Letras de aquí y de allá
Doppelgänger
Cuento de Alejandro Hernández Murillo
—No me gustan los pueblos pequeños—me dijo—. Me siento muy extraña en ellos, como si me hubieren alcanzado y tengo miedo de toparme a mí misma en cualquier momento. Por eso viajo, por eso me mantengo constantemente yendo de un lugar a otro.
»Sé que viviendo así nunca haré raíces.
»Sé que este tipo de vida no cualquiera podría sostenerlo, soportarlo y seguirlo. Lo sé. Y… y… no me importa—dijo y mintió. Lo supe porque se le quebró la voz y el brillo de sus ojos hacía mucho que había desaparecido.
No quise preguntarle nada, supuse que las razones por las cuales había decidido vivir así sólo le correspondían a ella. Pero también tenía ganas de platicar, quizá desahogarse de una forma u otra. O quizá a todo aquél que conocía en su viaje eterno le contaba la misma historia una y otra vez tal vez sino buscando ayuda, por lo menos cierta simpatía. Así que la escuche. Durante toda la noche la escuché.
Viajábamos en tren de Venecia a Viena. A pesar de que yo había comprado el boleto de primera clase del eurorail desde México, semanas antes de mi viaje a Europa, la demanda de trenes a Viena era tanta que no pude conseguir asiento ya que estaba completamente lleno. Así que al igual que una gran mayoría tuve que viajar toda la noche en los pasillos del tren.
Irme parado era demasiado cansado por lo que me fui a la cafetería y ahí estuve perdiendo el tiempo, aguantando el sueño lo más posible antes de que cerraran y tuviera que regresar una vez más al pasillo o a vagar por todo el tren hasta que amaneciera.
Ahí la conocí, también esperaba en la cafetería con un trago y un bocadillo hasta que el viaje concluyera y arribáramos finalmente a Viena.
El inicio de la conversación fue algo torpe: hablamos del viaje y de lo molesto que es pasar la noche en un tren sin tener un asiento.
No recuerdo quién habló primero, tal vez ella o quizá lo hice yo para pasar el tiempo. En esas condiciones de viaje, una plática con una chica hermosa era lo más urgente que se necesitaba para pasar el tiempo, y ella era hermosa. Es sólo que cargaba con algo en su alma, lo presentí enseguida, pero hablar no sólo me servía a mí, supuse que también a ella.
—¿Cuánto tiempo llevas viajando?—, me preguntó en inglés.
—Un mes, más o menos. ¿Y tú? —le respondí igualmente en inglés.
—Quince años.
—¿Quince?
—Sí, soy una fugitiva—me informó.
Me preocupó un poco, la sola posibilidad de andar con criminales; no es mi estilo, ni siquiera me paso un alto.
—Sí, pero no ese tipo de fugitiva. La ley no me persigue, es algo más. Más etéreo—dijo. Y el rostro le cambió. Se puso triste, o quizá algo peor.
Se llamaba Chiaki, era de un pequeño pueblo desconocido de la prefectura de Nagano, en la isla de Honshū, en Japón. Tenía unos 34 años y había vivido en varias partes del mundo, incluyendo América Latina donde había aprendido español. Cuando supo que yo era mexicano abandonamos el inglés y proseguimos la charla en español. De hecho, eso le gustó mucho porque no tenía intenciones de que todos los presentes a nuestro alrededor— que también les había tocado viajar sin asiento— se enteraran de lo que conversábamos.
—En ese entonces yo estudiaba el tercer grado del kōtōgakkō (la Escuela Media Superior, lo que sería la preparatoria), tenía unos 17 años, 18 tal vez, ya ni siquiera lo recuerdo—y comenzó a narrar. Empezamos en la cafetería hasta que la cerraron y tuvimos que irnos a los pasillos, deambulamos por todo el tren, a veces en la ventana abierta sintiendo el aire, y otras veces sentados en el suelo. No dejamos de hablar, siempre atentos a lo que nos decíamos. La interrumpí un par de veces y dejé que sus emociones cargaran la narración lo mejor que podía, y cuando el miedo o la desesperación la desconcentraba le daba fuerzas y, aunque le decía que si lo deseaba podíamos cambiar el tema, no lo hizo. Continuó hasta que su narración concluyó y yo me enteré de su historia.
El relato comenzó con sus amigas. Chiaki pertenecía a un grupo de bellas chicas populares en la escuela, tenían algunos pretendientes, pero no le hacían caso a ningún chico. Disfrutaban su feminidad y hacerse las “interesantes”, aunque en el fondo ellas querían algo serio y tener un novio.
Su mejor amiga se llamaba Asuka y, en sí, con ella había iniciado todo.
Un día habían salido a una reunión en casa de una de ellas. Chiaki me contó que en su pueblo no había mucho que hacer, las chicas tenían la desesperación de unas adolescentes que querían conocer mundo, y deseaban con todas sus ganas vivir en Kyoto, Osaka, Okinawa, Tokyo o en alguna ciudad grande. Ver algo más que las montañas y perderse en las grandes construcciones, conocer gente todos los días más allá de los mismos rostros que veían constantemente en el pequeño pueblo y envolverse en varias culturas. Así que cuando se reunían en casa de alguna de ellas se comportaban como si estuvieran en un departamento de una metrópoli importante y gigantesca. Oían música moderna, veían televisión, la tenían decorada con lo más tecnológico y moderno posible. Disfrutaba sus reuniones de todos los fines de semanas. Y usualmente se quedaban a dormir ahí haciendo una pijamada.
Pero ese día Asuka tenía que llegar a casa y tuvo que irse temprano.
No era un viaje largo a su morada y no aceptó que la acompañaran, en cambio las dejó ahí divirtiéndose y ella se marchó. Tomó el viaje más corto a su domicilio y se metió al parque que, si bien no era muy noche, y aún había gente en él, siempre le había parecido tenebroso. Chiaki dijo que era por las pequeñas esculturas esparcidas en ciertos puntos específicos del parque; esculturas en honor de algunos demonios Yōkai[1]. Se decía que era por protección, ya que en esa región, cientos de años atrás, en los tiempos del Japón en guerra, hubo muchos avistamientos de demonios que asustaron a los pobladores, y desde entonces construyeron esos monumentos para adorarlos y que los dejaran convivir en paz.
No obstante, Asuka no se sentía en paz. Usualmente evitaba el parque, pero era el camino más corto y lo que quería era llegar a casa. Así que lo cruzó y fue entonces que lo vio.
Primero creyó que era una chica cualquiera parada al lado de un árbol. Tal vez esperando a su novio con quien se vería a escondidas, por lo que no se preocupó y siguió adelante. Pero cuando pasó cerca de ella notó algo raro.
No era una simple chica, no parecía esperar a nadie, ni siquiera parecía viva. Sólo estaba ahí parada, con los brazos y las piernas acomodadas en una posición extraña e incluso imposible físicamente. Pero lo más extraño de todo. Lo que en verdad le sorprendió hasta la médula es que esa chica parada a lado del árbol era Asuka misma.
No alguien que se le parecía o quisiera imitarla, ¡sino ella misma!
Asuka así lo sintió y así lo expresó todo el tiempo que platicó ese encuentro a sus amigas. La chica del árbol tenía la misma complexión, el mismo cabello, la misma ropa inclusive la misma cicatriz en el dedo meñique que se había hecho cuando era niña.
No era una imitación, era Asuka. Lo sentía en todo su ser, era como cuando uno ve una fotografía de uno mismo. O se mira al espejo, o se ve en alguna videograbación y se sabe que es uno; inclusive cuando uno ni siquiera se entera que le tomaron esa fotografía o lo grabaron en video.
Era ella y eso la aterró.
Asuka no esperó más, no quiso platicar con Chiaki, sólo salió corriendo y no paró hasta llegar a su vivienda. Ahí se encerró en su cuarto y se llenó de miedo.
Al día siguiente, en la escuela, se lo comentó a las chicas y todas quisieron ir al parque a verificarlo. Asuka no quiso, tenía miedo, pero ellas insistieron, por lo que la chica aceptó con recelo. Les indicó el camino y las llevó por el parque hacia el árbol.
Y efectivamente ahí estaba.
No parecía haberse movido, lucía como una estatua. La misma posición extraña de brazos y piernas. La misma expresión fría de la cara. Lo mismo, excepto que ahora portaba el uniforme de la escuela y era como verla al espejo.
—Soy yo—dijo Asuka y le tembló la voz.
Las chicas creyeron que mentía, pero no. Ahí estaba, estuvo toda la noche y toda la mañana. No se movió, pero de alguna manera se cambió de ropa.
Chiaki, llena de curiosidad se acercó a ella, estaba convencida que era una estatua o algo parecido ya que no se movía, pero cuando le acercó la mano a la nariz pudo sentir la exhalación de su respirar y sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
—¡Está viva!— gritó.
Las chicas se espantaron pero aún así la enfrentaron. Se aglomeraron alrededor de ella y empezaron a atosigarla.
¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿De dónde vienes? ¿Qué tienes contra Asuka?
Pero la chica no hizo nada, ni siquiera se movió. Sólo permaneció ahí para recibir reclamos que se tornaron gritos e insultos, hasta que Asuka le dio un golpe.
Y la chica gritó espantada.
—¿Qué pasó? — le preguntaron.
Asuka no se supo explicar. No estaba dura, su piel era normal, pudo sentir la carne, y el hueso debajo de ella, pero haberla golpeado le dio una sensación de pegarse a ella misma y ese sentimiento le hizo gritar y salir corriendo. Se fue tan desesperada que las demás chicas abandonaron a la doble y se alejaron de ahí lo más rápido posible.
Asuka no volvió al parque, en cambio las demás jovencitas sí regresaron y la chica siempre estaba ahí. Inamovible, sin ninguna expresión, sólo le cambiaba la ropa y dependía de cuál usaba Asuka en ese momento, ya que no era una doble, era ella misma.
A partir de ahí Asuka comenzó a cambiar, se enfermó, se volvió callada y en su piel se esfumó el color. Incluso sus cabellos perdieron textura. Sus amigas trataron de ayudarla, le jugaron bromas, le decían que no era de importancia, intentaron hacerla reír, pero Asuka ya no era la misma, tenía una depresión enorme o un miedo espantoso.
Entonces se distanció de todos y un día se negó a salir de casa. Las demás chicas la visitaron en su hogar, hasta los jóvenes del salón y de otros grados fueron a verla por su popularidad, pero Asuka nunca quiso salir y ya no regresó a la escuela.
Pero en cambio la Asuka del parque cada vez lucía mejor, seguía sin moverse pero lucía mejor. Su piel tenía más color; su cabello más volumen; sus labios más rojos y el brillo en los ojos era más potente hasta que le agradó a todo mundo. Era como si se hubieran enamorado de ella. Ya nadie le reclamaba, ni le pedía ninguna explicación. Sólo iban a verla y admirarla porque la Asuka del parque cada día era más hermosa. Su belleza crecía a pasos agigantados y todos querían una parte de ella. Nadie estaba exento de su beldad, los había cautivado a todos, hasta niños y ancianos. Era el ser más perfecto que jamás había existido en la región y la llenaron de adornos y regalos.
Pero a Chiaki le asustaba. Si bien podía ver su belleza, la expresión de sus ojos era tan fría que le provocaba escalofríos. Y la depresión de su amiga le preocupaba por lo que mientras los demás iban a adorar a la Asuka del parque, Chiaki visitaba constantemente a la Asuka real preguntando siempre por su salud.
Hasta que una semana después la dejaron entrar.
Era de noche, las luces estaban apagadas y sólo veía las siluetas de sus padres deambular por la casa.
—Hola, Chiaki—le dijo el señor Akiyama, padre de Asuka. Le pidió disculpas, pero Asuka no quería recibir visitas. Era imperativo que no dejaran entrar a nadie y tenían miedo de su salud—. Pero ya no podemos hacer nada—agregaron.
Chiaki sentía que había algo estaba mal, pero no decía nada. Lo escuchaba en su voz, lo veía en sus movimientos. Sólo alcanzaba a ver la silueta del padre de Asuka paseándose de un lado a otro en el pasillo. Matsuko, la madre, estaba sentada en la sala, sin decir nada. Ambos lucían extraños.
—Asuka está en su cuarto—dijo el señor Akiyama—. No ha querido salir desde ese día. Le dejamos la comida en el suelo; le ponemos envases cuando quiere ir al baño y los entrega usados cuando ha terminado—agregó y caminó del pasillo a la sala para acercarse a su mujer a quien le dio un beso—. No se ha bañado y el olor apesta en toda la casa. Pero la puerta está abierta, puedes entrar si quieres. Nosotros ya no podemos verla. Ya no tenemos nada que hacer—y el hombre se sentó a lado de su esposa y Chiaki escuchó algo extraño, como un tronido.
Llamó al señor, pero éste no respondió. Intentó de nuevo, pero no recibió nada de su parte, así que caminó a la sala donde estaban ambos padres sentados.
—¿Akiyama-san[2]?— preguntó, pero nada. Sólo el silencio. Así que Chiaki prendió las luces para verlos bien y fue ahí que notó que los dos estaban colgados en la sala. Ambos tenían destrozados los cuellos y los cuerpos doblados parecían como si estuvieran sentados. La mujer hacía tiempo que había muerto pero el hombre se había suicidado justo en ese instante.
Chiaki sorprendida se hizo para atrás, dobló las rodillas del impacto y cayó al suelo.
En ese momento escuchó un grito que la llamaba por su nombre:
—¡Chiaki!— era una voz extraña, tan contraída como gruesa que le puso la dermis de gallina.
Provenía de la habitación de Asuka.
Tenía miedo de ir a ella, pero el grito continuó y la llamada se hizo tan insistente que Chiaki comenzó a arrastrarse hacia la recámara. Llena de miedo, pero con más terror de negarse a obedecer que otra cosa.
Entonces abrió la puerta.
Las luces estaban apagadas, sólo entraba un halo de iridiscencia lunar, lo que le dejaba ver un poco: había basura esparcida por todo el cuarto; la cama estaba mal acomodada; el colchón doblado en una esquina; insectos como cucarachas y moscas corrían y volaban por todos lados; se sentía el hedor a orín, estiércol y menstruación a cada paso. Había polvo en todas partes, la ropa tirada, hecha jirones. Era un chiquero, un completo basurero.
Asuka no parecía estar ahí, ni tirada en el suelo, ni escondida en el piso, ni metida en el armario. Simplemente no se le veía por ningún lado. Pero estaba ahí, Chiaki lo sabía, estuvo ahí todo ese tiempo.
—¡Chiaki!— escuchó su gruesa voz y ella supo que veía de adentro, justo de la habitación, pero de arriba, siempre vino de arriba. Así que Chiaki subió la cabeza y encontró a su mejor amiga pegada de espaldas en el techo de la habitación.
Su pijama estaba negra, de tan sucia, roto por dondequiera; sus cabellos lucían quebrados, sin color, despeinados horrendamente; y su piel de un blanco imposible, seca, con cuarteaduras y agujeros a cada centímetro, sin vida, resequedad absoluta y escalofriante.
Y sus ojos…
Abiertos y grandes, de color lechoso, pero hinchados de sangre, sin córnea, con una mirada de odio como Gog y Magog a punto de destruirnos a todos.
Chiaki la vio. Gritó llena de terror y quiso salir corriendo, pero Asuka movió la cabeza estirando el cuello forzándolo de una manera tal que tronaban cada uno de los huesos como un estruendo.
Cuando Chiaki dio un paso para atrás al intentar alejarse de ahí, Asuka sonriendo y abriendo las fauces como un demonio empezó a moverse igualmente. Siempre de espaldas por todo el techo hacia la esquina y de ahí bajar por el muro hasta arrastrase por el piso, cada vez más rápido con movimientos extraños y físicamente irreales.
—¡Chiaki!—gritó Asuka y velozmente se abalanzó contra ella doblándose por el suelo, de espaldas, como un insectos poseído.
Chiaki se alejó como pudo tomando fuerzas de donde no sabía que había. Le aventó lo que encontró a su paso y lo usó como arma mientras la perseguía por toda la casa, siempre gritando, siempre moviéndose extrañamente, siempre con odio.
Finalmente, sin saber cómo, Chiaki pudo escapar y salió a la calle donde se perdió entre las callejuelas. Asuka no salió a perseguirla, se quedó ahí en casa y Chiaki pudo llegar a la suya donde permaneció encerrada un par de días, llena de miedo y sin poder hablar.
No sabía si le creerían y ni siquiera sabía si lo que había visto era cierto.
Fue hasta que la visitó Yumi, otra de las chicas del grupo, que pensó que todo había sido un sueño. Nada había ocurrido, sólo una pesadilla.
—¿Y la Asuka del parque?— preguntó.
—¿Cuál Asuka, cuál parque?— le dijo. Yumi no recordaba nada, nunca había habido ninguna Asuka en ningún parque. Es más, nunca había existido ninguna Asuka.
—¿Qué?— dijo Chiaki sorprendida.
—¿Quién es Asuka?
Chiaki le explicó todo lo que pudo, le habló de su infancia, de cómo tenían pretendientes en la escuela; le habló del parque, de su doble, de cómo la habían visitado y de cuando salió corriendo asustada después de golpearla. Pero Yumi no lo recordaba, en lo que a ella se refería, Asuka nunca había existido. Incluso la casa donde Chiaki afirmaba que vivía estaba derruida. Era sólo unas ruinas de una casa vieja que quizá se había construido hacía más de un siglo. Todos los demás coincidían en ello. Los maestros, amigos de la escuela, sus propios padres: Asuka no existía, nunca lo había hecho. Era sólo una amiga imaginaria, un sueño, una ilusión.
Fue tanta la insistencia que Chiaki se convenció de ello y pensó que lo había soñado, era un sueño tan real que no pudo distinguir entre la realidad y la fantasía, así que regresó a la escuela y a su vida cotidiana.
Hasta que una semana más tarde, Yumi se topó consigo misma en una calle, a una cuadra de su casa. Parada, sin hacer o decir nada. Sólo ahí, con los brazos y las piernas en una posición incómoda y confusa. Sin ninguna expresión, con la misma ropa y exactamente la misma persona. Yumi se llenó de miedo.
A los tres días, Sanosuke, un amigo de ellas se encontró a sí mismo en la esquina de un restaurante. Saori se vio a la entrada del pueblo. Sayumi a las faldas de la montaña y Yuriko afuera de una veterinaria.
Poco a poco todo mundo comenzó a hallarse a sí mismos en todos lados. Y los seres llenaron todo el pueblo. Aparecían a cada rato en todas partes, siempre callados, estáticos, en extrañas posiciones, sin decir nada, sin responder a ninguna pregunta y sin poder deshacerse de ellos. Eran cientos, y todos eran reales, no dobles, eran ellos. La gente se veía a sí mismo, sin ninguna excusa. Los mismos rasgos, hasta el mínimo detalle, eran exactos.
Chiaki les gritó a todos que no era un sueño, que ya lo había visto, que tenían que detenerlos y ella intentó hacerlo, incluso prendiendo fuego al doble de Hiroshi, una de sus amigas, pero fue detenida y obligada a marcharse. No la quisieron escuchar a pesar de sus gritos, pero lo que en verdad le asustó fue cuando a Hiroshi le apareció una quemadura en la cara, justo en el mismo lugar donde Chiaki había quemado a su doble.
Nadie podía defenderse. Los seres repetidos estaban esparcidos por todo el pueblo. Rígidos, imposible de deshacerse de ellos, y más que nada parecían más fuertes, por lo que aterró a todos e impactados se negaron a salir de sus casas. Se encerraron y perdieron comunicación entre ellos: no se hablaban entre sí, ya no se les veía en las calles y sólo se apreciaba a los seres dobles los cuales empezaron a lucir más enérgicos, a verse mejores, con más fuerza, más belleza y más saludables.
Hasta que todo en el pueblo cambió.
Todos sus habitantes se pudrieron y perdieron fuerza.
Chiaki veía como su propia familia se descomponía paulatinamente. Ella trató de advertirles. Quiso convencerlos de que se marcharan, pero no la oyeron. Los dobles de sus padres y de su hermano estaban parados ahí afuera de sus casas. Sin moverse ni hacer nada, pero cada día luciendo mejor.
Su hermano fue el primero que se negó a salir del cuarto. Luego su madre y al final su padre. Chiaki los alimentaba dejándoles comida en el suelo. La cual ellos recogían para depositar el plato vacío más tarde. Chiaki, cada vez que metía los platos, al ver sus manos que se arrastraban para alimentarse como animales, apreciaba que el color de sus pieles era cada vez más blanco, con arrugas y resequedad, incluso con agujeros purulentos.
Quiso ayudarlos. Habló a la policía pero, al no recibir respuesta, salió a la calle para buscar al médico. Sin embargo, nadie le hizo caso. Todos estaban encerrados en sus hogares, en condiciones similares, podridos, tornándose criaturas extrañas que se arrastraban por las paredes escupiendo sonidos guturales de sus fauces.
Regresó a casa con miedo, sin saber qué hacer. Los seres dobles estaban por todo el pueblo. Ahí parados, luciendo hermosos y llenos de vida. Chiaki tenía miedo de caminar entre ellos, deseaba evitarlos pero eran tantos que le fue imposible. Los había por todos lados, no encontraba ni una sola calle que estuviera vacía. Los dobles habían tomado posesión del pueblo, absolutamente.
Oyó la voz.
—¡Sólo faltas tú!— atendió pero no pudo saber de dónde provenía el sonido, era como si se escuchara por todas partes y a la vez en ninguna. Era una sola voz y al mismo tiempo una mezcla de cientos. Y se percibía constantemente, repitiéndose una y otra vez.
Chiaki sin saber qué hacer y sin poder pedir ayuda regresó a casa, pero a cada paso sonaba la misma frase dicha de una forma cada vez más espeluznante que la anterior.
Tenía miedo de avanzar. Parecía que la voz sonaba más fuerte, pero si se quedaba ahí no sabría lo que podría pasarle, entonces sintió algo por arriba de su hombro, como una presencia, o una entidad extraña que la observaba.
Giró la cabeza y miró a uno de los dobles, parado a unos cuantos centímetros de ella. Sintió que algo recorría su piel, un frío que caminaba desde sus pies hasta lo más dentro de su columna vertebral.
Chiaki tragó saliva y lentamente se acercó al ser. Lo reconocía, era el doble de Kazuo, un profesor de su escuela. Hacía tiempo que no sabía de él, sintió curiosidad. Presentía algo con respecto a él. Sabía que no se movía, ningún doble lo había hecho hasta ese momento, pero había algo que le hizo aproximarse a él y observar sus ojos.
Kazuo—o su doble exacto—estaba rígido, los brazos los tenía arqueados hacia atrás. La mano izquierda abajo, cerca de la cintura con los dedos retorcidos en distintas y contrastes posiciones, con las falanges reventadas y los dedos hacia atrás. La parte derecha sobresalía por arriba de su cabeza, con un doblez de codo imposible de 90° hacia atrás. Y las piernas inamovibles como enterradas en el suelo. Siempre rígido, inmóvil.
Chiaki lentamente se acercó a él y notó lo suave de su piel, no parecía tener 45 años, lucía más joven, más saludable, como nunca lo había visto.
Trago saliva una vez más y levantó su mano para tocarle la cara, en verdad algo en él le llamaba la atención por sobre todo. Lentamente estiró el dedo índice y casi tocó su mejilla, casi…
Justo en ese momento Kazuo parpadeó y Chiaki sobresaltada se arrojó hacia atrás.
Cayó sentada al piso y cuando se reincorporó observó que tres dobles más tenían la mirada puesta en ella. De hecho, escuchó claramente que los demás seres repetidos, a unos cuantos metros a lo lejos, volteaban la mirada hacia ella. Todos la observaban. Y el grito reventó en el aire.
—¡Sólo faltas tú!— se oyó. Chiaki lo entendió perfectamente: esa voz era una mezcla de gritos de todos los dobles esparcidos por el pueblo, de todos y cada uno de ellos.
Chiaki se levantó enseguida y comenzó a correr. Pero los dobles estaban en todas partes. No había calle sin un grupo. No tenía escapatoria y todos los dobles, la veían pasar sin perderla de vista. No se movían, ni siquiera un centímetro, pero su presencia era tal que sentía sus miradas como algo físico, como un manto que pesaba varias toneladas y le caía justo en la espalda.
Corrió tan rápido como pudo hasta que llegó a casa, se metió y se encerró de golpe. No podía respirar siquiera, tenía ganas de llorar, pero el cansancio no la dejaba. Sólo se quedó ahí intentando tomar aire, respirando muy agitada.
—¡Sólo faltas tú! —escuchó arriba de ella e instintivamente subió la cabeza.
Su padre, su madre y su hermano estaban en el techo, apretados el uno al otro, con los brazos torcidos, rotos, entrelazados entre ellos, junto con las piernas, los cuellos y los cabellos. Eran como una masa de carne y huesos con largos cabellos quebrados, piel podrida y hecha trizas.
Chiaki gritó y su bramido se escuchó en todo el pueblo.
Cuando terminó el relato me dijo que no sabía si se había desmayado, si fue rescatada o no. Lo único que recordaba es que estaba en el auto de la familia, a varios kilómetros de su casa. No sabía cómo había llegado ahí. Y por momentos pensó que todo había sido un sueño. Se sentía tan extraña que no entendía lo que pasaba.
Fue a la estación más cerca que halló, pidió un teléfono y desde ahí marcó a su casa, pero nadie le contestó. Les habló a unos vecinos, amigos y familiares pero nadie respondió la llamada. Intentó con operador pero le dijeron que no conocían el código del pueblo. De hecho, nunca habían conocido dicho pueblo.
—Y si viajas allá—agregó—, verás que no existe. No hay camino, no hay casas, no hay ninguna construcción que te lleve, ni siquiera paso de terracería. El pueblo no existe. Es sólo parte de la montaña con árboles, tierra, piedras, sin muestra alguna de civilización.
»No tengo casa.
Se calló y vimos por la ventana que comenzaba a amanecer, aún faltaban un par de horas para que llegáramos a Viena, pero ya estábamos cerca. Estiramos las piernas y fuimos a ver si la cafetería ya estaba abierta otra vez. Tan pronto lo estuvo tomamos una copa, ella un café, yo un jugo.
Cuando arribamos a la estación de Viena le comenté que a pesar de que era mi segunda vez en esa ciudad, en verdad no la conocía. La había visitado hacía 18 años y sólo por un par de días. Ella en cambio la conocía lo suficiente para moverse y decidimos viajar juntos.
En la estación fuimos al apartado de ayuda al turista y ahí reservamos un hotel. Tomamos el metro y en menos de media hora llegamos a él. Pedimos sólo una habitación y dormimos toda la mañana para descansar del viaje.
Para la tarde que nos despertamos salimos a visitar Viena por varios días. Fuimos a la Iglesia de san Carlos Borrome, al Teatro imperial de la corte, al Palacio y jardines de Schönbrunn, al museo Kunsthistorisches, a la iglesia Votiva, a la ópera estatal y demás lugares.
Un buen día cuando me desperté no la hallé en la cama. La busqué en el cuarto pero no estaba su maleta. Me puse los zapatos y bajé a recepción donde me informaron que había cerrado su cuenta muy temprano en la mañana y se había marchado.
—Le dejó un mensaje—me aclaró el recepcionista y extendió un sobre. Lo leí ahí mismo en la recepción. Era una carta de dos páginas, en español, pedía perdón por su súbita ida, pero me explicaba que no podía echar raíces. No estaba muy segura de lo que pasaría si así fuera, pero lo sentía, dentro de sí lo sentía. No le gustaban las despedidas y quizá podría aceptar seguir viajado conmigo pero temía que algo malo ocurriera, por lo que prefería irse así, sin despedirse. Pero no del todo. Me dejó su dirección de correo electrónico, una cuenta de redes sociales y quedó fervientemente en seguir el contacto, pero a larga distancia. Quizá sea mejor así, concluyó.
Me pidió que no la buscara y decidí aceptar su indicación. Regresé al cuarto, le escribí un correo electrónico y le mandé una invitación en las redes sociales, pero no le reclamé. Si así lo había decidido estaba en su total libertad. Luego me arreglé, tomé mis cosas, pagué la cuenta en el hotel y me encaminé a la estación de trenes para continuar mi viaje hacia Bratislava, capital de Eslovaquia, a 60km de Viena.
Estuve en comunicación con ella durante todo el viaje. Nos escribimos regularmente y algunas veces chateamos. Incluso cuando concluyó mi viaje y tuve que regresar a México la conversación se extendió. Ella seguía viajando por todos lados, hacía trabajos esporádicos para conseguir dinero y tenía un empleo en línea lo que le daba oportunidad de no pertenecer a ningún lugar en específico.
—No puedo echar raíces—decía—. Si lo hago, sé que se repetirá. Porque verás—agregó—. La sensación me sigue a cada instante, esa presencia de todos y de ninguno al mismo tiempo, siempre está ahí. Y si echo raíces, me atraparán, porque sólo falto yo, yo de todo el pueblo.
»Y cuando permanezca más de una semana en un mismo lugar, ya sea en una esquina por ahí cerca, en alguna estación del metro, a orillas de un lago, sea donde sea, un día me toparé conmigo misma y sabré que todo habrá acabado.
»Y el recuerdo de Asuka, de mi familia, amigos, vecinos y de todos aquellos que conocí se esfumarán en un horripilante sino que me destruirá en un asqueroso y podrido oblivion eterno.
—Comprendo—escribí en el chat y continuamos la conversación. Aún hace dos semanas chateé con ella. Estaba en la India. Tenía un par de días ahí y aún no sabía a dónde irá o si continuará su viaje. Me dijo que ya estaba cansada, tantos años viviendo así, sin establecerse en ninguna parte, la había atormentado. En verdad no sabía qué haría, pero haría algo y terminó diciendo que no la olvide, que pase lo que pase no la olvide… porque, si es así, si un día me despertaría y no la recordaría. Es que todo habrá acabado.
—Escribe sobre mí—me pidió de favor y así lo hago: me guío del historial de chat de las redes sociales, del diario que escribí durante todo mi viaje y edito diversas partes de los correos para unir todo el relato, porque en realidad no sé ni quién sea ella. Sólo sé que está ahí en mi computadora, en el historial de la red, en algún dibujo a lápiz, pero nada más. Y por más que intento acordarme y leo el cuento una y otra vez, su rostro no viene a mi mente, y quizá jamás lo haga.
Es sólo un sueño, un delirio. Sólo una ilusión y… nada más.
[1] Yōkai (“apariciones”, “espíritus”, “demonios”, o “monstruos”) son una clase de criaturas en la cultura japonesa que van desde el malévolo oni, al travieso kitsune o la mujer pálida Yuki-onna.
[2] -san [ -さん ]: se añade después del nombre de las personas es un sufijo de cortesía y respeto (se utiliza tanto para personas de la misma edad como para personas mayores que tu).