, hacen aparecer las cosas. Palabras encantadas y encantamiento de las palabras. Palabras que al nombrar las cosas las crean y las comunican a otras almas.
En la tarde de la vida, se descubre que se pueden descongelar días y que se puede recuperar la memoria de otro tiempo y otro espacio. Después de todo, el porvenir es el retroceso hacia la muerte, el estado perfecto en el que se puede recuperar la otra memoria (Elena Garro, Recuerdos del porvenir, Joaquín Mortiz, 1963:33). Fuera del principio, sólo está la convicción de lo perdido, de los actos inalterables, la certeza de que para asirnos a la realidad no nos queda más que el recuerdo.
Recordar, rescatar, recuperar. El paso hacia una nueva vida es la muerte. Pero nada nos asegura que hay otra vida. Podría ser que sólo exista el barruntar por los mismos deseos y pérdidas. El porvenir de los recuerdos de Elena Garro, nos enseña que nos desconocemos por reconocernos en los otros y que por ello de generación en degeneración repetimos los mismos actos: “Extraviados en sí mismos, ignoraban que una vida ni basta para descubrir los infinitos sabores de la menta, las luces de una noche o la multitud de colores de que están hechos los colores. Una generación sucede a la otra, y cada una repite los actos de la anterior. Sólo un instante antes de morir descubren que era posible soñar y dibujar el mundo a su manera, para luego despertar y empezar un dibujo diferente. Y descubren también que hubo un tiempo en que pudieron poseer el viaje inmóvil de los árboles y la navegación de las estrellas, y recuerdan el lenguaje cifrado de los animales y las ciudades abiertas en el aire por los pájaros. Durante unos segundos vuelven a las horas que guardan su infancia y el olor de las hierbas, pero ya es tarde y tienen que decir adiós y descubren que en un rincón está su vida esperándoles y sus ojos se abren al paisaje sombrío de sus disputas y sus crímenes y se van asombrados del dibujo que hicieron con sus años. Y vienen otras generaciones a repetir sus mismos gestos y su mismo asombro final. Y así las seguiré viendo a través de los siglos, hasta el día en que no sea ni siquiera un montón de polvo y los hombres que pasen por aquí no tengan ni memoria de que fui Ixtepec” (Elena Garro, Los recuerdos del porvenir, México, Joaquín Mortiz, 1963:249).
Elena Garro busca regresar al principio del tiempo, al tiempo de la infancia, al tiempo reencontrado. La infancia no es un capítulo de la memoria y la historia que se cierra, pues somos narración, somos contados y nos contamos, somos el futuro que regresa como pasado. Como diría Jacques Lacan: “Eso que hemos querido lo podemos saber”. Y sólo entonces la vida se nos presenta como el realismo mágico, realmente mágica, como el llano de Ixtepec: “Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra. La veo y me recuerdo, y como el agua al agua, así yo, melancólico, vengo a encontrarme en una imagen cubierta por el polvo, rodeada por las hierbas, encerrada en sí misma y condenada a la memoria y a su variado espejo […] Por las noches estallan los cohetes y las riñas: relucen los machetes junto a las pilas de maíz y los mecheros de petróleo. Los lunes, muy de mañana, se retiran los ruidosos invasores dejándome algunos muertos que el Ayuntamiento recoge. Y esto pasa desde que yo tengo memoria” (Elena Garro, Los recuerdos del porvenir, México, Joaquín Mortiz, 1963:9-10).
Pero como los instantes poéticos vividos de la infancia nada tienen qué ver con la duración, que se divide imaginariamente en pasado, presente y futuro, se prolongan en el futuro, pues la vida es la continuación que fluye en el origen, que es el antes que deviene después, un pasado que nunca sucedió tal cual y un porvenir que no es propiamente el futuro inesperado. Porque “el porvenir de los recuerdos de Elena Garro” son proféticos, espirales míticas, repetición con diferencias imperceptibles, que provienen de la experiencia imaginaria que retorna cual verdad del futuro. Porque para Elena Garro, la vida es la memoria poética del porvenir de los recuerdos.
Los personajes de la memoria poética de Elena Garro se encuentran con la muerte como si fuera el envés de la temporalidad de la vida, para encontrarse con el verdadero rostro de la vida. La muerte no es rival de la vida. Morir permite ser la memoria de todas las cosas, con lo que llegamos al mundo y la nostalgia de nuestra partida. Como tras los sueños de la noche nunca nos recobramos, así tras la muerte no hay resurrección. Lo armoniza Elena Garro a través de la voz del pueblo de Ixtepec: “Después de esta tarde una mañana que ahora está aquí, en mi memoria, brillando sola y apartada de todas mis mañanas. El sol está tan bajo que todavía no lo veo y la frescura de la noche puebla los jardines y las plazas. Una hora más tarde alguien atraviesa mis calles para ir a la muerte y el mundo se queda fijo como en una tarjeta postal. Las gentes vuelven a decirse ‘Buenos días’, pero la frase se ha quedado vacía de sí misma, las mesas están avergonzadas y sólo las últimas palabras del que fue a morir se dicen y repiten y cada vez que se repiten resultan más extrañas y nadie las descifra”.
Porque el sueño es la memoria del origen y el retorno al tiempo primigenio, que deviene futuro. Al lado de Sören Kierkegaard, para Elena Garro el tiempo es “instante eterno” recobrado. Y como la palabra de nuestra gran escritora está fuera del tiempo, puede recordar poéticamente el porvenir.