Dios sí perdona…
Ángel F. Acosta Alonso
¡Qué tiempos, qué costumbres!
Cicerón
Me da mucha lástima ver a don Germán Valdés (1915-1973) haciendo de patiño, casi de extra en los bodrios cinematográficos de los años sesenta y setenta. Sobre todo porque Tin Tan fue y sigue siendo -al menos para mí- el mejor y más completo comediante de México. En sus buenos tiempos, de finales de los cuarenta a mediados de los cincuenta, derrochaba gracia y talento: tenía una excelente condición física que le permitía realizar acrobacias difíciles; bailaba muy bien y cantaba aún mejor, pues poseía una voz privilegiada y un estilo único; era un buen imitador, lo mismo de Agustín Lara que de Jorge Negrete; tenía una inteligencia muy despierta y una habilidad tremenda para la improvisación… El conjunto de sus facciones era agradable, mas por separado resultaban caricaturescas: ojos grandes y un poco saltones, cejas pobladas, nariz regular pero de fosas muy anchas, dientes grandes y una boca enorme; El Chango Cabral lo retrato muy bien en los simpáticos carteles que hizo para sus filmes. El Pachuco de Oro supo aprovechar la flexibilidad y expresividad de su rostro para lograr las más extrañas y divertidas gesticulaciones, que ya quisieran Jerry Lewis y Jim Carrey. Por si esto fuese poco, don Germán era, cuando se lo proponía, un excelente actor dramático; prueba de esto son El Vagabundo de 1953 y Las aventuras de Pito Pérez, del 56.
Sin embargo, su éxito no habría sido tan vertiginoso si no hubiese conocido a Marcelo Chávez, que más que su patiño fue su igual, el compañero que necesitaba para desarrollar su particular estilo de comedia, ya que sólo él era capaz de seguirle el ritmo en sus constantes y disparatadas improvisaciones, además lo acompañaba –de manera genial- en sus divertidas rutinas musicales. El gran entendimiento entre ambos no fue sólo en los teatros y sets de filmación, sino también en la vida real, pues desde que se conocieron y hasta la muerte de Marcelo fueron excelentes amigos: auténticos “carnales”. No se puede pensar en Tin Tan sin pensar también en su Carnaval Marcelo.
Germán Valdés lo tenía todo o al menos parecía tenerlo: salud, dinero y amor, los dos últimos en cantidades abrumadoras. Los sueldos que recibía por sus actuaciones –en lo mejor de su carrera- eran verdaderas fortunas, ya que él era garantía de taquilla. La vida le sonreía: tenía casas lujosas, comía en los restaurantes más caros, cada año estrenaba un Cadillac; fue dueño de varios yates, solía pasar los fines de semana en Acapulco y con frecuencia realizaba viajes al extranjero… Don Germán fue un auténtico casanova, porque además de ser simpático y bien parecido, era famoso y tenía mucho dinero, por lo que nunca le faltaron hermosas amantes. Se casó tres veces y en total procreó seis hijos (reconocidos).
En fin, todo parecía perfecto para Tin Tan, hasta que La Época de Oro del Cine Mexicano llegó a su término a finales de los cincuenta. En esos años, la industria cinematográfica nacional entró en una terrible crisis: los apoyos gubernamentales para el fomento del cine eran cada vez menores o sólo se repartían entre unos cuantos, el gusto del gran público estaba cambiando bajo la influencia del peor cine gringo, los productores buscaban obtener mayores ganancias con una mínima inversión, se economizaba en todo: la filmación de una película -que antes requería de varios meses-llegó a hacerse en un par de semanas, los guiones eran muy chirles pues ya no estaban basados en obras literarias, sino en las ocurrencias de algún productor o de plano se filmaba sin guión, los directores dejaron de preocuparse por la calidad de sus películas y buscaban concluir un filme con el menor esfuerzo, se dejó de contratar a los actores consagrados porque sus sueldos les parecían excesivos, y cuando llegaban a ocuparlos, les pagaban cualquier cosa y les daban papeles insignificantes, se buscaban nuevos “talentos” que cobraran poco dinero y no dieran problemas. En pocas palabras, terminaba la edad dorada de nuestro cine y comenzaba su época más oscura.
Debido a la falta de oportunidades, los despilfarros y las malas inversiones, Tin Tan -el otrora rey de la taquilla- se vio obligado a participar en decenas y decenas de “churros” cinematográficos, aceptando de antemano las condiciones que le impusieran los productores y directores: un sueldo modesto, papeles de segunda o tercera categoría, poca o ninguna libertad artística, etcétera. Todo para poder mantener, aunque sin grandes lujos, a su familia. Aunado a esto, don Germán Valdés sufrió una enfermedad hepática que le ocasionó un grave sobrepeso.
Los años y el exceso de un trabajo poco satisfactorio fueron mermando su chispa: perdió agilidad, espontaneidad y gracia, pero El Pachuco de Oro parecía no darse cuenta de su propia decadencia, pues quería seguir haciendo el mismo tipo de comedia que lo había consagrado, sin tomar en cuenta que ya se habían ido sus mejores años. Hay una diferencia abismal entre El rey del barrio (1949) -una de sus mejores películas- y Dos fantasmas y una muchacha (1958), filme que ya anunciaba el crepúsculo del gran Tin Tan. Esto sin mencionar, la que considero su peor actuación: El quelite (1969), donde ya no queda ni la sombra del mejor comediante que ha dado nuestro país. El único atributo que no perdió don Germán Valdés con la edad fue la voz, pues aún hizo dos de los mejores doblajes al español en la historia del cine: el oso Baloo de la película -de Walt Disney- El libro de la selva (1967) y el gato Thomas O’Mailley en Los Aristogatos (1970), también de Disney.
Tin Tan tuvo fama y fortuna a manos llenas, pero le faltó sentido común para darse cuenta que tarde o temprano todo se acaba, que el paso del tiempo es inexorable y que en la juventud debemos planear y asegurar una vejez digna y sin carencias. Don Germán Valdés no supo (como recomendaba Marco Aurelio) retirarse a tiempo, a mi parecer, El Pachuco de Oro debió renunciar a los escenarios o morir en su mejor época, allá por 1956.
La ceguera de don Germán ante su propia decadencia parece un hecho aislado, pero en realidad es muy común en el mundo de la farándula y los deportes –por lo menos-, donde los atributos más importantes son los físicos. Los actores, cantantes y deportistas se aferran tanto a la fama y a todo lo que ésta conlleva, que difícilmente renunciarán a ella de forma voluntaria. Este vicio los trastorna de tal manera que no se dan cuenta del paso de los años y su declive; o cuando lo hacen es de una manera retorcida: creen que con cirugías plásticas, dietas terribles o tratamientos milagrosos podrán mantenerse jóvenes y bellos y de esta manera engañar al tiempo y la muerte. Esta gente hará lo que sea para seguir en el gusto del público, pero lo único que logran es hacer más evidente su ruina, porque suelen dar espectáculos patéticos o cuando mucho risibles, pues son hombres y mujeres con edades que van de los cuarenta a los setenta años (o más) que visten, hablan y actúan como jóvenes e incluso como adolescentes.
De esta manera tenemos a un José José que en su juventud tuvo una voz excepcional, tanto que Frank Sinatra dijo que él podía ser su sucesor en el canto; sin embargo, a causa de los excesos “de aquel chorro de voz”, sólo le quedó –como dice un amigo-“una voz de perro viejo”. Algo similar le pasó a Tito Guízar -alumno de Tito Schipa- tenor extraordinario que comenzó su carrera allá por los años treinta, convirtiéndose en uno de los primeros ídolos de nuestro cine al protagonizar, en 1937, Allá en el rancho grande. Tito filmó muchas películas pero luego fue relegado de las grandes producciones hasta que, en los noventa, actuó en la telenovela Marimar, donde interpretó al abuelo de la protagonista (Thalía); lo más triste del asunto es que la mayoría de la gente lo recuerda más como el abuelito de Marimar y no como el gran cantante y actor que fue. Las películas que filmó Cantinflas de los años treinta a principios de los cincuenta son muy buenas, todas las que hizo posteriormente son detestables. En sus últimos años, Elvis Presley –que fue delgado y apuesto- parecía un jamón con patillas y lentejuelas. Me da risa y asco ver a los actuales Rolling Stones, sobre todo cuando tratan de moverse y “bailar” como si tuvieran quince años; el espectáculo que ofrecen resulta lastimoso, pues todos ellos tienen alrededor de setenta años, y más que hombres, parecen unos espantapájaros cubiertos de pellejos. Carlos Monsiváis –escritor muy mediano, que poseía un vocabulario muy amplio- se dedicó a decir sandeces por radio y televisión los últimos veinte años de su vida.
Mi padre me contó que cuando cursaba el tercer año de primaria, tenía una maestra de más de ochenta años que se negaba a jubilarse, aunque le costaba mucho trabajo estar de pie, caminaba muy lento y se quedaba dormida en clases; además, estaba sorda de un oído y tenía que levantarse los párpados superiores y fijarlos con cinta, para que la piel colgante no le tapara la poca visión que le quedaba.
En los deportes, principalmente el boxeo, es muy común que los atletas se retiren y –al cabo de algunos meses o años- decidan regresar, sin medir las consecuencias. Así le sucedió al cinco veces campeón mundial Julio César Chávez, quien se retiró y regresó en varias ocasiones pero las peleas que daba eran lamentables, porque casi siempre terminaba con la mirada perdida y bañado en su propia sangre.
Otros que no supieron retirarse a tiempo, y que al final de sus carreras y de sus vidas parecían marionetas desvencijadas son: Fernando Soler, Tito Junco, Resortes, Piporro, Fernando Fernández, David Silva, Ninón Sevilla, Arturo de Córdova, Tuntún, Fernando Soto Mantequilla, Borolas, Vitola y un largo, muy largo etcétera. Pero también se da el caso de quienes dejan los escenarios -y el mundo- mucho antes de tiempo, como Miroslava Stern (1926-1955) y Lupe Vélez (1910-1944). Actrices bellísimas que por desilusiones amorosas decidieron suicidarse “en la flor de la juventud”. ¡Qué lástima, lo que debió haber sido para los cristianos fue para los gusanos!
Son muy raros los actores y cantantes que se retiran a tiempo, cuando aún se encuentran en plenitud, aunque casi siempre este retiro es involuntario: Jorge Negrete murió de causas naturales a los 42 años en la cúspide de su carrera; don Miguel Inclán falleció a los 56 de un infarto –tal vez para evitar la vergüenza de tener que admitir que era el padre del imbécil de Rafael Inclán-; Joaquín Pardavé dejó de existir -también por un ataque al corazón- en su mejor época, a los 55 años; Carlos Gardel murió en un avionazo en Medellín alrededor de los 45; asimismo Pedro Infante pereció en un accidente aéreo a la edad de 40 años. De los últimos dos se dice que en verdad no murieron y que todavía andan en este mundo. A ambos les han dado el epíteto de Inmortal.
No quiero que piensen que estoy abogando por el suicido o que festejo la muerte, tampoco que ridiculizo impunemente a los viejos o a la vejez, recordemos que Goethe escribió buena parte de su obra entre los 50 y los 60 años; cerca de los 70, Verdi compuso el Otelo y el Falstaff; Edison seguía creando inventos a los 80 años; Toscanini a los 84 todavía era un gran director de orquesta; Catón El Censor empezó a estudiar griego a los 85 años; a los 90, el bajo Mark Raizen aún cantaba en los grandes teatros del mundo… Así como no critico a los viejos tampoco los ensalzo a priori, no olvidemos lo que decía Ricardo Garibay:
“La experiencia es memoria reflexiva; cuando se dice que un viejo por el hecho de serlo, es un hombre de experiencia, se está diciendo una tontería. El hombre común cuando envejece es simplemente más estúpido que cuando era joven; pero si se trata de un hombre que ha pasado la vida leyendo, ése sí tiene experiencia. La experiencia es memoria reflexiva, y la reflexión sólo puede venir de los libros”
No ataco ni defiendo una postura, simplemente señalo un hecho: hay ancianos lúcidos y respetables (aunque cada vez son menos) y viejos tontos y ridículos que cada día son más. Lo que pretendo con este texto es mostrarles a mis lectores los excesos a los que pueden llegar si no son conscientes de su realidad. Busco que reflexionen sobre el paso del tiempo, sobre la vida y la muerte para que no caigan en la deshonra al tratar de aparentar una edad que ya no tienen.
La mayoría de los ejemplos que he puesto a lo largo de este ensayo son de personas famosas, lo cual no quiere decir que la gente sin renombre esté exenta de caer en este vicio. Al contrario, cada día es mayor el número de personas que manifiestan el llamado síndrome de Peter Pan: mujeres y hombres que se comportan como adolescentes y se rehúsan a madurar y envejecer. Este comportamiento es otro mal de nuestros tiempos, que amenaza convertirse en una epidemia. Creo que una de las mejores maneras de conjurar este vicio es mirarnos –todos los días- detenidamente al espejo y recitar en voz alta aquello que dice La Biblia: “…hay tiempo para todo; tiempo para sembrar y tiempo para cosechar, tiempo para reír y tiempo para llorar…”
Sólo espero que este texto no resulte del todo fallido, que le sirva a alguien para que medite sobre su vida. Y que esa reflexión le permita planear mejor su futuro para que sepa retirarse a tiempo y no se convierta en un viejo grotesco, que finje ser joven. Quisiera concluir citando un fragmento de la canción “Dios sí perdona, el tiempo no”, que interpreta La Sonora Santanera y cuyo título da nombre a este ensayo:
y es que Dios sí perdona
el tiempo no
y en mi frente cansada
sólo están los recuerdos,
los bonitos recuerdos
de mi vida pasada