Retratos con una cámara polaroid
Samuel Beckett a 25 años de su muerte
Por José María Espinasa
Comienzo este texto con una serie de juegos anecdóticos: un cuestionario, que bautizaron los periodistas con el nombre de Proust, llevó años después al ejercicio siguiente en la prensa: redactar listas de los principales autores u obras del siglo XX. La más frecuente: los diez grandes narradores del siglo. En una ocasión, dados a esta insigne tarea crítica, fui hilando mis preferidos: Musil, Mann, Joyce, Proust, Faulkner, Celine, Nabokov, Herman Broch, Virginia Wolf, Pavese. En la charla surgían pequeños cambios y reflexiones: que si en lugar del italiano Pavese otro italiano, Ítalo Calvino, que si el orden implicaba una jerarquía, que si no metía ningún narrador en español, etc. A veces, para evitar el corsé de la decena se ampliaba a doce y se agregaba algún heterodoxo, como Lowry o un clásico obligado: Marguerite Yourcenar, la autora de Memorias de Adriano. Se discutía si mejor Djuna Barnes o Clarece Lispector que Virginia Wolf. Y así me fui a dormir con el inconsciente pensando en las dichosas listas. Ya mitad de la noche abrí los ojos y dije en voz alta: se me olvidó Kafka. Y, en efecto, se nos había olvidado, pues suelo soñar en plural.
Ya que, en la lucidez del sueño, lo había recordado, la lista cambiaba totalmente, desparecían esas grandes catedrales para dar entrada a los iconoclastas: Beckett, desde luego. También Canetti, Cyril Conolly y su Tumba sin sosiego, Camus, Genet, Capote, Jünger, Bernanos, Celine, Gombrowicz, Thomas Bernhard. Estas listas, por más triviales que sean, suelen ser una buena radiografía del gusto en un determinado momento. Es interesante que no apareciera, por ejemplo, Herman Hesse, que tres décadas antes habría sido para mí inamovible, por ejemplo. O que el más joven fuera el gran pesimista austriaco Thomas Bernhard, autor de El sobrino de Wittgenstein. Pero lo que quedaba claro es que Kafka, un inevitable en ambas listas reordenaba con su sola presencia ese canon aproximativo que Bloom después ha vuelto best seller teórico. La segunda lista se aproximaba, pues, a eso que se ha llamado la experiencia límite de la creación.
La literatura del siglo XX está llena de momentos límites del ejercicio literario. Se estuvo varias veces en los márgenes, en el borde del abismo, en el coqueteo del silencio y la penuria del decir banal, y en buena medida admiramos a ese sangriento siglo por esos decires en los límites. Sin embargo, y esto es particularmente llamativo, si tuviéramos que elegir diez grandes del periodo no estaría ninguno de los representantes de estos momentos, salvo de manera tangencial (por ejemplo, Kafka). El surrealismo es central en la mirada literaria del siglo XX pero ninguno de sus autores es comparable a Proust, Musil, Joyce o Faulkner, por citar autores indiscutibles. Hay quien explicará esto pensando que es precisamente la condición del decir la que sitúa a esos movimientos en una “literatura menor” (para usar el afortunado concepto de Deleuze/Guatari al hablar de Kafka). El tono soterrado, tangencial, que las mismas exigencias de esos decires tienen obliga a bajar la voz. Y es que todo cuestionamiento del sentido lleva implícita una quiebra del sentido como totalidad. La raíz de esto –por lo menos la que me interesa destacar en este texto- está en Holderlin: ¿Para qué poetas en tiempos de miseria? Esa miseria significa no sólo que el decir es inútil sino que ya no es posible.
Y es en Holderlin donde también se da una disyuntiva que unos pocos años después Nietzsche desarrollará, la elección de un pensamiento poético, de un pensar en verso, de una escritura cuya relación con el concepto esté en otra parte que en la doxa impuesta por los sistemas. Los grandes sistemáticos de finales del XVIII y el XIX, de Kant y Hegel a Marx y Freud, despertaron una escritura de la paradoja en autores como Schopenhauer, Nietzsche y Kierkegaard entre otros. Y la literatura llevó esto al límite en la explosión desde dentro mismo del género novelístico –paradigma de lo sistemático y de la confianza en el sentido- en autores como Proust y -sobre todo- Joyce, pero el más radical de los iconoclastas fue un secretario de este último, irlandés por nacimiento, escritor en inglés por necesidad y en francés por elección. La radical del gesto becketiano no tiene parangón –salvo, insisto de nuevo, Kafka- en el siglo XX y perfila un más allá del sentido que no tiene vuelta atrás, hoyo negro literario y del otro lado del sentido nos encontramos con un silencio que nos habla.
Empiezo, pues, sin comenzar del todo, y de manera tan terminante porque me interesa contrastar, en esta época de literatura en busca de convicciones que son convenciones, un autor que abandonó todas ellas, convicciones y convenciones, y en donde convergieron las hipótesis felices de la vanguardia histórica con los más abstrusos gestos de la esquizofrenia. Si quisiera una cifra de la lucidez en medio de la barbarie del siglo xx escogería a Beckett. Las siguientes páginas tratarán de justificar esta elección. Vale la pena empezar con algo que se apuntó líneas arriba de manera anecdótica: la deriva que Beckett hizo del inglés al francés. Para nadie es un secreto el sentido que tiene la pluralidad de lenguas en la escritura, autores como Elías Canetti, que la representan perfectamente, tiene otro tono que los que no entran en esa deriva. Pienso, por ejemplo, en Kafka y su extraña relación con el alemán, o –en el mismo terreno, en cierta forma su equivalencia lírica- en Paul Celan. Escribir desde las lenguas centrales –alemán, inglés, francés, español incluso- una literatura de los márgenes es un tremendo desafío.
Beckett, sin embargo, no migra de una lengua marginal a una lengua dominante, sino que migra de una dominante a otra dominante, pero no cualquiera, sino en cierta forma su opuesta, capaz de desarrollar una sensibilidad muy distinta. Autores que pasan del ruso al alemán, al francés y al inglés, como Nabokov, o del ladino al alemán y al inglés, pasando por varias estaciones intermedias, como Canetti, quienes no han dado sin embargo un salto triple tan arriesgado como el de Beckett. Yo lo escenificaría diciendo que Beckett pasó del teatro Joyce al teatro Proust, y construye pasadizos subterráneos entre teatralidades que parecían tan ajenas que se ignoraban mutuamente. Esas lenguas dominantes que, como diría Cioran, se caracterizan por un agotamiento de su capacidad de gritar y su casi infinita capacidad de matiz, añorando siempre la voluntad de blasfemia de las lenguas bárbaras. Pero los ingleses lo resuelven haciendo una literatura convencional que, más allá de su calidad, termina por exasperar en su mojigatería, al grado de que la vitalidad proviene siempre del más allá, es decir, de Irlanda o de Estados Unidos. Mientras que los franceses lo resuelven con una radical intelectualización del gesto literario siempre pensado como teoría, a veces fascinante (pienso en Blanchot, en Barthes, en Deleuze, más que en Derrida). Y Beckett no corresponde ni a lo primero ni –aunque aquí dudo un instante- a lo segundo.
Beckett es un autor cuyo sentido iconoclasta está a años luz de la academia pero que resulta una enorme tentación para ella, y por eso abundan las tesis y las interpretaciones con el riesgo –creo que no tan lejano- de que se quede sin lectores. Es lógico que, al igual que le sucede a Borges, después de momentos efímeros de fama, que en el caso del irlandés incluye el premio Nobel –en 1969-, después vuelvan al número de lectores que siempre debieron tener una minoría atenta e inteligente. Pero de lectores, no de teóricos, en busca de coartadas para sus tesis. Así, la paradoja de que sean autores antidiscursivos, como él y Kafka, quienes más discursos provocan no deja de tener miga. Así esa, llamémosla ahora conversión, con su eco religioso, del inglés al francés, implica una distancia más en el proceso de despojamiento de sus textos, convertidos en los últimos años de su vida en partituras para la escena, sea danza, teatro o cine, lo que la escenifique.
Tal vez la conversión se debió a que en francés Beckett pensó que estaría menos sólo, que podía dialogar con Ionesco, Adamov o con Duras, pero creo que al final se dio cuenta de que no, de que sus interlocutores ya no eran literarios –tal vez Merce Cunigham en la danza o John Cage en la música-, pero no los escritores. Una de las cosas que caracterizo a sus textos teatrales, que le dieron fama en su momento y lo vincularon al teatro del absurdo, fue su condición de espera. Esperando a Godoy, sin duda el más conocido, es uno de esos claros ejemplos de la espera como actitud válida incluso en la convicción de que es inútil. Esperar, sí, pero no justificado por la esperanza. La espera como única acción posible. La espera como equivalente espacial del silencio. Pero el calificativo de absurdo que en un momento por contagio se le dio a su teatro no hizo sin ejemplificar la incomprensión que suscitó (y suscita aún hoy). Algo similar ocurre con su inclasificable narrativa. La incomodidad que provoca Beckett en los lectores se debe a que si bien utiliza todos los recursos formales de una vanguardia para entonces ya reventada por la historia –hay que recordar que sus primeros libros están escritos antes de la segunda guerra mundial- no se queda en una parafernalia literaria –digamos a lo Raymond Roussel- sino que funda ese gesto escritural en una condición existencial del mismo texto. Por eso algunos ensayistas lo han relacionado con un escritor aparentemente tan clásico en su forma como Albert Camus.
La literatura de Beckett es la del vacío existencial desde dentro mismo del gesto creativo, menos deliberadamente teórico que los existencialistas, sus textos no buscan ser ejemplo o ilustración de nada sino una maquinaria –otra vez en el sentido deleuziano- textual. Lo sorprendente es que con los años han ido ganando una frescura lúdica que al principio no se veía (lo cual, por ejemplo, permitiría relacionarlo con Cortázar o –mas recientemente- con el minimalismo norteamericano (o con el cine independiente en ese país, véase la muy becketiana Elefante de Gus van Sans). Su teatro, que sin duda es uno de los más brillantes del siglo, se da justamente en un momento en que la teatralidad ha cambiado de signo, lo escénico prevalece sobre lo dramático, y Shakespeare o Calderón parecen tan lejanos que ni se los reconoce, poco en la historia literaria dialoga con él, sólo Moliere por la vis cómica. Y con sus contemporáneos todo es confusión. Está muy lejos de una dramaturgia decimonónica (aunque se escriba en el XX) a la Oneil o a la Arthur Miller, pero tampoco es cierto que tuviera que ver mucho con Ionesco y Adamov (o con el Pánico de Arrabal), de hecho llamamos a eso teatro simplemente por que se representa. Sin embargo con Brecht sí tiene que ver, porque en ambos casos hay un pensamiento que se pone en escena pensando, el texto mismo se “hace” sobre la escena. No quiero decir que se improvise sino que se piensa ante nosotros espectadores.
Así sí se podría plantear la equivalencia en el gesto de un Calderón, como teólogo en la escena, con Beckett, en donde Dios está ausente, no sólo del proscenio y de la página, sino también del mundo. Nuestro autor puede descubrir de pronto la nada taoísta o la vacuidad del Buda como si fuera natural del hombre sin atributos, del hombre sin voluntad de poder, del vago, del bueno para nada. Y esta última expresión define perfectamente lo que Beckett busca. Pocas obras son capaces de hacer temblar como los místicos desde la orilla opuesta. El hecho de que en sus novelas acostumbre tomar como personaje a un escritor establece un linaje. Por ejemplo, con Mallarmé, a través de Valery y su Señor Teste, del cual podemos considerar sus obras una reescritura en la que de verdad se plasma lo que en las páginas del autor de El alma y la danza sólo está intuido: la angustia ante la página en blanco, ante la vida en blanco.
El señor cabeza que no puede decir sino su ausencia de decir es el innombrable. Por eso su obra no puede pensar en una equivalencia entre frialdad y lucidez, como tampoco –con relación a Bretch- en tener una equivalencia entre distanciamiento e inteligencia. El autor de Mallone muere va más allá, proponiendo diversas maneras de darse de la inteligencia en el texto, desde el puramente lingüístico, que raras veces pasa al castellano en sus traducciones, como de su aspecto imaginativo-visual. Su rigor en la composición consigue darle al lector una enorme libertad, pero no supeditada –como ocurrió como Joyce después del Ulises– a la gramática. No deja de ser curioso que si su admirado amigo y maestro se metió en el callejón sin salida de Fineigains week, Beckett tomara la estafeta del relevo para continuar con tal escritura. Como se verá hasta este momento hemos utilizado concepciones formales clásicas –teatro, novela, cuento- para referirnos a los texto de Beckett pero ¿sirven realmente? Sus críticos suelen colgarse siempre el sufijo anti a estas modalidades (anti-teatro, anti-novela), pero creo que más bien habría que apuntar a relacionarlo con lo que se ha llamado la estética del fragmento.
Con esta intención yo abundaría en los diversos gestos que han buscado situar a Beckett en una historia literaria, en algunos casos como un intento por comprenderlo y explicarlo, pero nunca ajenos a la intención de volverlo como los otros, ese mecanismo que ya se ha aplicado anteriormente a Kafka. En esas líneas se encuentra uno con sorpresas interesantes, como el ligarlo a una evolución americana del inglés a través Faulkner y de Sherwood Anderson y su Winesburg, Ohio (y no sería difícil seguir con la Antología del Spoon River de Edgar L. Masters y de allí a autores recientes como Guy Davenport). Lo interesante de esto es que el corazón de la actitud beckettiana, como de la kafkiana a su modo, está en el Bartleby de Melville, como si la divisa “Preferiría no hacerlo” estuviera inscrita en el alma de todos sus personajes.
En ciertos textos de Beckett, que no son ni las novelas ni las obras teatrales, sino más bien sus llamados (por no tener otra palabra más adecuada) relatos, uno siente que el autor roba el carisma de abstracción esquemática a las matemáticas, que se está leyendo la demostración no discursiva de un teorema. Con esto quiero decir que pareciera haber desparecido la inexactitud inherente al hecho literario, su vaguedad y su posibilidad de interpretación: Beckett es siempre preciso, su uso del lenguaje exacto. Y sin embargo no deja de suscitar interpretaciones, más abundantes en función de una exactitud que tal vez nadie está dispuesto a aceptar.
Tratar de explicar estéticamente a Beckett es un contrasentido: es cierto que su prosa es magnífica y que su uso del inglés primero y del francés después transforma nuestra pacata idea del escribir bien. Pero no deja de ser curioso que los mejores prosistas de la lengua gala vengan no sólo de la periferia geográfica sino también de otras lenguas, como en el caso ejemplar de Cioran. Precisamente uno de los mejores retratos que tenemos de Beckett se debe a la pluma de este rumano, el relator de la ética del desencanto. Lo que es cierto es que la narrativa de Beckett lleva a un límite extremo la tendencia abundante de la novela del perdedor, a tal grado que el heroísmo que en un determinado momento se crea con la derrota desparece del todo. El outsider de la novela negra americana en sus distintas versiones conserva un carácter de héroe, a la manera del Quijote, outsider por excelencia, pero Beckett lo esencializa de tal manera que la gesta no existe, crea un perdedor casi abstracto entre más y mejor objetivado está. La relación con las cosas, tan importante, no cosifica sino que otorga identidad, en la medida en que mayor es la derrota su condición absoluta le impone más humanidad. Beckett habría sonreído ante las legiones de squaters londinenses o homeless neoyorkinos, tal vez murmuraría para sus adentros, “somos legión”.
Aquí resulta interesante enfrentar una de las condiciones de sus personajes, fruto de esa abstracción mencionada antes, su ausencia de contexto político. ¿Cómo leer, digamos en la ciudad de Medellín o en la de Tijuana las novelas de este autor? De pronto, pensando en La virgen de los sicarios, se me ocurre que Fernando Vallejo hace una narrativa becketiana colectiva, en donde la ciudad entera es personaje, y que por eso es tan tan violento. Pero, justamente por esa ausencia de coordenadas sociales, Beckett es más radicalmente político, no a la manera de los políticos profesionales sino a la de los agitadores del 68, casi un juego de niños. Su condición descreída no tiene recuperación alguna por parte de lo social, por eso la entrega del Nobel no puede ser vista sino como una ironía, cierto, pero también como muestra de que un momento, ya pasado, hubo un margen de comprensión que ahora nos resulta increíble.
Beckett no es políticamente incorrecto, sino que no es políticamente. En esto va más allá de Bretch. Que en un momento él reconociera en los cómicos del cine a sus verdaderos pares me parece otra muestra de lucidez. Pero no sólo Búster Keaton, también Chaplin, los Marx, o Tati y su señor Hulot y hasta TinTán. La condición risible es su núcleo, pero es evidente que se trata de una risa desafiante, sin complacencia. Para cuando muere Beckett –el 22 de diciembre de 1989 en, París, Francia- su literatura ha sufrido el desgaste de la estrategia de interpretaciones, premios y reconocimientos, se le pone en el anaquel de los clásicos que ya nadie lee (y nadie quiere leer, es demasiado ácido).