El deseo del viaje es innato en los hombres; no es enteramente humano aquel que no lo haya sentido alguna vez. No menos común es pensar que los mejores viajes son aquellos que hacemos con el cuerpo quieto, los ojos cerrados y la mente despierta. La lectura es otra manera de viajar sin moverse, sólo que, a diferencia de los frágiles mundos recorridos durante el viaje mental, al leer nos enfrentamos a una realidad que no es hija de nuestra fantasía y que debemos penetrar y explorar. Como una ciudad a la orilla de un río o un paraje en una montaña, el libro tiene una realidad material y ocupa un lugar en el espacio; basta con sacarlo del estante y abrirlo para viajar en sus páginas. Cada lectura, como ocurre en los viajes reales, nos revela un país que es el mismo para todos los viajeros y que, sin embargo, es distinto para cada uno. Un país que cambia con el tiempo y con nuestros cambios: no es lo mismo leer La Cartuja de Parma a los veinticinco años que volver a leerla a los sesenta. No es lo mismo ni es la misma novela. Los libros nos abren, además, una posibilidad que no ofrecen los viajes reales: viajar en el tiempo. Podemos recorrer la Galia del siglo I a.C. con Julio César como guía, presenciar la fuga de Aquiles perseguido por el río Escamandro o participar con Bernal Díaz del Castillo en el sitio de Tenochtitlan. Viajes a otros tiempos y a otros mundos con Dante o con Wells, viajes fuera del tiempo con algunos poetas y místicos.
Comencé a viajar cuando aprendía leer, es decir, en mi infancia. Los juegos y la lectura no fueron nunca, para la gente de mi edad, actividades enemigas ni mundos separados: nuestros juegos prolongaban de esta o de aquella manera las aventuras y las peripecias de nuestras lecturas solitarias. Entre leer y jugar había muchos puentes trazados por la imaginación y que nos conducían a los países movibles que inventa el deseo. ¿Cuáles son los puentes de los muchachos de ahora, quién los traza y qué mundos unen? No lo sé. Temo que su facultad imaginativa haya sido dañada irreparablemente: están atados a la pantalla de la televisión y a su mundo de imágenes prefabricadas e inmediatas. La imaginación es hija del deseo y el deseo nace con la distancia. La televisión suprime a la distancia: el espectador no desea ni imagina: ve y se contenta con ver. Todo está a la vista. Al leer interpretamos un texto, lo desciframos y, en una palabra, lo recreamos; la televisión ahorra el trabajo de la interpretación y suprime el placer de la reinvención. El uso perverso de la televisión (creo que hay otras maneras de emplearla) es un síntoma más de ese acelerado movimiento de nuestras sociedades hacia una barbarie sin paralelo en la historia. La antigua barbarie era un estado anterior a la civilización, fuera de ella; la nueva es un resultado de nuestra civilización y dispone de un arma desconocida por los godos y los hunos: la técnica.
La lectura es una excursión, una carrera hacia afuera o, como dice el diccionario, “una salida del lugar donde se vive”. Las excursiones son cortas y tienen por objeto no sólo el placer y el ejercicio físico sino el estudio de la flora, la fauna, la geología y los monumentos de la región que se visita. Excursión también significa correría en territorio enemigo, incursión en tierras extrañas. Los expedicionarios regresan de esas incursiones cargados de botín. (Esto es lo que ocurre con las alusiones y las citas en los poemas de Pound: más que un museo o una colección son una sala de trofeos). Después de las excursiones, se conversa sobre lo que se ha visto; después de las incursiones, se muestran los objetos y tesoros recogidos. Nada más natural, por esto, que uno de los grandes placeres de la lectura haya sido comentar con uno o dos amigos las páginas leídas en nuestras excursiones e incursiones. La edad moderna transformó las conversaciones íntimas en un nuevo género: toda esa vasta literatura compuesta de libros sobre los libros leídos. El género es una extensión, a veces cancerosa, de la crítica. También es algo más y algo distinto: crónica de viaje y guía topográfica, descripción y análisis, historia y confesión, reconocimiento y conquista, descubrimiento y colonización.
Cuando comencé a escribir y a frecuentar los ambientes literarios, advertí que era más fácil lograr que las revistas publicasen algún artículo mío sobre un libro reciente que uno de mis poemas. No me desanimé y decidí colaborar en las revistas y en los diarios. Soy curioso y me agradan las novedades de hoy o de hace mil años; también me gusta compartir mis descubrimientos y mis preferencias. Por temperamento y por íntima convicción me ajusto con dificultad a las opiniones recibidas. Como muy pocas veces he resistido a la tentación de decir mi inconformidad, me he visto envuelto en ásperas discusiones y querellas envenenadas. Era fatal que esto ocurriese en un medio como el mexicano. Entre nosotros la disidencia se convierte fácilmente en herejía y la crítica en excomunión. Fui imprudente y fui condenado a una suerte de ostracismo. No me arrepiento: prefiero la soledad alas malas compañías. Pero no todo fue negativo: tuve algunas satisfacciones que sería exagerado llamar amargas y gané amigos y lectores. La práctica del periodismo literario tiene muchos peligros; el más grave, como se ha señalado muchas veces, consiste en confundir nuestras impresiones personales con la crítica propiamente dicha. Sus ventajas, sin embargo, son notorias: aguza nuestra sensibilidad, pule nuestro entendimiento y es una brújula que nos orienta un poco en el mar incierto de la actualidad literaria. En el mejor de los casos, llega a ser una carta de marear que, aunque no nos preserva de las tempestades, las calmas chichas y los naufragios, nos ayuda a descubrir el rumbo de los vientos, es decir, el espíritu de los tiempos.
Durante años y años escribí ensayos, artículos y notas sobre mis lecturas y mis aficiones y antipatías literarias, artísticas y políticas. Al cabo del tiempo los artículos se transformaron en libros y estos en varios tomos de mis Obras. En el campo de la literatura son tres: Excursiones/Incursiones, consagrado a las letras de otras lenguas, Fundación y Disidencia a las hispánicas y Generaciones y Semblanzas a las de mi país. Ante ellos me pregunto: ¿reflejan realmente mis gustos y mis pasiones? En mi adolescencia leí con fervor a un puñado de novelistas, filósofos, poetas e historiadores. Muy pocos de ellos aparecen en las páginas que ahora reúno. Es fácil comprender la razón: habría sido superfluo e incluso un poco cómico escribir un nuevo estudio sobre Balzac o Schopenhauer, Los hermanos Karamazov o Robinson Crusoe. Pero confío en que algo de esas lecturas haya quedado en mis escritos, en mis gustos y en mis opiniones. Son parte de mi ser y sin ellos no sería lo que soy. La obra de un escritor no consiste solamente en lo que dice sino que abarca esa zona no dicha desde la que escribe. Lo no dicho es una zona invisible como la mitad sumergida del iceberg y está hecha de lo vivido y lo pensado, lo leído y lo olvidado.
A pesar de la diversidad de los asuntos y de haber sido escritos a lo largo de mas de medio siglo, me parece que los textos reunidos en este libro me representan con cierta fidelidad. Me atrevo a decir algo más: aunque fueron escritos para responder a esta o aquella circunstancia, sin intención preconcebida ni propósito ulterior, poseen unidad. No la unidad de la teoría ni la del tratado sino la más secreta de la vida. Son capítulos de una biografía en la que cuenta no tanto lo vivido como lo pensado y, más que lo pensado, lo sentido y lo deseado. Hablé antes de carta de marear; añado: este libro y los otros dos que lo siguen pueden verse como un mapa de las navegaciones de un poeta mexicano que comienza a escribir hacia 1935. En este sentido, estos ensayos y artículos, destinados originalmente al periodismo literario, son también y sin que su autor se lo haya propuesto expresamente, una pequeña contribución a la historia de la poesía moderna de lengua española. Desde esta perspectiva las omisiones y las lagunas también son un testimonio: no dicen pero señalan. Quizá no sea inútil añadir que en mis excursiones e incursiones preferí aventurarme por regiones poco exploradas y que durante esas correrías hice algunos pequeños descubrimientos. Lo digo con un poco de inocente vanidad y sin olvidar que la dirección general del conjunto es lo que de verdad cuenta. Dirección ¿hacia dónde? La respuesta no es inequívoca. Los textos aquí reunidos representan una búsqueda y apuntan hacia una dirección que el lector debe descubrir.
En un libro cuyos temas son poetas y escritores de otras lenguas, no podían faltar algunas reflexiones sobre el arte de traducir. Teoría pero también práctica de la traducción: a los ensayos suceden versiones de algunos poemas y comentarios sobre esos poemas y sus autores. La traducción es el resultado de la diversidad de lenguas que hablamos los hombres, un enigma no menos inextricable que el tabú del incesto o el del origen mismo del lenguaje. Si la especie humana es una, ¿por qué hay muchas lenguas? La pluralidad de idiomas es un desafío tanto a la universalidad de la razón humana como a la noción de divinidad. ¿Por qué, si el entendimiento es uno, se dispersa en lenguas que nunca, aunque hablen de lo mismo, dicen lo mismo? ¿Por qué Dios, que habla a todos los hombres, les habla precisamente en hebreo o en árabe, en sánscrito o en griego? Los hombres no cesan, desde el principio del principio, de hacerse estas preguntas. Al mismo tiempo, sin aguardar siquiera una respuesta, no cesan de traducir. La cultura comienza con el lenguaje y el lenguaje es esencialmente traducción. Comienza en el interior mismo de cada lengua: la madre traduce al niño, el sabio a las palabras de los antiguos, el brujo a los animales y las plantas, el astrólogo a las constelaciones. La historia de las civilizaciones es la historia de las traducciones que han hecho los pueblos de la cultura de sus antepasados y de la de sus vecinos, sus enemigos y sus vasallos. Traducir no sólo es trasladar sino transmutar. Esa transmutación cambia al traductor y a lo que se traduce: el cristianismo cambió al mundo grecorromano pero la Antigüedad grecorromana cambió al cristianismo.
Las preguntas que se han hecho y se hacen los teólogos, los filósofos y los lingüistas acerca de la traducción pueden trasladarse al ámbito de la literatura: ¿cuál es la función de la traducción literaria y cuáles son sus límites? La poesía es un arte íntimamente unido a la palabra y a sus propiedades físicas y significativas: ¿puede traducirse? ¿Qué es lo que queda de Verlaine en español o de Shakespeare en francés? Para un poeta hispanoamericano estas preguntas y otras semejantes, en la segunda mitad del siglo, teman y tienen un carácter perentorio. Desde el período “modernista” los poetas de nuestra lengua emprendieron una doble empresa: asimilar la tradición poética moderna e insertar a nuestra poesía en esa tradición. Darío quiso modernizar a la poesía de nuestra lengua y, al mismo tiempo, ser un poeta moderno. Por esto, en el mismo año en que reúne sus escritos sobre poetas extranjeros, Los raros (1986), publica el libro que inaugura el “modernismo”: Prosas profanas. Todos los que venimos después, con mayor o menor fortuna, lo hemos seguido. Puede decirse, sin demasiada exageración, que la poesía moderna de nuestra lengua ha sido una traducción. Pero una traducción creadora, es decir, una verdadera trasmutación.
La riqueza y la excelencia del corpus poético de este siglo -sólo se le puede comparar el del siglo de oro- ha sido el resultado, en buena parte, de esta hibridación universal iniciada por Darío. Cierto, la modernidad de Darío no es la nuestra. La modernidad cambia continuamente; agrego que cambia porque nosotros la cambiamos: la modernidad somos nosotros. Como ella, estamos condenados a ser mero tránsito. En la sección final de El arco y la lira y en Los hijos del limo procuré enfrentarme a la paradoja de la modernidad, que se niega en sus cambios y así se perpetúa. Los ensayos y notas que componen este volumen son prolongaciones y extensiones de los capítulos que he dedicado a la tradición poética moderna en esos dos libros. Las lagunas son muchas -¿cómo me hubiera gustado escribir unas pocas páginas sobre Nerval!- pero confieso que no lo lamento demasiado: no me propuse escribir una historia de la poesía moderna sino trazar unos cuantos apuntes rápidos al margen de mis lecturas y de mi vida. Verdaderos croquis de viaje.
En el movimiento poético moderno, el surrealismo tiene un lugar de elección’. El Primer manifiesto apareció en
1924: yo tenía diez años, vivía en un pequeño pueblo de las afueras de México, estudiaba en un colegio católico francés y cada mañana naufragaba con Simbad o me hervían los sesos con Monsieur Dupin o con Mister Holmes. Anos después, durante la segunda guerra mundial, conocí a varios poetas y pintores surrealistas refugiados en México. Me sentí inmediatamente atraído. Muchas de sus opiniones me deslumbraban, otras me intrigaban y algunas me dejaban perplejo. Ellos y ellas me parecían adeptos de una comunidad de iniciados, dispersos por el mundo y empeñados en una búsqueda antiquísima: encontrar el perdido camino que une al microcosmos con el macrocosmos. Eran los herederos del romanticismo pero también de los gnósticos del siglo IV. Con Leonora Carrington hablaba de los druidas, con Remedios Varo de alquimia y con Wolfgang Paalen de los canales secretos que unen al hermetismo con la física contemporánea. A Benjamin Péret me unieron el culto a la poesía, el humor, preocupaciones políticas semejantes y la misma fascinación ante las cosmogonías de los indios mexicanos. Péret había vivido en Brasil, había combatido en Cataluña en las filas del POUM 2 y hablaba con soltura el español. Para Buñuel, el más profundo y puramente surrealista de los poetas surrealistas era Péret. No se equivocaba. Sencillo y recto, estaba hecho, como se dice corrientemente, de “buena madera”. ¿Qué madera: pino, caoba, cedro, encino? La madera recia de los héroes
simples de espíritu, la madera de Pedro el Apostol. Gracias a Péret conocí al fin, ya en París, en 1948 o 1949, a Breton. A poco de conocerlo me invitó a colaborar en el Almanaque Surrealista de Medio Siglo y comencé a asistir a las reuniones del grupo, en el Café de la Place Blanche y
en otros sitios. Los pilares de estas reuniones eran André y Benjamin, el primero acompañado casi siempre por Elisa, su mujer. Me unía a ella el idioma (es chilena) y algo que era una herejía para Breton: el amor a la música. Concurrían muchos jóvenes y, de vez en cuando, algunos veteranos de las campanas pasadas: Max Ernst, Miró, Herold y, más raramente, Julien Gracq. Con él y con otros dos escritores recién llegados como yo a las reuniones, André Pieyre de Mandiargues y Georges Schéhadé, me sentía más a gusto. Gracq no es solamente un gran escritor sino un hombre discreto y cortés, que sabe conversar y callar cuando es necesario. Mis mejores amigos fueron Mandiargues, brillante y fantasmagórico como un cuento de Amim, y Schéhadé, siempre con un racimo de proverbios acabado de cortar en un árbol del Paraíso. Las reuniones eran ceremonias rituales. Más de una vez me dije que había llegado a ellas veinte anos tarde. Pero el rescoldo de la gran hoguera que fue el surrealismo todavía calentaba mis huesos y encendía mi imaginación.
El surrealismo se presentó como una revolución y una ruptura. Lo fue. Incluso puede decirse que, en esa historia de sucesivas rupturas que ha sido la poesía moderna desde el romanticismo, el surrealismo fue la gran y última ruptura. Todo lo que ha venido después ha sido combinaciones y recreaciones. El surrealismo fue, además, una tradición. En los primeros tiempos este hecho pasó casi desapercibido pero Breton no tardó en darse cuenta y lo asumió con valerosa lucidez, primero de modo paulatino y con mayor decisión a medida que pasaban los años. Dije antes que desde mi primer
contacto con el grupo, en México, me había fascinado el carácter tradicional del surrealismo; ya en París y en las postrimerías del movimiento, vi con mayor claridad todo lo que lo unía a las sectas gnósticas de los primeros siglos, al hermetismo neoplatónico del Renacimiento y a la intrincada y poderosa red subterránea del iluminismo que atraviesa los siglos XVIII y XIX. Doble faz del surrealismo: fue una revolución, algo que comienza, y una tradición, algo que regresa.
En otros escritos he señalado que la poesía norteamericana moderna ejerció sobre mí una atracción no menos profunda que la del surrealismo, aunque en sentido distinto y de manera indirecta. Con los poetas norteamericanos la historia, expulsada por los simbolistas, regresa al poema. Es claro que no fueron los únicos y apenas si necesito recordar, entre otros, a los poemas de Mayakovski. Pero los norteamericanos no escribieron proclamas en verso; nos dieron una visión singular del mundo moderno en la que nuestras ciudades son también las de la Antigüedad. Quiero decir: su visión del hombre se expresó en imágenes sincréticas de su destino terrestre: la historia como gesta de la tribu (Pound) o como prueba del alma (Eliot). Rasgos semejantes, combinados de distintas maneras, aparecen en otros poetas de esta generación como Williams, Hart Crane e incluso Wallace Stevens. Pues bien, encontré en la poesía norteamericana de ese período la misma dualidad del surrealismo. La misma pero en la forma de una simetría inversa. Pound y Eliot, los dos teóricos del llamado, impropiamente, modernism angloamericano, sostuvieron siempre que sus innovaciones eran en realidad una restauración de la tradición. Sus ideas políticas conservadoras estaban en consonancia con su estética del mismo modo que el radicalismo revolucionario de los surrealistas coincidía con su poética ultrarromántica. Sin embargo, así como el surrealismo fue el regreso de la tradición subterránea de Occidente, el modernism angloamericano fue una verdadera revolución poética. En un caso la subversión abrió las puertas a la tradición; en el otro, la restauración condujo a la revolución.
Entre 1960 y 1962 publiqué algunas reflexiones, recogidas en este libro, sobre el uso de las substancias alucinógenas y su relación con la poesía. El origen del uso de estas substancias con fines mágicos y religiosos se esconde en las nieblas de la prehistoria; las drogas psicodélicas también son un capítulo de la historia de la imaginación humana y tienen una conexión, a veces íntima, con las artes y la literatura. Ocuparse de este asunto en 1960 podía provocar alguna discusión pero no era peligroso; hoy es imposible tratarlo sin exponerse a serios equívocos. Es comprensible: el tema de las drogas colinda, por un lado, con la delincuencia internacional y, por el otro, con la salud pública. La producción y la distribución ilícita de drogas se ha vuelto un inmenso negocio, controlado por bandas sin escrúpulos; a su vez, los resultados morales y sociales del uso generalizado de esas substancias es aterrador: millones de seres humanos, principalmente jóvenes, han sido esclavizados por un hábito que los destruye física y moralmente. Estamos ante una dolencia social más grave que la del alcoholismo. Al mismo tiempo, es claro que las medidas represivas no han sido ni serán capaces de erradicar el USO de las drogas. La complejidad del problema, a un tiempo social y psicológico, económico y político, me prohíbe tanto
pronunciarme sobre sus causas como proponer un remedio. Pero estos escrúpulos no deben ni pueden impedir que me atreva a exponer un puñado de comentarios. Siento, además, que estoy obligado a ello por lo que antes escribí acerca de los alucinógenos.
La gente no se inyecta ni ingiere esas substancias por maldad o perversidad. Tampoco por ignorancia, aunque no niego que algunos, sobre todo los muy jóvenes, desconocen a veces el peligro a que los expone su uso. No descuento la importancia de otro factor: la imitación. Tomamos drogas porque un amigo, un vecino o nuestra amante las toma. Es un efecto negativo de la facultad imitativa de los hombres, en la que veía Aristóteles una de las superioridades de nuestra especie sobre los otros seres vivos. Las drogas corrigen levemente al filósofo: si la imitación es el camino del aprendizaje, también es el de la perdición. Pero ninguno de estos factores -podría añadir otros, unos psicológicos y morales, otros sociales y económicos- explica enteramente el fenómeno. Para comprenderlo un poco debemos comenzar por reconocer que el uso de las drogas corresponde a una necesidad psicológica. Las causas que provocan esa necesidad son muy variadas pero pueden resumirse en una: el desamparo espiritual, muchas veces también material, a que nos condena la sociedad contemporánea. El examen de las causas de este desamparo implica el examen de la naturaleza de la sociedad moderna. Es una tarea vastísima, que ha sido intentada muchas veces y con resultados contradictorios. No me propongo, por supuesto, tratar este tema y me limito a observar que, si de veras se quiere combatir el uso de las drogas, debe empezarse por el principio, es decir, por la reforma de la sociedad misma y de sus fundamentos sociales y espirituales.
Una vez sentada esta modesta premisa, haré un comentario más. Dije que el desamparo provoca una necesidad: ¿cuál es la índole de esa necesidad, cómo se llama? Nace de una carencia y tiene muchos nombres. Se manifiesta a veces como una sed de reposo y de olvido, otras como una sed por ir más allá de nuestras vidas mezquinas y tocar lo que nos prometen los cuentos y las mitologías. Es un ansia por salir de nosotros mismos para encontrar ¿qué? Nadie lo sabe exactamente. Sabemos, sí, que esa angustia es sed de felicidad, sed de bienestar. Las fallas de nuestras sociedades son múltiples y diversas, unas materiales y otras espirituales, unas económicas y otras políticas, pero a todas ellas las engloba la palabra malestar. La sed de bienestar es la respuesta al malestar de la sociedad y de los individuos. Las sociedades del pasado satisfacían esta sed de muchas maneras. Eran comunidades más pequeñas y menos homogéneas e impersonales; cada uno vivía dentro de una red de relaciones afectivas: la familia, el clan, la cofradía artesanal, las hermandades, las asociaciones profesionales, los barrios, las iglesias y las parroquias. El individuo no se sentía solo en el mundo. Y tenía el trasmundo: los sacramentos, los ritos, las ceremonias religiosas. El tiempo no era una sucesión vacía ni su transcurso era medido por el reloj sino por el alba y el mediodía, el atardecer y la noche. Cada año, en ciertos días señalados, el pasado y el presente confluían y con ellos los muertos y los vivos: la fiesta era, más que una pausa, una congregación de los tiempos. Hemos perdido todo eso. Vivimos en el desierto urbano.
La sed de felicidad esta inscrita en la naturaleza humana. No es fácil definir a las palabras felicidad y bienestar. Los filósofos, los teólogos, los médicos y los psicólogos discuten interminablemente sobre su significado y todavía no se ponen de acuerdo. Mientras tanto, podemos decir con cierta confianza que el ansia de felicidad es también ansia de inmortalidad. Queremos ser felices para siempre. Esto es lo que nos ofrecen muchas religiones y algunas filosofías. Pero vivimos sobre esta tierra y en ella la felicidad, como todo lo demás, no es eterna. A lo mas que podemos aspirar, aquí y ahora, es a vislumbres y atisbos momentáneos de ese estado de perfecta beatitud. Algunas experiencias pueden entreabrirnos las puertas de la visión: el amor, la contemplación, las artes, la poesía, la meditación filosófica, la comunión religiosa. Todas ellas son estados transitorios y difíciles de alcanzar. Exigen fortaleza de alma, concentración, desprendimiento y otras virtudes que sólo poseen las almas grandes o, más exactamente, las almas virtuosas. Además, algo que no depende de nosotros: gracia. ¿Quién otorga esa gracia? Es difícil responder pero no lo es decir que la gracia nunca es un don inmerecido. La gracia no es una dádiva anterior a la virtud: es su coronación.
El camino hacia la beatitud es largo y árido. De ahí que no sea extraño, como se ve en la historia de las religiones, que aparezcan una y otra vez doctrinas y movimientos que postulan una vía corta para alcanzar el éxtasis y aun la iluminación El ejemplo más notable y consistente de estas tendencias pertenecen al budismo chino (Cb’an3) y japonés (Zen). Esta escuela predica la “iluminación súbita” aunque, hay que subrayarlo, lograda a través de una severa disciplina y de arduos ejercicios de meditación. La gran atracción de las drogas psicodélicas, y su gran peligro, consiste en que parecen ofrecer un camino corto y fácil hacia el éxtasis. La verdad es que la experiencia inmemorial muestra que es un camino que termina en un precipicio. Para evitar el despeño, la tradición insistió siempre en los ejercicios ascéticos, los ayunos, las privaciones y las técnicas de meditación. De ahí también el misterio que en la Antigüedad rodeaba a la ingestión de substancias psicodélicas. El uso de las drogas alucinógenas fue invariablemente parte, en todas las tradiciones religiosas que acudieron a estas prácticas, de un ritual severo, trátese del Soma de la India antigua, del hachís de la secta de Hasan Sabbah (Hasbisbis) o del peyote de los pueblos mesoamericanos. La sociedad moderna ha sido incapaz de integrar el uso de las drogas en un ritual y así transformarlo en una vía hacia una visión espiritual. Al contrario, lo ha convertido en un método de autodestrucción.
Espero haber mostrado que el problema social del uso de drogas apenas si tiene relación con mis reflexiones de hace treinta años. El estudio de las substancias psicodélicas comprende muchas disciplinas, de la botánica y la química a la historia de la literatura y de las religiones. Esto último, las experiencias poéticas y las religiones, fue lo que me atrajo. Aparte de mi interés de siempre por la creación poética, durante los anos en que viví en la India, al leer el Rig Veda, me sorprendieron los himnos rituales consagrados al Soma, un licor sagrado que
recuerda a la ambrosía de los dioses griegos. Pensé que quizá se trataba de una bebida a base de una substancia psicodélica. Unos pocos años después Gordon Wasson daba a conocer su hipótesis: el Soma era el jugo de un hongo (Amanita muscuria), filtrado y disuelto en agua. Las investigaciones de Wasson y sus asociados no se han limitado a los hongos alucinógenos de México y al Soma sino que abarcan otros temas como los Misterios de Eleusis, el significado del nombre del dios maya Huracán y la última cena del buda, al cabo de la cual, antes de morir, alcanzó el gran éxtasis (Mubáparanirvána). En Eleusis los iniciados bebían probablemente una infusión que contenía ergotina; el nombre de Kulkuljá Huracán designa al rayo y asimismo a la Amanita muscaria y sus efectos (huracán no es palabra caribe, como dicen nuestros diccionarios, sino maya y aparece en el Popo1 Vuh); el Buda comió un hongo que, según la orientalista Stella Kramrisch, era un sustituto del Soma.
En 1971, en Cambridge (Mass.), Roman Jakobson me hizo conocer a Gordon Wasson. Al punto simpatizamos. Me distinguió con su amistad y así pude familiarizarme aún más con sus ideas. Fue un investigador admirable tanto por su tenacidad como por su poco común capacidad para encontrar relaciones insospechadas entre situaciones y objetos muy alejados. Como todos los que están poseídos por una sola idea, exageró la influencia de las substancias psicodélicas en el origen de la religión. En su último libro, Persepbone’s Quest (Entheogens and the Origins of Religion), publicado poco después de su muerte, defiende con elocuencia su tesis y sostiene que el origen de la religión es el culto al Soma o, mas exactamente, al hongo Amanita muscaria y a sus efectos 4. Inconforme con los dos nombres con que se conoce a las plantas y substancias que dan o provocan visiones, uno por ser falso (alucinógeno) y otro por ser bárbaro (psicodélico), él y sus colaboradores forjaron un nuevo vocablo: enteógeno, es decir: dios engendrado en el interior (en la psiquis). Curiosa simplificación: hacer depender un fenómeno de la complejidad de la religión de un hongo y sus efectos. Las drogas pueden ser un estímulo fisiológico, como las prácticas ascéticas y los ayunos, pero la facultad visionaria está en el hombre mismo y reside en su imaginación.
Entre los textos que he recogido en este libro hay uno, “El banquete y el ermitaño”, que leo con cierta incomodidad. Hoy matizaría muchas de las opiniones que ahí expongo. Por ejemplo, ver en el uso generalizado de los alucinógenos un signo del ocaso de nuestra visión del tiempo como sucesión lineal y del culto al futuro, fue una exageración. Debería haber dicho que era un signo negativo o, más bien, un síntoma de la bancarrota de ciertos valores de nuestra sociedad. Mi pequeño ensayo desarrolla un paralelo entre el vino y las substancias psicodélicas, el silencio y la comunicación, la comunión y la meditación solitaria. El vino y lo que el vino representa el banquete platónico y la eucaristía cristiana -salen mal parados en mi comparación. Me dejé extraviar por mi entusiasmo ante las tradiciones orientales. ¿Cómo pude olvidar la poesía báquica de griegos y romanos o, en la época moderna, a Baudelaire y, entre nosotros, a Darío y a Neruda? En Residencia en la tierra, un libro que me sacudió hondamente cuando lo leí por primera vez (tenía veintidós años), hay un poema que es una visión sobrecogedora del vino:
manchas moradas como lluvias caen,
y el vino abre las puertas con asombro y en el refugio de los meses vuela
su cuerpo de empapadas alas rojas.
También fui injusto con la tradición oriental. Uno de sus temas constantes es el elogio del vino, como puede verse en los admirables poemas arábigo-andaluces rescatados por Emilio García Gómez. Lo mismo ocurre con la poesía de persas e indios, chinos y japoneses. Wang Wei se despide del mundo mientras ve correr las nubes en el cielo y bebe una copa con un amigo; Li Po danza, borracho, con su sombra y con la luna; Su Tung-po afirma que el vino es la única recompensa del hombre de mérito. Para unos el vino es el camino del regreso al Gran Todo, al cosmos; para otros, es el rostro de una muchacha; y para otros, la claridad vacía de la beatitud.
Creo que uno de los pocos rasgos que redimen a nuestro siglo terrible -como lo procuran mostrar, así sea débilmente, algunos apuntes y notas de este libro- es la recuperación de las artes y las literaturas orientales. Son nuestro otro clasicismo, la mitad de nuestra herencia de hombres. Su influencia ha sido profunda y fecunda en muchos grandes poetas, dramaturgos y pintores de nuestra época. Por todo esto nada me parece mejor, para terminar este sinuoso prefacio, que unas líneas de la alabanza al vino del taoísta Liu Ling. En un breve texto en prosa describe a un bebedor (tal vez el mismo) para el que “la eternidad es una mañana y diez mil arios un parpadeo. El sol y la lluvia son las ventanas de su casa; los ocho confines, sus avenidas. Marcha ligero, sin destino y sin dejar huellas: el cielo por techo, la tierra por jergón”. El borracho de Liu Ling es un poeta-filósofo. Nos enseña que la locura es una sabiduría y que la inactividad es la mejor manera de unirse al movimiento universal de los elementos y los astros.
México, a 23 de febrero de 1991