El nacionalismo sigue siendo un refugio ideológico y cultural de enanos, frente a un mundo que no busca el achicamiento como maldición o destino, sino el crecimiento y la expansión como expresiones de plenitud.
El que se siente realizado y feliz en el diván de un nacionalismo rinconero, tiene derecho a ello y no hay por qué lanzarle excitativas urgentes de conversión, ni coaccionarlo para que abrace las causas de los que no tienen los mismos termómetros de mundo que él.
Junto a ello, hay que decir que ningún nacionalismo es la biblia o una summa teológica, por lo que ningún nacionalista tiene derecho a erigir sus doctrinas y creencias en dogmas de culto o de asentimiento general.
El solipsismo nacionalista también tiene derecho a creer que el mundo comienza y termina con él, lo cual incluye otro derecho poco visible para el sistema jurídico: el derecho a erigir el propio ombligo en terminal nerviosa del cosmos y centro del mundo.
Cuando en México se habla de que es necesario que España, e incluso el Estado Vaticano, pidan perdón a nuestro país por los excesos de la conquista y la evangelización, se pone en el centro de la discusión un argumento ignorante, maniqueo y tramposo para manipular a masas de resentidos, pero además se idealiza y vuelve canon del populismo de hoy una visión “casi” cavernícola de la historia. Vista desde el presente, como diría Hugh Thomas, “la historia es lo que ocurrió en el contexto de lo que pudo haber ocurrido”.
Cuando los temas migratorios salen a relucir y detonan la reaparición de los profesionales del antiyanquismo, que en México son legión, inmediatamente resurge una visión de la historia que hace de EE.UU el lobo feroz, olvidando que el problema no es el poderío del vecino sino nuestra terca debilidad como nación.
Recientemente, hemos vuelto a ver cómo se revive el verbalismo ampuloso y vacío que alude a la soberanía, desconociendo que como categoría jurídica e ideológica comenzó a ser un referente descontinuado a fines del siglo pasado. Lo que yo digo es esto: es bueno y es un gran lujo posmoderno tener principios, aunque sería mejor saber que los principios no son el “quiasmo” de la filosofía, el “talmud” del orientalismo ni el “quibalión” de la soteriología, lo cual significa que los principios no son un homenaje a la inmovilidad ni son eternos, pues su validez radica en su practicidad y en su vigencia a través del tiempo.
La identidad que no es aireada y no concursa ni interactúa con otras identidades, corre el peligro de resecarse y morir en el Santo Grial de su propia monogamia; es decir, en el laberinto de espejos del monógamo. Por irracional que esto sea y parezca, hay quienes tozudamente llevan a México hacia ese laberinto de negrura.
Ni la identidad ni la soberanía de un país son cárcel ni pueden serlo, pese a que los voceros del último de los populismos procuran hacer digerir esa idea a las masas. Masas que, por cierto, ni saben cómo se llaman e ignoran que son masas.
El cuento de que hay una cruzada para defender el control de México sobre sus recursos, porque -según ellos- en esto radica lo que llaman “soberanía energética”, es un cuento que venimos escuchando desde el alba misma del castrismo cubano. México firmó el T-MEC, un instrumento jurídico que da marco al libre mercado y al intercambio comercial entre tres países de América del Norte, y si llega a infringirlo porque un mal entendido nacionalismo así se lo exige, pagará grandes indemnizaciones a sus socios y graves consecuencias internacionales.
Pelearse con la historia es un ejercicio de esgrima irreflexivo, inútil y poco recomendable, porque si algo tiene sin cuidado a la historia es el nombre y el encono de quien desea pelarse con ella.
Pelearse con el presente y con el futuro tampoco tiene sentido, porque en tal caso no se tendría nido ni casa tibia en ningún rincón del mundo y bajo las costuras de ningún cielo.
Lo cierto es que, mientras el mundo avanza a gran velocidad a la consolidación del espacio global como espacio de puertas y fronteras abiertas, México hace del ´encierro nacionalista´ la peor de sus apuestas, de la mano de un populismo que ha creado una visión patética, desangelada y terrorífica sobre el futuro.
En alguna ocasión, Pío Baroja escribió que “el nacionalismo es una enfermedad que se quita viajando”.
Por su parte, Albert Camus, uno de los premios nobel de literatura más jóvenes, alguna vez escribió: “Amo demasiado a mi país como para ser nacionalista”. Él, que tanto luchó por la independencia de Argelia frente a Francia, nos dio una lección de lo que es el nacionalismo abierto y, precisamente por abierto, fecundo.
En estos tiempos, no está por demás ironizar contra el orgullo patriótico, como aquel personaje que se burló de quienes se vanagloriaban de haber nacido en Atenas, señalando que tal mérito lo compartían con muchos caracoles y con varias clases de hongos.
El nacionalismo está bien para quien no tenga otro sentido de pertenencia. Si en los aires serenos de la cultura hay alguna raíz de nacionalismo fecundo, en ese es en el que yo creo.
Pisapapeles
El nacionalismo del siglo XXI será un nacionalismo cosmopolita, o no será.
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