Juego de tenis
Mario Chávez-Campos
El sol era apenas la lámpara de buró del horizonte. Sin embargo, decenas de pares de tenis corrían presurosos internándose en la Unidad Deportiva. Estaba de moda hacer ejercicio. Había que combatir la obesidad aunque solo fuera con buenas intenciones. Los camellones de la ciudad se habían llenado de aparatos para ejercitar las partes del cuerpo más inverosímiles. Sin embargo, la gente había recibido bien la puntada y las viejitas, en el último spring, también, cómo no, hacían fila para exponer la fragilidad de sus fémures en aquellos aparatos sofisticados.
El maestro se dirigía presuroso a las canchas de tenis. Una noche de insomnio era la consecuencia de la demora. En la arcilla algunos madrugadores ya golpeaban con furia la pelotita verde. Con gran velocidad la esférica apenas esquivaba la red que como frontera, limitaba los territorios confrontados. Golpe tras golpe la ofensiva de ambas partes subía de intensidad. Por momentos, parecía que la balanza se inclinaba a favor de uno de los contendientes, aunque así de pronto las cosas cambiaban, y el cazador se encontraba con el frío cañón de la .45 tatuado en el rostro.
Los competidores se esforzaban al máximo, piernas y brazos en sincronía perfecta para asestar el mejor golpe y colocar la bola lejos del alcance del contrincante. Con el costal de pelotas cargado en la espalda, el Maestro miró con cierta nostalgia el encuentro que se desarrollaba en la cancha contigua. Por un momento recordó sus mejores tiempos, aquellos cuando la juventud le alcanzaba no sólo para meter un acertado passing shot sino además para con precisión, colocar la bola en el rincón más alejado del contrario. Un tropezón hizo que decenas de bolitas verdes cayeran a la arcilla y de inmediato rodaran lentamente dirigiéndose a todos lados. Una niña de nueve años corrió presurosa para ayudar al Maestro en la difícil tarea de perseguir los bichitos verdes por toda la cancha.
Luego del percance, el Maestro llamó a su pupila para repasar una vez más la lección aprendida la sesión anterior. La clase consistía en explicarle a la chiquilla de qué forma debería tomarse correctamente la raqueta para, con un buen golpe, poder dirigir la bola al lugar deseado. La niña se distraía frecuentemente por la intensidad del partido que se disputaba en la cancha de al lado. Además, con cierto fastidio, se equivocaba a propósito a la hora de tomar el mango de la raqueta. El Maestro se percató de su abulia. Pensó que se trataba de otra chiquilla forzada por los padres a aprender un deporte que sinceramente, contaba casi con nula tradición en su país, o por lo menos, la historia reciente lo había encasillado en una actividad casi vedada para las clases populares.
Sin embargo, los 100 pesos que recibía por clase lo obligaron a tragarse su frustración y dibujando la mejor sonrisa en su cara, luego de respirar profundo y soltar el aire poco a poco por su boca, le explicó a la niña por enésima vez cual era la forma correcta de afianzar el mango para poder dar los mejores golpes. Después, instó a la niña para que se colocara en un lado de la cancha, muy cerca de la red y él se acomodó con el enorme contenedor de pelotas del otro lado. Luego, con su mano le lanzaba la pelota en espera de que ésta acertara casi por fortuna, un golpe de raqueta que por lo menos entusiasmara al padre, que aburrido esperaba que concluyera la clase de su hija.
Para conseguirlo, le insistía a la niña que si le atinaba en el pecho, le regalaría la pelota con la que lo consiguiera. Así avanzaba la clase, el Maestro fingía que le apasionaba su trabajo y la chiquilla se divertía sabiendo que de cualquier manera, era más divertido estar fuera de casa, que estar sentada frente al televisor mirando nuevamente la repetida caricatura de siempre.
Cuando el Sol colgaba a plomo del horizonte, el Maestro se dirigió a la salida. Esperó tan solo unos minutos mientras llegaba el transporte que lo devolvería a su hogar. Luego de un rato, el vehículo se acercó a un punto de la Ciudad en el que se podía admirar el gigantesco caos urbano que reinaba en los nuevos fraccionamientos, cuyos dueños, poniendo de pretexto la generación de empleos, chantajeaban a los funcionarios municipales para que se les otorgara el permiso para construir casi en cualquier parte.
Ya frente a la puerta, y antes de decidirse a entrar, el Maestro miró las casas de los vecinos y se pudo percatar como se acumulaba la chatarra y la basura en los intentos de jardines en los que el pasto, sin agua de riesgo, se secaba completamente.
Ingresó a su casa, colocó la maleta en un sillón de plástico imitación piel, al hacerlo quedó de frente al cuadro que contenía una foto de bodas vieja y color sepia.
Luego, ya sin ganas de nada, se dirigió a la cocina a prepararse un par de huevos revueltos, tal vez ese sería el único alimento del día. Menos mal que su hija de 15 años se había comido el último trozo de bistec, como lo evidenciaba el sartén sucio que permanecía en la estufa, esperando tiempos mejores a que hubiera un poco más de carne que freír. Mientras cocinaba, los 50 años se le juntaron de golpe y no pudo evitar regodearse en su miseria personal.
De pronto, escuchó que alguien entraba azotando la puerta. Apenas y alcanzó a recorrer los tres pasos que separaban la cocina del comedor para ver a su hija que tras rematar con otra puerta, iniciaba un berrinche encerrada en el cuarto de baño.
Dudó si acercarse a escucharla. La desgastada estrategia ya lo tenía harto. Comprendía que la situación familiar por la que pasaba la adolescente la mantenía permanentemente irritada y violenta. Pero, por más que intentaba poner de su parte para que el cuadro no acabara en un nuevo drama, casi nunca lo conseguía. Apagó la hornilla de la estufa y se acercó lentamente a la puerta del baño.
Al llegar, escuchó a la niña que entro sollozos decía:
“Pero te aseguro que ahora sí lo voy a hacer, no creas que nada más te estoy chantajeando. Ya no me importa nada. Primero se muere mamá y ahora el maldito de mi novio me engaña con mi mejor amiga”.
El Maestro intenta quedarse callado sin conseguirlo, las palabras brotan de su boca casi inconscientemente:
“¿Y tú crees que a mí no me dolió la muerte de tu madre? ¿Tú crees que yo soy de piedra o qué? Claro que me dolió, es más, me devastó. Pero me quedabas tú, tenía la obligación de cuidarte y por eso es que aun con todo el dolor que sentía, tuve que sacar fuerzas de la nada para continuar viviendo. No me ha sido fácil. Primero lo de tu mamá y luego, apenas y habían pasado dos meses del último rosario me despiden del empleo. Que porque hubo recorte de personal, que debemos entender que la empresa ya no gana tanto como para tener una bola de empleados que no sirven para nada”.
El Maestro empieza a perder la calma y ahora aumenta el tono de voz, pero no grita.
“Así que ya sal del baño y ven a desayunar. No quiero que otra vez el médico ese del Centro de Salud me vuelva a echar la aburridora para decirme que soy un mal padre. Él que sabe”.
Se dirige nuevamente a la cocina, con paso apresurado y notablemente exaltado, abre un cajón y toma algo que no se aprecia que es, lo esconde en la cintura del pantalón. Luego vuelve con la escalada verbal, más frenética que antes.
“¿No vas a contestar?, tú piensas que eres la única en el mundo que tiene problemas. Tú crees que por un pleitecito entre novios se acaba la vida. Te advierto que si no sales en cinco minutos voy a tirar la puerta. Porque ya estoy hasta la madre de tus berrinches. Y también te digo que si haces otra de tus pendejadas yo no te voy a llevar a ningún lado. Para que te lo sepas de una vez no tengo un solo centavo con que pagar nada. Así que si te cortas las venas procura no dañarte tanto la piel”.
Fuera de sí continúa:
“Abre, con una chingada, ¿a poco crees que no me siento frustrado de saber que no he podido ocupar el lugar de tu madre? Si ella estuviera te estaría escuchando con paciencia pero yo no puedo, carajo. A mí se me está acabando la paciencia de que todo me salga mal. Se me está acabando la paciencia de que no pueda conseguir trabajo y de que no tenga con qué pagar la hipoteca de la casa. Se me está acabando la paciencia de que no tengamos siquiera para comer decentemente”.
Llorando dice: “Si ella no se hubiera muerto nada de esto estuviera pasando”.
Por unos instantes el silencio vuelve a la casa. Es de esos espacios libres de ruido que presagian un aguacero. El mar retirándose cientos de metros de la playa para volver con furia convertido en tsunami y tragarse pueblos completos.
En la cresta de la ola y a punto de romper en la arena se escucha el tronido de un disparo.
La niña se asusta e intenta abrir la puerta del cuarto de baño para averiguar qué sucedió, pero afuera un obstáculo se lo impide.
El silencio se vuelve absoluto. En la muerte súbita el punto es para ella, su padre ha perdido el último partido.
Morelia, Michoacán, marzo de 2014