La Navidad en la Literatura
Por Rosario Herrera Guido
La Navidad ha sido un motivo de inspiración para escritores que contribuyeron con la literatura navideña: Andersen, Hoffmann, Dickens, Wilde, Bécquer, Benito Pérez Galdós o Emilia Pardo Bazán, además de modernos como Ciro Alegría, Truman Capote, Blasco Ibáñez o Agatha Christie. En general, los protagonistas de las historias navideñas son niños pobres, abuelos entrañables, animales fieles o espíritus malignos, que han arraigado costumbres, tradiciones y sueños, como parte de nosotros mismos.
Algunos grandes autores abandonaron ciertos estereotipos y escribieron una literatura más profunda y atractiva, como “El Cascanueces”, de Hoffmann. El escritor nacido en Königsberg (1776), es una de las grandes figuras del Romanticismo alemán. Dotado de una imaginación que él mismo calificó de fantástica, se dedicó a una intensa actividad artística, tanto musical como literaria. Sus obras presentan una gran variedad de figuras y personajes fantásticos que intervienen en la vida real y personajes de la vida real que forman parte de la fantasía. “El Cascanueces” (1816), es todo un clásico de la literatura fantástica universal. El relato se realiza en la casa del respetable juez Stahlbaum, quien tiene dos adorables hijos. En Nochebuena una niña espera junto a su hermano la llegada del Niño Jesús. En la víspera el juez ofrece una fiesta a la que están invitadas las familias más respetables de Nurenberg, además del excéntrico padrino de Clara: Herr Drosselmeyer, quien asiste a la reunión con su sobrino Daniel. El padrino es fabricante de relojes y fantásticos juguetes mecánicos, y como mago tiene el don de divertir a los niños, para quienes inventa alegres bailes y realiza increíbles trucos. Para la fiesta, el padrino de Clara le lleva de regalo a Cascanueces: un soldado de madera que sirve para romper nueces. A Clara le encanta el Cascanueces y juega con él toda la fiesta. Al finalizar el festejo navideño, Clara se queda dormida en un sillón de la casa y emprende un fabuloso sueño: regresa a escondidas al árbol de Navidad para recuperar a su muñeco Cascanueces y se sorprende al encontrar que el salón está lleno de ratones gigantes. Su padrino aparece en su sueño y como acto de magia desaparecen los muebles de la casa, crece el árbol de Navidad, Cascanueces se transforma en real y los soldados de su hermano Fritz en un pelotón. Se desata la guerra entre los ratones y los soldados de madera. Cascanueces dirige la batalla. Clara ayuda a ganar la batalla lanzando una de sus zapatillas al Rey de los Ratones, quien cae derrotado. Al final, el padrino Drosselmeyer convierte el salón en un bosque invernal donde Clara y Cascanueces —transformado en un apuesto Príncipe— bailan junto con los copos de nieve, la Reina y el Rey de las Nieves. Clara y su Príncipe Cascanueces continúan su viaje por el mundo de los sueños, se despiden del Reino de las Nieves y siguen su camino rumbo al Río de la Limonada, hasta llegar al Reino de las Golosinas, donde su Reina les espera con bailarines que bailan con ellos. Pero cuando sus padres la despiertan para que despida a su padrino, Clara se da cuenta de que todo ha sido un sueño. Aunque para su sorpresa, cuando sale al pórtico de su casa reconoce que el Príncipe Cascanueces es Daniel, el sobrino de su padrino Drosselmeyer. El gran músico Piotr Ilich Thaikowsky se fascinó tanto con este cuento de Hoffman, que a sus 52 años estrenó en San Petersburgo “El Cascanueces”, una de sus últimas obras (1892).
Óscar Wilde (1854-1900), dramaturgo y poeta irlandés, uno de los escritores más destacados del Londres victoriano, es también el autor de un encantador cuento de Navidad: “El gigante egoísta”. El relato narra que todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Un jardín en el que brillaban bellas flores como estrellas y una docena de melocotones que en primavera se cubrían de delicados capullos rosados y en otoño daban deliciosos frutos. Los niños eran muy felices en ese jardín. Pero un día regresó el gigante, que había estado con su amigo, el ogro Cornualles, durante siete años. Cuando vio a los niños jugando en su jardín les gritó tan fuerte que los niños salieron corriendo. Entonces construyó un alto muro y puso un letrero que prohibía la entrada. Cuando llegó la primavera todo el país se llenó de capullos y aves. Sólo en el jardín del gigante continuaba el invierno. Pero una mañana lo despierta un jilguero. Al salir de su castillo miró sorprendido que los niños habían abierto un agujero en el muro y habían entrado a su jardín. Se habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. Sólo en un rincón continuaba el invierno, donde estaba un niño muy pequeño que lloraba desconsolado, pues no alcanzaba las ramas de los árboles. Entonces el gigante se enterneció, comprendió su egoísmo, la ausencia de la primavera y derribó el muro, para convertirlo en parque de recreo de todos los niños. Pero cuando los chicos lo vieron se asustaron y se fueron corriendo. Entonces volvió el invierno. Sólo el niño pequeño, que no pudo correr, lloraba. Y el gigante lo tomó de la mano cariñosamente y lo colocó sobre la rama de un árbol, que de pronto floreció y se cubrió de aves canoras. El niño extendió sus brazos, rodeó el cuello del gigante y lo besó. El resto de los niños, al contemplar la escena volvieron al jardín, y con ellos la primavera. Al atardecer, cuando los niños fueron a despedirse del gigante, les preguntó por el más pequeño, el que lo había besado, y les pidió que lo trajeran al día siguiente. Pero los niños nunca lo habían visto y no sabían dónde vivía. El gigante envejeció esperando a su pequeño amiguito. Una mañana invernal, miraba por la ventana su jardín. Ya no le molestaba el invierno, pues sabía que sólo es la primavera dormida y el sueño de las flores. Y en el más alejado rincón de su jardín miró un árbol cubierto de capullos blancos. Sus ramas eran doradas y le colgaban plateados frutos, y el pequeño estaba de pie, bajo su sombra. Cuando estuvo a su lado, el gigante enfureció porque el pequeño tenía en sus manos y en sus pies heridas de clavos. Y el gigante gritó: “¿cómo se han atrevido a herirte?”. Y continuó gruñendo: “dímelo para que pueda coger mi espada y matarles”. Y el pequeño le respondió: “estas son las heridas del amor”. Y el gigante calló de rodillas. El niño le sonrió y le dijo: “una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín”. Cuando los niños volvieron, encontraron al gigante a la sombra del dorado árbol de los frutos de plata, cubierto de capullos blancos.
Octavio Paz (1914-1988), el poeta y ensayista mexicano más laureado y polémico de la segunda mitad del siglo XX, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1990, amante de la crítica y famoso mundialmente por sus libros El laberinto de la soledad y El arco y lira y sus libros de poesía Libertad bajo palabra, Ladera Este y El mono gramático, también se interesó por el gran tema de occidente: la Redención. Hay que recordar que al escritor y filósofo francés Jean-Paul Sartre le llega a reprochar su desprecio por la Redención (“Memento”, Hombres en su siglo, Planeta, 1992).
En su ensayo “El lirio y el clavel” (Al paso, Seix Barral, 1992), Octavio Paz, como buen amante de la memoria, recuerda que entre sus libros de infancia se encontraba una antología de poesía popular española. Se trataba de una de sus primeras lecturas poéticas. Entre todos los poemas que leyó, el que más evoca como inolvidable es una copla que con el tiempo pasó a formar parte de los más cantados villancicos navideños. Cuatro versos de los que Paz no deja de acentuar su asombro y las profundas meditaciones en que lo sumergieron. Al punto de confesar su sorpresa de descubrirse con frecuencia repitiéndolos mentalmente: En un portal de Belén / Nació un clavel encarnado / que por redimir al mundo / se volvió lirio morado.
Cuatro versos en los que Paz reconoce todo el cristianismo, la historia de la salvación y sus misterios. En particular los dos más grandes misterios, que también son nuestros grandes misterios: el nacimiento y la muerte. Aunque el nacimiento y la muerte de Jesús de Nazaret guardan otro misterio mayor: la Redención. El villancico no narra una historia, muestra, como todo poema, en un tiempo circular que siempre retorna, lo que siempre está sucediendo. Un poema al que no se puede aproximar la teología, sólo la experiencia poética, el conjunto de imágenes al más acompasado ritmo.
El clavel es el niño Jesús, encarnado en una flor popular, que es imagen de la encarnación del espíritu en la carne de los hombres y las mujeres. El lirio es una flor espiritual. Y el morado es un color entre el rojo y carmín, mezclado con el azul celeste: es el color por excelencia de la transfiguración de la sangre en el sacrificio. Estamos ante un simbolismo de los colores —dice Paz— que revelan el secreto de la vida de Jesús, la transformación del rojo en morado, la mezcla de la sangre y el cielo, la encarnación de su nacimiento y la transfiguración de su muerte: el clavel que se transforma en lirio. El secreto —afirma Paz— es un secreto a voces, pues todos los mortales lo compartimos, ya que todos participamos de la redención del mundo.
Paz leyó muchos poemas sobre la Natividad. Tanto la poesía popular como la culta es espléndida en cánticos al nacimiento de Jesús. Octavio Paz leyó las letrillas y los villancicos de Luis de Góngora, Lope de Vega y Sor Juana Inés de la Cruz, pero ninguno le pareció de tanta sencillez, belleza y profundidad como el lirio y el clavel. Un cántico que Paz resume con una frase de William Blake: “una gota de agua en la que cabe un mundo”.
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