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noviembre
1 noviembre, 2024

¡Jódanse!

Las democracias de hoy palidecen y entran en crisis de muchas formas, hasta que no queda de ellas sino un montón de fórmulas y de instituciones descalabradas.

México comenzó a vivir hace años uno de estos periodos. Algunos en nuestro país creyeron que estábamos lejos de vivir experiencias tan dolorosas como la de Cuba, Venezuela y Nicaragua, o incluso totalitarismos sangrientos como los que padeció el viejo continente en el siglo XX. Hoy los hechos nos dan la razón a un grupo de analistas y autores que advertimos a tiempo la gravedad y la inminencia del peligro.

No me alegra haber tenido razón sobre la suerte y el destino ominoso de México. Alegría habría sido equivocarme sobre la hora oscura que vive nuestro país. Así como la historia no es un melate de presentimientos sobre el futuro, tampoco el análisis en reposo es una tómbola de acertijos emocionales. 

El estado de negación de la fea realidad aún subsiste en muchos mexicanos: creen que México no vivirá los niveles de angustia y zozobra que viven los pueblos latinos sometidos a una tiranía; creen que nuestro país podrá sacudirse a la oligarquía dictatorial de “izquierda” en poco tiempo; creen que antes de que todo esto empeore surgirá un líder providencial para salvar a nuestra democracia: creen esto y creen lo otro, únicamente con la esperanza de darle vida a la esperanza.

En materia de historia y política todas las creencias son buenas, porque han sido y son luz que cura los vacíos del alma y alivia las fiebres del corazón del hombre. Desafortunadamente, ninguna creencia sobre nosotros puede por sí misma vencer al mal, y menos cuando nos sale al paso, con su macabra belleza de oscuridad, el clásico y conocido poema de los sarracenos: “Que Dios protege a los malos / cuando son más que los buenos”.

Frente a los asedios que enfrenta la democracia y el peligro de llevar al poder a rufianes y mafiosos sin valores ni escrúpulos, hay que deplorar lo que podríamos llamar la claudicación del espíritu y la dignidad social: esa fuerza perversa y maligna que arrodilla a los pueblos, anestesia la actitud crítica de los grupos sociales y conduce a los individuos a la domesticación y al acomodo burocrático o escalafonario, pese a que los valores superiores de su nación y su cultura se hallen en peligro.

Los autócratas que surgen del alma social descompuesta son astutos y sagaces: han palpado la desesperanza y la necesidad de creer en algo o alguien de las masas, y acto seguido se proponen como el “hombre antisistema”, el “héroe de consumo popular”, el “caudillo iluminado” o la “última esperanza” para volver a “hacer grande” a un país.

Mussolini llegó a Roma el 30 de octubre de 1922, hace ya un siglo y dos años, para rendir juramento al cargo de primer ministro, invitado por el rey Víctor Manuel III, quien vio en él a una estrella política en ascenso y un instrumento para neutralizar el malestar social. Unos no se resistieron al ascenso y otros no resistieron el “encanto” de la figura popular que venía a salvarlos: pronto terminaron siendo víctimas de la farsa sangrienta que fue el fascismo.

Después del “Putsch”, el célebre golpe en la cervecería de Múnich en 1923, Hitler pasó nueve meses en prisión, donde escribió su infame testamento personal: Mi Lucha. 10 años después, en 1933, con la falta de pericia de un experimentado Von Papen, con el miedo a la recesión de buena parte de Alemania y una actitud obsequiosa y agachona por parte de algunos empresarios, Adolfo Hitler ascendió al poder. Las consecuencias de aquel pacto fatídico todos las conocemos. El político conservador que apalancó a Hitler para su ascenso a la cancillería, admitió con tristeza días después: “Acabo de cometer la mayor estupidez de mi vida: me he aliado con el mayor demagogo de la historia mundial”.

Luego de dos intentos fallidos de golpe de Estado y dos estadías breves en prisión, Hugo Chávez, en Venezuela, declaró que buscaría el poder por la vía electoral, y en ese empeño consiguió el apoyo del expresidente Rafael Caldera, una auténtica reliquia política para la democracia venezolana. A Chávez lo subieron al poder políticos en desgracia que esperaban premios de consolación, militantes resentidos y de suburbio que demandaban justicia, empresarios que deseaban aprovechar la ignorancia del caudillo para conseguir obra pública y concesiones, gente ignorante del pueblo atada a la fisiología del estómago y, por último, una legión de oportunistas polimamíferos para los que chequera y política son sinónimo de negocio. Hoy, todos sabemos que el populismo de Chávez perdió la más reciente elección, y que la cuota de sangre y vidas para recuperar la democracia en el país será alta de aquí a 2025.

La de José Stalin es otra experiencia de lucha y poder que establece un juego de espejos con el caso mexicano. De él nos ocuparemos en otra entrega.

No es excesivo decir que el experimento de la 4T en México es una sui generis combinación de aquellas experiencias políticas: nazifascista por el dogmatismo y el afán de volver a poner de pie a un país; populista por la ineficacia y el hedor gaseoso del “palabreo”; socialista y porril por las historias y las narrativas turbias de quienes son el “alma” de esa causa.

Todo esto confirma que se está cocinando un régimen dictatorial en México, con muchos de los dogmas, obsesiones e híbridos ideológicos de la historia del planeta.


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Independientemente de sus siglas, su color y sus personajes, las dictaduras son estructuras de poder para servir a sus líderes, a sus élites y a sus cúpulas, no a los gobernados.

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