Los límites de la noche o los humanos que se tornan animales nocturnos
Luis Alfonso Martínez Montaño
El escritor Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato 1965) posee un prestigio irreprochable como creador de ficciones. Rasgo que se apuntala por los diversos premios literarios que ha ganado y por la capacidad de retratar ambientes inhóspitos y los personajes que los habitan. Esta característica me hace pensar que el autor pertenece a ese espectro privilegiado de narradores eficaces que saben observar de cerca la realidad circundante, interpretarla y reelaborarla con la ayuda del tamiz de la ficción.
Claro está que todo escritor laureado tiene sus comienzos, en el caso de Parra –integrante del grupo literario El panteón– vale la pena revisitar una obra temprana, me refiero a su segundo libro de cuentos: Los límites de la noche (1996). Texto que desde el mismo título anuncia uno de sus tópicos predilectos, a saber, la frontera; concepto que se puede concebir como aquel límite concreto y virtual que opera tanto en el exterior como en el interior de las personas o los lugares.
Por un lado, el libro da la bienvenida al lector con una dedicatoria a la escritora Graciela España, quien perteneció a un grupo literario contemporáneo al de Parra; podría decirse de ambos que tuvieron la inquietud de poner una mirada distinta sobre el Monterrey de la época y con ello realizar una suerte de radiografía literaria a partir de ciertas experiencias en ese lugar.
Por otro lado, en el volumen, compuesto de nueve cuentos, se advierte un lenguaje crudo y soez, personajes dignos de la galería de los perdedores y temas como el sexo, las drogas, la soledad, la violencia, ámbitos que noche a noche tienen diferentes versiones en brutales selvas de asfalto, por ejemplo, Ciudad Juárez y Monterrey. De hecho, Parra radicaba en ésta cuando escribió sus relatos.
Precisamente, desde “El juramento”, texto que da la bienvenida al lector, se advierte con claridad lo que Parra estima a propósito del género, ya que él considera que el último párrafo debe “amarrar” no sólo el final sino todo el cuento, eso permitirá notar que el relato es una pieza compacta desde la primera a la última línea. En efecto, la pieza mencionada posee dicha virtud, asimismo, se presenta el cobro de una traición por parte de un grupo de amigos muy jóvenes, donde uno de ellos, el protagonista denominado José Antonio, duda de su accionar: “El metralleo de la lluvia lo aturdía, y de pronto tuvo la impresión de que todo aquello carecía de sentido: el cielo desbordándose sin ser tiempo de aguas, el río que lanzaba gemidos a la noche, ese olor a yerba persistente aun bajo los embates del aire y la lluvia, ellos cuatro sentados para decidir la suerte de un viejo amigo”.
En José Antonio la incertidumbre surge porque descubre que hay un equívoco en el juramento que hizo, urdido por uno de sus amigos: Elías. Éste cree que a su padre lo mató un gabacho cuando intentó cruzar el río Bravo y por ello la consigna es matar a cualquier estadounidense como venganza. No obstante, el protagonista se entera de que el padre de su compañero no fue asesinado sino que se ahogó en ese río.
Asimismo, el Güero (otro de los amigos que juran) se olvida del pacto porque se va a Estados Unidos para tener una vida mejor, lo cual Elías considera una traición. Al respecto, el mismo protagonista piensa que el deseo de ser gabacho de su amigo migrante no era una falta “[…] supo que si ése era el crimen, él también lo había cometido al desear largarse al norte […] Si de eso se trataba, no existía ningún crimen. Estamos yendo demasiado lejos, se repitió, y en ese momento supo lo que tenía que hacer” (17).
La anagnórisis detona un intento desesperado de José Antonio por evitar que el Güero se libre de la tragedia. Por ello, una vez que llega, junto con sus otros amigos, a la casa donde se encuentra éste, desea prevenirlo. Acción que será inútil, pues el mismo Güero lo hiere mortalmente al defenderse del ataque. Resulta dramática la agonía del protagonista justo en el momento, previo al final del relato, que cruza el río: “Los ruidos acuáticos de la superficie se confundían con un coro de voces conocidas que lo animaban a deslizarse hasta el centro de la corriente. Recordó a su padre, al padre del Güero, a los cadáveres de la isleta. El dolor seguía junto a la cintura y condujo su mano ahí” (21).
En esa última evocación, donde se reitera que el padre del protagonista también murió ahogado, es posible advertir un final funesto Aun hay una ironía trágica, pues en su intento por salvar a su amigo, éste lo deja al borde la muerte, una muerte que será como la de su padre, a saber, a manos de un implacable río incapaz de entender la naturaleza de los seres humanos que se tornan en una suerte de bestias irracionales al sucumbir a los deseos de venganza. Es cierto que el final del relato es sorpresivo porque el protagonista pasa de ser victimario dubitativo a víctima; un giro de este tipo deja anonado al lector en otro de los cuentos del volumen.
¿Qué depara el segundo cuento “El placer de morir”? Se advierte que el título puede ser elocuente, sin embargo, no sólo se testifica el devenir de un sujeto insatisfecho de la carne sino también del espíritu. Personaje principal que equipara la tentación de la muerte con la del sexo. El asesinato que concreta en pleno acto sexual, hace evocar inicialmente una brutal imagen de la naturaleza: la mantis religiosa hembra que se devora al macho. Aun, la intención primordial del protagonista, que enuncia la voz narrativa, se manifiesta de forma clara. Se trata de un hedonista: “Su pensamiento resbala por un tobogán hacia el pasado: veinte años… la muerte de sus padres traducida en libertad para vivir lo que eligió desde niño… la herencia… […] Roberto persigue una sola cosa: el placer: exprimir el máximo goce que la vida pueda ofrecer a un hombre” (22).
El hombre descubre su vocación a los doce años; de hecho, gracias a una sirvienta obtiene su primera experiencia sexual. Para él la valía reside en la evocación de los momentos de placer y no de la realización repetitiva del acto sexual como tal: “Sin embargo nada tan excitante como la primera vez, como las primeras veces. Recordar el descubrimiento es mejor que cualquier repetición” (24). La afirmación viene a corroborarse cuando a los veintisiete años encuentra a esa misma sirvienta en un burdel, sus padres la corrieron por hurtar cigarros y coñac, y busca el encanto de la primera vez, pero fracasa porque ella realiza el acto de forma mecánica.
En el protagonista hay una desesperación tal porque en cada encuentro presiente que será la última vez que tenga ese placer añorado. De ahí que cobre relevancia lo que afirma la voz del narrador: “El placer se agota porque es uno mismo: por eso es necesario acumularlo, atesorarlo como riqueza debajo del colchón de la memoria. Si no, es semejante al dolor, propio ajeno: hay un momento en que se desvanece” (31).
Cada acto sexual tiene para el protagonista un aditivo adecuado: el alcohol y las drogas. Asimismo, en dicho acto parece que se autoimpone una regla estricta, a saber, gozar del cuerpo femenino, sin la obligación de revelar a sus amantes sentimientos o reflexiones personales, “el lugar de su interior donde nadie […] entraría nunca” (31), según el relato. Precisamente, ese ámbito interno es perturbador porque a él no le importa el fin corporal como tal, sino el breve camino que se recorra previo al instante último. Senda que se torna en una obsesión lacerante:
Sí, hay algo que aún no ha experimentado. Lo único, lo único que podría considerar su obra maestra: el placer de la muerte. Morir… de sólo pensarlo se excita como nunca antes. Pero de la muerte no le interesa el misterio, la eterna duda sobre lo que habrá del otro lado, la especulación acerca de otros mundos, reencarnaciones, paraísos o infiernos. No. El interés está en el acto de morir, en el placer que con seguridad inundará ese instante de transición. (33)
El anhelo por el acto de morir tiene para el hombre su mejor representación en el cine. Pues Roberto alberga la posibilidad de ser un epígono de mujeres fatales que presenció en cintas que alude. Por ejemplo, el tipo que muere asfixiado, por una geisha, durante el orgasmo o la escritora maniaca que perfora innumerables veces el cuerpo de su amante al aproximarse al clímax; las referencias pertenecen a los filmes El imperio de los sentidos y Bajos instintos respectivamente.
Para el lector del cuento, da la sensación de que éste es cinematográfico porque el protagonista provee imágenes que rebasan lo erótico para ostentarse pornográficas. Poco a poco, mientras avanza en el texto, aquel se vuelve un voyerista apto de contemplar el acto final de un tipo que asesinará a su amante en turno de esa noche y que contempla la idea del suicidio, pero termina por retractarse porque no desea perder los recuerdos de escenas de ese tipo.
Un sujeto que llegará a las últimas consecuencias porque no quiere abandonar su intención prístina: “Roberto ruge y resopla en tanto vislumbra su futuro de presidiario, porque ha comprendido que la tentación de la muerte es irresistible como la del sexo, y el sexo es el camino para unir dos cuerpos en uno solo, y si uno muere durante el sexo es como si el otro lo acompañara” (36). Unamuno afirmó que el ser humano es un animal agonizante. Me parece que el protagonista del relato anterior ejemplifica bien lo dicho por el filósofo español.
En “Como una diosa”, tercer relato del opus, se exhibe el fracaso de una representación, pues el personaje principal no consigue emular a la protagonista de una fotonovela denominada La diosa de la noche. Texto aludido en el interior de la misma narración y que constituye una suerte de guía para una especie de madame Bovary cuya educación sentimental recae en la obra cutre con el objetivo de culminar una venganza dirigida hacia su esposo.
El cuento presenta un ambiente denso, donde la noche recubre con una pátina de descomposición a las personas y objetos que envuelve. Aspecto que es evidente desde las líneas iniciales: “Al salir aspiró el aliento putrefacto de la noche. Olía a calor, a sudor reseco, a basura; del suelo recalentado durante el día se elevaban vapores aceitosos” (38).
Ese ambiente, un desierto de asfalto, incide en las intenciones de la protagonista porque los lectores advierten que la mujer desea asumir plenamente su rol de prostituta. Sin embargo, el final noqueador del cuento derriba la creencia de que la figura femenina se dedica a ese oficio, pues lo que intenta es acostarse con otro hombre, el que sea, para darle una lección a su marido, hombre borracho y mujeriego que no tiene escrúpulos para engañarla. Ella en realidad se plantea un juego, pero no consigue llegar al final del mismo, quedándose así con un sentimiento de frustración que externa con una declaración que no se cumplirá.
La violencia que en cierto sentido parece contenerse en la oscuridad abrumadora del relato previo, adquiere un cariz distinto y más ominoso en el cuarto cuento “La noche más oscura”. El pretexto del mismo reside en el apagón de julio de 1977 ocurrido en la ciudad de Nueva York. Aquel escenario fue digno del fin del mundo y estuvo aderezado por otros aspectos: una crisis económica grave, la ola de calor intensa y el miedo de la gente por la presencia de un asesino en serie que se autonombró “Son of Sam” (David Berkowitz es el nombre real de aquel célebre “hijo de Sam”).
Es evidente que el título del relato de Parra da una posible clave de lectura, aun el episodio mencionado se rememora: “Dicen que hace algunos años […] unos quince años, hubo un apagón igual en la ciudad de Nueva York. Y que la noche se llenó de crímenes, asaltos, violaciones, accidentes…, incluso suicidios” (65).
En efecto, la ciudad estadounidense representa un verdadero pandemónium que tiene su equivalente en el lugar ficticio que configura Parra y donde se presencia un singular desfile de variopintos personajes: una pareja paranoica (Edna y Samuel) que ansía el pronto término de esa noche de pesadilla; un hombre tranquilo (Mario) que únicamente desea retornar a casa por medio de una caminata hecha a través de un antiparaíso; una banda de drogadictos y ladrones que aprovechan el anonimato de la oscuridad para agredir un joven esclavo de su ansiedad sexual y ultrajar a la novia del mismo. De hecho, en el cierre del relato se hace presente un tono apacible que podría confirmar aquello de que viene la calma después de la tormenta.
Para el siguiente relato “Nocturno fugaz”, el quinto de la obra y el más breve, de nueva cuenta se advierte la presencia de un hombre solitario en un bar que sufre el vértigo de un desencuentro. Un tipo que anhela a toda costa relacionarse con una mujer atractiva, pero no lo consigue. Él se sumerge en una ensoñación: “Por unos instantes te imaginas un vampiro hipnotizando a su víctima. Recuerdas los ojos detrás de la barra y el aire se torna irrespirable. Ella te mira y sonríe” (71).
Aun hay unas palabras de la voz narrativa que dan un resumen de lo que enfrenta el lector al adentrarse en la “terrible noche” de la ficción: “Monterrey es una ciudad que engendra animales nocturnos, sedientos de sangre. Lo piensas al ver la cara de los hombres que aún permanecen en el bar: los ves y crees contemplarte en un espejo” (72). Aquí tiene relevancia la mención a esa ciudad, ya que el autor habla del lugar norteño con la naturalidad de quien conoce sus verdaderas entrañas y no con el prejuicio del viajero que solo lo ha visto de manera tangencial.
Un lugar que vale la pena “literaturizar”, incluso su lado más carente de lustre, por ello no hay escrúpulos para afirmar lo siguiente: “Afuera en la soledad, el calor es semejante al frío […] Las calles silenciosas y vacías te hacen ver a un Monterrey como un enorme cementerio” (73). La comparación tuvo su carga premonitoria, pues de acuerdo a la crítica, Parra prefiguró la “barbarie” en Monterrey, que ya fue incontenible a partir de la funesta “Guerra contra el narcotráfico”; que empezó en 2006 y cuya cuota de sangre no se ha detenido.
El relato número seis, “El último vacío”, sumerge al lector en un pub; en la estructura hay una serie de retrospecciones (en letra cursiva) del protagonista que evoca a un viejo amante (bisexual), el cual decide casarse con una mujer. Es evidente que se exhibe un juego con el rol porque se ve a un hombre maduro y solitario que piensa en ese lugar en un intento fallido de seducción hacia un joven.
Además, carga el peso de los cinco años que se sintió seguro por la presencia de una pareja, pero ésta se va de su lado para buscar “las vivencias para las que había nacido” (79). En el relato se trastoca la sexualidad del personaje, ya que invita una copa a una mujer, quien lo observa durante todo el tiempo que está en el bar. Al parecer trata de replicar la experiencia de su examante, es decir, comportarse como un heterosexual. Aquí el tipo ejerce la violencia contra sus propias convicciones; aspecto que trastocará su identidad.
En “El pozo”, séptimo cuento que tiene una dedicatoria, a María Elena Ayala viuda de Caballero, se halla el gran ejemplo del viejo dicho “no busco quien me la hizo sino quien me la pague”. Y quien lleva a su sentido literal esas palabras es un viejo que conduce a un joven por una tortuosa senda en medio del desierto.
Ese lugar representa el escenario adecuado para concretar una venganza anhelada largamente y que le ha dado una lección acerca del riesgo que conlleva la claridad para una bestia de la noche; algo en lo que el viejo ya se transformó: “Aquí las noches son largas, a veces hasta de doce horas, y con ellas te enseñas a que lo malo es la luz, el sol, el desierto de día. Eso sí es peligroso: ciega, aturde” (85).
El protagonista va relatando la historia de su época de abogado mientras guía al otro por ese inhóspito ambiente. Le refiere el robo, junto a un cómplice, de las tierras de unos campesinos; aun le revela un concepto irónico de la justicia. Aquellos los descubren y los iban a matar, pero consiguen huir.
Durante la escapada confiesa al muchacho que le llega una revelación significativa: “El miedo, cuando aumenta sin término, es como la noche, como la oscuridad: llega un momento en que te aclara, te ilumina por dentro, serena tu alma y te vuelve capaz de hacer lo que no creías posible” (89). En este sentido, el anciano quería matar a su compañero, pero éste lo arroja al pozo y queda maltrecho y con una cicatriz en la cara.
Tras permanecer muchos días en ese sitio lo rescatan y espera ansioso el retorno del traidor, quien jamás regresa, por ello, elige cobrar esa deuda que le pesa tanto como la cantidad de años vivida. La forma en que lo hace resultará sorpresiva para el lector; el cual descubrirá un buen cuento que es incisivo y mordiente (en el sentido Cortazariano).
En “Cómo pasa la vida”, octavo relato, se logra testificar la desgracia un empleado de banco que sufre un accidente automovilístico en compañía de su jefe. El hombre permanece atrapado entre los fierros del vehículo que chocó contra un tráiler a la vez que evoca su vida amorosa con una mujer llamada Rosalba. Él cree que está ciego, su oscuridad momentánea se adereza con la desazón que experimenta al pensar que ella terminó casándose con otro.
Podría pensarse que el sujeto en esa situación sería presa de la desesperación, pero el narrador precisa: “Se encuentra tranquilo en la inmovilidad, repasando como en un sueño su biografía” (101). Para cualquier lector el fin del protagonista es impostergable y lo único que posee es el deleite de traer de nueva cuenta sus recuerdos. La historia propuesta por el autor es digna de la nota roja. Ámbito que él conoce bien porque trabajó durante un año como editor de dicha sección para el diario Extra en la ciudad de Monterrey.
Respecto al cuento que cierra el libro, “El cazador”, encuentro que incluye personajes semejantes a animales, un ambiente sórdido (el salón de baile) y una gran tensión cuyo punto culminante es lo que ocurre en el enfrentamiento que cierra el texto. Asimismo, la dedicatoria al escritor Julián Herbert va más allá de un gesto de cortesía, pues este muestra afinidad con Parra al tratar el tema de la violencia; rasgo característico de la literatura del norte.
En el primer momento del relato hay una especie de contraposición entre el ambiente ruidoso del antro, denominado “Salón Cristal”, enfatizado con el griterío de los presentes, un singular espacio sórdido, y la angustia silenciosa del perseguido. Aun ese cazador es implacable a pesar de la atmósfera enrarecida: “[…] distinguió resabios del tufillo a adrenalina, a bestia acorralada, que despiden los perseguidos y queda flotando horas en los sitios por donde pasan: el rastro que buscaba” (103).
La angustia mencionada adquiere un tono más dramático porque la presa, que en cierto momento fungió como un asesino, sabe que nadie podrá librarlo de un ente que lo persigue, pero que es intangible: el recuerdo del tipo que mató a causa de un altercado amoroso: “Cómo soportarlo, cómo volver a fingir que no estoy enfermo de miedo, cómo aparentar indiferencia, entereza, valentía. Si ni siquiera puedo dormir a causa de la respiración fantasmal que sopla tras mi nuca y me pone delante de los ojos la sangre del muerto salpicándome como chorros de ácido […]” (106). Esa desesperación de la presa es el contrapunto, dentro del cuento, a la paciencia desplegada con eficacia por el perseguidor. Un expolicía quien aguarda en ese pequeño infierno artificial, cuyo bochorno apabulla por momentos y que rivaliza con el clima helado al exterior del salón, y que sabrá reconocer a quien debe eliminar, pese a no haberlo visto jamás, en este caso un hombre llamado Joel Villaseñor.
Precisamente, a través del diálogo de este con un amigo, Neri, el lector se entera de su crimen: el asesinato del hombre equivocado, un gringo; acto que lo obliga a refugiarse en Ciudad Juárez. Además, se revela la presencia de una mujer que lo atrae con intensidad: una bailarina del antro llamada Úrsula.
Por una parte, llama la atención que dicho crimen se origina por la infidelidad de su novia; en esa ocasión va a buscarla a su casa y descubre que su rival, en compañía de unos amigos, estuvo con ella. Y presa de la ira lo agrede y desea matarlo con una pistola, no obstante, las balas terminan alojadas en otro. A partir de ese instante, la tranquilidad de Joel se empieza a desmoronar, pues los padres del muerto contratan a un cazarrecompensas para que lo elimine.
Por otra parte, la bailarina se torna también en objeto en objeto del deseo de este, aspecto que enfatiza la intención de asemejarse lo más posible a su presa: “Quedó paralizado. Impreso en su mente, el cuerpo de Úrsula bañado en cerveza le entrecortaba la respiración. Así tenía que haberle sucedido a Joel […] Al carajo la recompensa recibida y el compromiso. Eso podía esperar […] El deseo por Úrsula no. Sería la primera victoria sobre el perseguido […]” (115). De hecho, la mujer representa el medio por el que el perseguido reconoce la sentencia de muerte que pesa sobre él, cuyo verdugo que se le parece mucho cumplirá, tan es así que fuma el mismo tipo de cigarrillos, y que es impostergable: “[…] ese olor de muerte en la piel de Úrsula ayer fue más inconfundible que nunca […] sí, ha estado con ella, lo sé, ha seguido mis pasos, me conoce, conoce todo sobre mí, me está cazando […] pero ya no le temo, lo espero con ansia para que me libere de este tormento […]” (129).
No obstante, en la última parte del relato donde hay una gran tensión y se presenta el enfrentamiento entre cazador y presa, el cual se detona porque esta sabe que la bailarina, mujer que lo ha embelesado, fue poseída carnalmente por el verdugo. Con ello surge una ira semejante a la que experimentó cuando tuvo consciencia de la infidelidad de su novia y cuyas consecuencias serán funestas.
Para terminar, considero que el texto de Parra, reeditado de nueva cuenta en 2019, revela cualidades que enfatizan su eficacia como creador de cuentos. Obras que no son complacientes, por el contrario le imponen al posible destinatario una tarea que él mismo autor estima esencial: pensar en lo que ha leído. Asimismo, la violencia, tema eje del volumen, del ámbito de la ficción que propone destaca por su carácter de verosímil. Incluso aquélla hace evocar a la perteneciente a la realidad externa; esa que se exhibe todos los días noticieros o ciertas portadas de periódicos o que se padece en el ámbito de lo cotidiano. Una violencia capaz de convertir a ciertas personas en verdaderos animales de la noche que buscan satisfacer algún instinto.