12 abril, 2023

Leopoldo González: Alfredo Zalce

La trayectoria de un artista plástico está en su obra y en el aporte con que haya logrado impresionar, sorprender y seducir tanto a su tradición artística como a sus contemporáneos y a la posteridad. Si la obra y el aporte valen la pena, puede decirse que el autor será merecedor de reconocimiento público dentro y fuera de su tiempo.

No se equivocó Carlos Pereyra cuando, en la convulsa y agitada década de los sesenta, la más platónica quizás del siglo XX, atisbó un descubrimiento y tuvo el gran acierto de plasmarlo en un breve lienzo verbal, al decir que “Michoacán es tierra de artistas, filósofos, oradores y poetas”.

Junto a José Torres Orozco y Samuel Ramos, muchos otros michoacanos harían fila y tumulto para comprobar, en propia carne, lo escrito por el historiador Carlos Pereyra que conoció y trató a un michoacano gigantón, Don Luis González y González, cuando Don Luis intentaba hacer de la de San José de Gracia una “historia universal”, precisamente de la mano de su creación teórica más original: la microhistoria.

Conocí a Alfredo Zalce un día soleado de 1991. El pintor Darwin Cárdenas me condujo a su estudio y ahí nos presentó. Charlamos por espacio de una hora en el desorden de armonías que era su casa-estudio, ante una asamblea de pinturas, esculturas y cuadros cuyos personajes provenían del realismo callejero de la imaginación.

En aquel entonces pensé que Zalce era un pintor excepcional dentro de un ser humano igualmente excepcional. Creo que la grandeza lo esperaba en uno de los recovecos de la historia.   

Alfredo Zalce (Pátzcuaro 1908-Morelia 2003) se hizo pintor desde muy temprana edad, cuando, al abandonar Pátzcuaro a causa de los avatares de la revolución, trabajó en la Fotografía Lumiere que instaló don Ramón Zalce (su padrastro) muy cerca de Tacubaya, en el antiguo Distrito Federal, dibujando sobre papel de estraza figuras caprichosas y “monos” que nadie le pedía, o bien ensayando pinturas con carbón sobre el mosaico blanco de la casa familiar, en los años de ventisca y borrasca que vivió México tras el inicio de la Revolución de 1910.

Zalce es hijo de la revolución por edad y vivencia, pero también por elección y afinidad ideológica. Con José Vasconcelos, primero en la rectoría de la Universidad Nacional y luego en el Ministerio de Educación, bajo el gobierno de Álvaro Obregón, se forjó y cohesionó una generación de escritores, artistas, filósofos y educadores que habría de ponerle rostro, mira de horizonte y tren de aterrizaje al pensamiento confuso y disperso del 10. Para muchos de ellos, había llegado la hora de traducir el pensamiento y la ilusión de la revolución en obras concretas, y esto pasaba por la idea de convertir el ideario de la revolución en norma e institución de gobierno.

Con Siqueiros, pero sobre todo con Diego Rivera, quien daba conferencias por las noches a los estudiantes en la biblioteca de la escuela de San Carlos, Zalce aprendió que el arte es un método de crítica y de transformación de la realidad, pues les habló de historia del arte desde un punto de vista social.

El muralismo fue, ante todo, una escuela de conciencia y de concientización. En un país que quería seguir siendo igual a sí mismo, el muralismo funcionó como fuente de refresco de los lazos de identidad, como espejo de contrastes de una realidad nacional que se pretendía única a fuerza de ser una y la misma. En la vorágine, Zalce no se perdió para sí mismo ni para el arte que proponía la escuela mexicana; al contrario: ahí encontró la rocamadre de su querencia más honda e íntima, desde la cual explicarse el mundo que quería transformar.

El muralismo intentó ser el eco prolongado de una revolución inconclusa que aún le debía dignidad, justicia, satisfactores materiales y un poco de bienestar a la gente de abajo (campesinos y obreros en su mayoría) y, por otro, también una tentativa por autentificar una revolución que había sido expropiada por las castas y las élites, que a su vez habían terminado por distorsionar, arrumbar u olvidar las reivindicaciones más profundas de 1910.

No obstante, a Zalce le interesó la pintura en sí misma como arte de piel adentro, como método de redención interior y de reconciliación consigo mismo, porque venía de muy lejos y no encontraba la rama o el atajo que lo condujera a un piso de gravedad, hasta que los muralistas y la plástica lo hicieron reconocer -si puede decirse así- una identidad consigo mismo. La aseveración de Luis Cardoza y Aragón fue rotunda, cuando expresó que en la obra de Zalce se halla “la presencia de la pintura como pintura misma, lejos de implicaciones extrañas a su intención específica”.

Con frecuencia olvidamos la afirmación de Baudelaire: “Estamos rodeados de lo maravilloso, y no lo vemos”, lo que no deja de ser lamentable.

Forjar una imagen y hablar con imágenes a una sociedad acostumbrada al silencio, es una operación superior que sólo logran unos cuantos artistas. Hablar con imágenes pictóricas para establecer un sentido inadvertido en la cultura nacional, es un reto que la generación del muralismo hizo suyo con gran éxito. En este sentido, Alfredo Zalce, como uno de los mejores continuadores de la escuela mexicana, es, en la microhistoria de aquí cerquita, otro michoacano gigantón.

En un ensayo aparte, más completo y con otro nivel de complejidad, trataré de situar el aporte global de Zalce dentro de la escuela mexicana de pintura.


Pisapapeles

Alfredo Zalce dibuja un gato sobre la superficie de un sobre de correo; ese gato no está en ninguna de sus pinturas. ¿Dónde quedó el gato de Alfredo Zalce?

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