19 marzo, 2017

Malestar en la educación: Rosario Herrera Guido

Malestar en la educación

Rosario Herrera Guido
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México

 

El tema del amor en la educación es descuidado por la filosofía de la educación, la pedagogía y la educación escolarizada; sin embargo, está muy relacionado con el saber, el conocimiento y la verdad, y produce malestar en la educación en ocho momentos: 1) pedagogía y filosofía; 2) el lenguaje y la educación; 3) educación conservadora versus educación liberal; 4) la mesura en la educación; 5) el amor al saber; 6) el amor y sus dos fases (liberadora y alienante); 7) el maestro como objeto de amor e ideal del yo, y 8) la búsqueda de saber y el encuentro con el propio deseo, más allá del maestro del saber. Todo ello con base en un diálogo entre la filosofía y el psicoanálisis, a través de Whitehead, Russell, Weber, Millot, Paz, Freud y Lacan, entre otros.

La educación plantea dos problemas fundamentales: 1) el técnico, que refiere a los procedimientos, propios del campo de la pedagogía, y 2) uno general que trata de la reflexión de los fines de la educación propios de la filosofía de la educación. A pesar de que ambos no se excluyen entre sí, en este ensayo sólo voy a tratar los fines de la educación por sobre la labor metódica concreta (preocupación de la pedagogía).

Los fines de la educación son la preocupación de filósofos, pedagogos y pensadores. De aquí que el pensamiento sobre los fines de la educación, que refiere a una filosofía de la educación, se auxilie de la antropología, la sociología, la psicología, la historia, el psicoanálisis, etc. Estas reflexiones transdisciplinarias, por lo común, parten de ideas básicas: qué es el hombre, cuál es su lugar en el mundo, qué se entiende por cultura, por historia, etc. De todas, me inclino por la que parte de la facultad fundamental de los hombres y las mujeres: el lenguaje. Una facultad que involucra a la cultura y a la educación.

Cuenta la mitología griega que cuando el dios Zeus les concede a los animales atributos especiales para sobrevivir tanto a las inclemencias del tiempo como a la agresión del resto de los animales, les da garras a las fieras, alas a las aves, escamas a los peces, etc.; pero cuando termina su espléndida obra, sus hijos Epimeteo y Prometeo le reclaman el desamparo en el que ha dejado al hombre. Zeus acepta su descuido y le concede a Epimeteo otorgarle al hombre la capacidad de pensar y hablar. Sin embargo, ante el pedido de Prometeo de darle el fuego, Zeus se niega rotundamente. Prometeo se rebela y se roba el fuego del Olimpo para dárselo al hombre. Zeus lo condena a vivir encadenado a una roca por toda la eternidad, mientras las aves de rapiña le devoran las entrañas. Un mito que da cuenta del nacimiento de la cultura, a partir de las facultades humanas que nos exilian de la naturaleza: el pensamiento, el lenguaje y el fuego. Octavio Paz señala que se trata de “la oposición entre la cultura y la naturaleza tal y como se expresa en la creación humana por excelencia: la cocción de los alimentos por el fuego domesticado. Tema de resonancias múltiples: escisión entre los dioses y los hombres, la vida continua del cosmos y la vida breve de los humanos” (Paz, 1987, pp. 47-48).

Un aspecto importante para quienes estamos en contacto con la educación escolarizada es el deseo del educando, su libertad y espontaneidad, en el marco de la cultura, concebida como el conjunto de leyes, bienes, tradiciones y valores. Un escenario complejo, pues la cultura se erige en función de la colectividad y no del educando, que tiene que sacrificar sus deseos personales en bien de la comunidad y la cultura, por temor a quedar fuera de ella, lo que constituye el “malestar en la cultura”. Dice Freud que “El hombre posee más una inclinación hacia el descuido, la falta de puntualidad en su trabajo, y debe ser educado empeñosamente para imitar los arquetipos celestes” (Freud, 1979, p. 92).

En torno a las relaciones entre el individuo y la colectividad se levantan dos teorías radicales y antagónicas. En un extremo están las teorías de la “libertad absoluta”, para las que el deseo del educando no tiene límites, pues la asimilación de los bienes culturales es represiva y resulta contraproducente. Summer-Hill fue una de esas bombas de tiempo, no sólo contra la cultura y la educación, sino contra el educando mismo, quien después de la “libertad total” ya no se encontraba en ninguno de los espacios sociales. Recordemos que los jóvenes de esa escuela de la “libertad” terminaron en el suicidio, el crimen, la desesperación y el anarquismo.

En el otro polo están las tesis que se guían por la raíz latina de la palabra “educar” (educere: ‘conducir’), y que tratan de moldear a los educandos a la medida del cajón que se supone les corresponde en la cultura, en función de la institución y el proyecto de Estado —en participio pasado, cuyo proyecto es “estar”, proteger la UNIDAD, excluir la pluralidad y la diferencia, como destaca Trías en sus Meditaciones sobre el poder (1993, pp. 67-81)—. Un ideal que tiene por objetivo la asimilación de los bienes culturales, mediante una disciplina que lleve el gobierno hasta la escuela, el pupitre, la calle, la casa y, si es posible, hasta los rincones del sueño. La educación está encargada, consciente o inconscientemente, del dominio de la sociedad. Por ello, Max Weber afirma que “la dominación ejercida en la escuela determina el modo más duradero y constante, la forma y preponderancia del lenguaje escolar oficial” (1983, p. 695).

La primera posición se autodefine como progresista y libertaria, que le apuesta a no prohibir nada para que los niños y los jóvenes crezcan “sanos, libres e inteligentes”. Ésta es una posición que comparten muchos “intelectuales” que se consideran a sí mismos libres. Porque ser intelectual se confunde con dejar a los hijos y educandos fuera de la ley, una tendencia que no considera que la libertad del ser humano no puede darse en el solipsismo, pues siempre convivirá con otros, sus prójimos, que también reclaman espacios propios y libertad.

La segunda tendencia es la “tradicionalista”, porque le apuesta a conservar los añejos valores de la cultura (“tiempos pasados siempre son mejores”, justo porque ya pasaron). Una posición para la que todo está prohibido.

Los “progresistas” desconfían del valor de los bienes culturales. Los tradicionalistas tienen una fe ciega en el valor de un sistema competitivo y de premios y castigos. Unos ondean las banderas libertarias de la espontaneidad individual, incluso de la perversión como sistema ético ideal. Otros abrazan con fervor la disciplina militar.

Ante este panorama sin mediación, en este artículo propongo un discurso intermedio entre tendencias educativas antagónicas. Por ello postulo una ética educativa que afirme los más virtuosos bienes culturales a la vez que reclame la libertad de los educandos.

La cultura posee una doble faz: una positiva y otra negativa. Freud, en Tótem y tabú, El malestar en la cultura y El porvenir de una ilusión, plantea la positividad en términos de lenguaje, de ley, una ley que al prohibir el incesto produce una falla en el goce humano y abre las vías del deseo que funda la cultura, el lazo social y la alianza fraterna entre los hombres. Pero en la cultura no se está en un lecho de rosas; después de la renuncia al goce incestuoso, la cultura se fortalece hasta llegar a exigir a los hombres y a las mujeres otras renuncias a sus deseos que resultan humanamente incumplibles.

A propósito de la pulsión de muerte, Freud señala que la educación debe ayudar a los niños a reconocerla, para desviarla hacia fines creativos, en lugar de reprimirla. Como señala Catherine Millot: “la educación se comporta igual que si se nos ocurriera equipar a los miembros de una expedición polar con ropas de verano y mapas de los lagos italianos […]. La educación revela ser ‘funesta’ cuando mantiene el desconocimiento de los deseos y los conflictos entre éstos. Si la moral consiste en negarlos en el otro y en uno mismo, no puede sino engendrar represión […] lo que produce sentimiento de culpabilidad no es tanto la renuncia deliberada (Urteilsverwerfung) a la satisfacción de esos deseos cuanto su no reconocimiento, su represión, inevitable en todo caso para el niño si el propio educador no quiere saber nada de ellos […] el alivio del ‘malestar’ en la civilización podría pasar por el reconocimiento de ese real de discordia que nuestros deseos constituyen” (1982, p. 151).

La neurosis va de la mano de la mentira muy temprano, dice Freud. La educación cree moverse muy bien en el mundo del engaño. Porque la educación represiva oculta la realidad de la vida: histórica, política y hasta sexual. La única verdad que puede sostener de la educación es la educación en la verdad. Bertrand Russell lo destaca: “La verdad sistemática con los niños produce sus frutos en beneficio de la verdad […] Pero si nos hemos acostumbrado a amenazar con resultados que no se verifican, necesitamos hacernos cada vez más insistentes y terribles, y el único resultado final obtenido será un estado de intranquilidad nerviosa” (1967, p. 123).

Pero la educación escolarizada se sostiene en una ilusión sin porvenir: el desconocimiento. Éste es uno de sus malestares más agudos de la educación, pues la meta principal de la educación es el conocimiento, que permite liberarnos de las cadenas de la ignorancia, que nos hace esclavos de cualquiera que presuma el lugar de un amo del saber, incluso si es el maestro, cuando cree ser guía moral de los educandos.

Pero para la educación escolarizada el sujeto del deseo es un estorbo, pues la educación es un discurso que se sostiene gracias al supuesto de ser una ciencia de la conducción de los educandos hacia una vida social armoniosa. Sea para ser reconocido como válido, para tener acceso al poder o porque el positivismo sigue embalsamado. Pero no hay “ciencia de la educación”, porque no es posible establecer una relación de “causalidad” entre los medios pedagógicos empleados para transmitir el conocimiento y los resultados obtenidos. Actualmente, la razón instrumental tecnocientífica atrofia la inteligencia y la sensibilidad para poder reconocer que la educación es un arte, delicado y noble, pues el educador trabaja con una materia muy flexible, por lo que no debe moldear el joven espíritu en función de sus ideales personales, sino al servicio de los deseos y posibilidades del educando a fin de que aflore su propio deseo, la innovación del conocimiento y la recreación de la cultura. Lo revela Russell: “En la educación debe existir desde el primer día hasta el último un sentido de aventura intelectual […] La iniciativa y el trabajo individual dan al alumno la oportunidad del descubrimiento, proporcionándole el sentido de aventura mental con más frecuencia y más agudamente de lo que es posible cuando todo se aprende en la clase […] Éste es uno de los secretos de que la educación deje de ser un tormento y se convierta en una bendición” (1967, p. 190).

La educación tecnocientífica anula al sujeto del deseo, porque impide la objetividad. Por ello el deseo no entra en el plan de estudios. La educación se reduce a estímulos y respuestas, cual domesticación. También asimilaciones y acomodaciones al estilo cognoscitivista de Piaget, que supone que los niños son filósofos y sólo quieren conocer. Pero ¿dónde queda el deseo, el amor al saber y la verdad? Braunstein lo advierte: “en la universidad se produce una coagulación de los discursos, una repetición, un buscar la certidumbre en la estabilidad de ciertas verdades supuestamente enseñadas como inmutables […] la universidad lejos de ser lo que su propio discurso justificativo nos dice que es, no es el lugar donde se busca la verdad, sino el lugar donde se resiste a la verdad en nombre del saber” (1990, p. 16).

El deseo no entra en la ciencia de la educación, porque tiene que ver con el amor, a pesar de que el amor es el fundamento de la cultura y el motor de la educación. Pero a nadie le interesa meter los líos del amor en la educación, a pesar de que están siempre omnipresentes. No hay saber ni aprendizaje sin amor. Un amor que es un arma de dos filos: libera al proponer como ideal del yo al educador, y enajena, pues si el educando desea el amor del educador, lo pone a satisfacer sus exigencias y a renunciar a su propio deseo. Lo señala Dilthey: “Cuando aparece en la conciencia la idea de una voluntad omnipotente, se apagan ante ella, como las estrellas ante el sol naciente, todas las voluntades individuales” (1996, p. 419).

El ser humano ejerce poder sobre sus semejantes. La misma eficacia de la sugestión, sobre la que descansa tanto la tarea de gobernar como la de educar, es prueba de ello. La educación ejerce dominio sobre el yo a través de los signos del poder. La educación es yoica. Las doctrinas pedagógicas son yoicas: le apuestan al dominio del educando, desconociendo que no es posible dominar sin contradicciones ni rebeliones, pues trata de reprimir el deseo del educando, que anhela conocimientos nuevos. Lo acentúa Whitehead: “El conocimiento no se conserva mejor que el pescado. Se puede tratar con un conocimiento de una especie antigua, con una antigua verdad; pero de una manera u otra, ese conocimiento debe llegar a los estudiantes como si estuviera recién sacado del mar y con la frescura de su importancia inmediata” (1965, p. 151).

En conclusión, la búsqueda del objeto del deseo es el objeto de la búsqueda en la educación. No importa si —como canta León Felipe— lo que encontramos al final sea “un palo sucio o una estrella”.


 

BIBLIOGRAFÍA

Braunstein, N., “La universidad y el psicoanálisis”, en Psicoanálisis y educación, UNAM, México, 1990.
Dilthey, W., Introducción a las ciencias del espíritu, Revista de Occidente, Madrid, 1966.
Freud, S., “El malestar en la cultura”, en Obras completas, t. XXI, Amorrortu, Buenos Aires, 1979.
Millot, C., Freud anti-pedagogo, Paidós, Barcelona, 1982.
Paz, O., Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, Seix Barral, México, 1987.
Russell, B., Ensayos sobre educación, Espasa-Calpe, México, 1967.
Trías, E., Meditación sobre el poder, Anagrama, Barcelona, 1993.
Weber, M., Economía y sociedad, FCE, México, 1983.
Whitehead, A., Los fines de la educación, Paidós, Buenos Aires, 1965.

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