Emilio Ballesteros, Albolote (Granada, España), 1956, poeta, novelista y dramaturgo dirige la revista internacional de teatro y literatura Alhucema y ha sido incluido en antologías de España, Alemania, Colombia, Perú, México y Argentina. Traducido a varios idiomas, con premios de narrativa, teatro y poesía en Granada, Málaga, Guadalajara, Madrid. Algunas obras: las novelas Estirpe de luna y Rapsodia en negro y rojo; el libro de relatos: Edgar y yo, las obras de teatro: El kiosco de Benito y La eternidad y el vampiro; los poemarios: Trilogía del silencio, El viaje infinito, En júbilo, Cuarto creciente, Danzas Bárbaras, La claridad profunda, El minotauro y la luz, Fuego en la niebla, y los ensayos El homo urbanitas y Matemágicas: poesía y matemáticas.
La infancia es el territorio en el que gran parte de nuestra arquitectura personal asienta, no solo sus cimientos, sino las líneas generales de sus planos. Muchas formas de ver el mundo así lo reconocen y el psicoanálisis, en particular, tiene en los análisis de ese periodo su mayor fortaleza. Ese “paraíso perdido” en el que aún no habíamos perdido la inocencia y en el que los descubrimientos y las epifanías se mezclan con alguna sombra, alguna que otra bestia oculta que se mantiene agazapada en los rincones ocultos de nuestro ser. Y determinados objetos, sonidos, olores, situaciones (recordemos la famosa magdalena de Proust) van a revivir en nosotros momentos de especial carga y significado.
Cuando alguien como Leticia, de especial mirada poética y honda, enfrenta ese mundo, el resultado solo puede tener la fuerza y la belleza de este Decálogo de la envidia. Porque ese es el territorio que la autora ha elegido para esta obra. Y se sumerge en él a corazón abierto, dispuesta a buscar en él las luces y la sombras. Y con una memoria portentosa, seguramente mezclada con algún pincelazo de imaginación que ella incluye en sus recuerdos, que se retrotraen incluso a fechas en las que casi acaba de nacer: “tu padre no pudo conocerte sino hasta el día siguiente, ocupado como estaba en vender un seguro de vida a cada padre de familia”; dice la autora mostrando ya una lejanía del padre; será, entre sus progenitores, la madre, en la inmensa mayoría de sus recuerdos, la que aparece junto a ella.
“Has crecido tres años, amante de rincones oscuros donde imaginar el mundo de sapos y güilotas que viven libres más allá del portón de madera”, escribe Leticia en otro sitio. Desde bien pequeña, pues, será la oscuridad y el misterio los que llamen su atención y su interés. Y dice también: “tierra y lombrices locas se quedan bailoteando junto a una moneda que habías enterrado y paliza segura pirata descubierta, la sustancia de objetos pequeños que se quedan prendidos en la memoria con su carga emocional”. Por las noches, cuentos de aparecidos entretienen el sopor de septiembre. Y el misterio, tan presente ya.
Y el primer encuentro con la muerte: “al abuelo campesino le han cerrado para siempre los azules ojos. Se te queda la manta de su traje arropando la mirada del que elige morir bajo los árboles. (…) El patio se cierra con una llave enorme de estruendoso caer sobre el mosaico, adiós. Pero con un anhelo de infinitud que late sin cesar: La ciudad tiene azoteas donde se anuncia como un ronco espectáculo el sereno volar de los aviones que te arrastran la vista por el cielo y te dejan un hueco en el estómago. Una avidez de centinela te arrebata las tardes”.
La rebeldía frente a la autoridad, la independencia, en particular respecto al padre. será otra de sus señas tempranas: “Eres dueña absoluta de la ciudad. Aunque tu padre vaya a tu lado, te resistes a dejar que aprisione tu mano. Tu vocación es libertad y aún no lo saben. Y la simbología prendida a objetos que vienen a su mente con la carga mítica de Las Parcas: Pulpas de tamarindo y una máquina Singer te renuevan sorpresas. Las tijeras de Las Parcas aquí se han transmutado en máquina, pero de ella caen Hebras de deshilados cortes en la falda que forman pelotitas al rodar entre tus manos”.
Vida y muerte entremezclándose en los minúsculos detalles de sus ojos ávidos. “Una formación religiosa trae a su conciencia la idea de la culpa: en las manos la cera ardiente que en tu interior derrite el perdón de los pecados. Así pagas el hurto de una manzana en el mercado con lo cual aumentaste tu cuota de rosarios. Los rosarios son largos y duelen las rodillas”.
Y la envidia como acicate de su crecimiento interior: “Mi padre contemplaba satisfecho la forma en que mis hermanas exploraban maravilladas el interior del nuevo automóvil azul platino; como motivación para el aprendizaje: Yo deseaba unas botas como aquellas, que cubrieran el pie más allá del talón y el empeine; botas que abrazaran el tobillo y subieran más aún, porque los pasos que se daban con ellas, parecían más seguros y el sonido de su tacón era claro y poderoso, botas que al final son sustituidas por un yeso que le ponen debido a una lesión: Pero mira… Él miró el pesado yeso que le señalaba. —Al fin tengo una bota— dije, y él, al fin se rió.
Incluso la lectura llegará bien pronto, alentada por la envidia: “Sí sé leer. Por la risa de Parra comprendí que leer y conversar no era posible al mismo tiempo, y me reproché el no haber aprendido bien cómo se leía. Algo misterioso faltaba agregar a aquella acción de mover la cabeza. Tendría que observar mejor a mis hermanas hasta poder hacerlo como ellas. (…) A los cinco años sabía leer y escribir y para que nadie pudiera quitármela, dormía con mi mochila como almohada; no me importaba que fuera de hojalata”.
La envidia es también la puerta que abre su existencia a cosas como el canto: “Al final todos aplaudían y su sonrisa de satisfacción y los abrazos que le prodigaban mis hermanas, me hacían sentir despojada. Tiempo después, me fue otorgado, por concurso, el privilegio de cantar para mi abuela”.
Envidia hacia el hermano pequeño, varón: “Ser ‘grandecita’ no me parecía muy bueno, pero yo sentía envidia, sobre todo, al ver la expresión de gozo de mi madre, al contemplar, entre un manojo de pañales perfumados con talco, el cuerpecito desnudo de su único hijo varón.
Y hasta sus problemas con la vista aparecen en su memoria ligados a la envidia: “Yo envidiaba la piedad de Santa Otilia y envidiaba su fe y su amor por los menesterosos. Los fuertes siempre eran malos y yo quería ser buena, así que me aficioné a comer ostias y a los nueve años, empecé a perder la vista. Pero, entre tanto, el placer de descubrir la maravilla, el misterio de pequeños objetos que le abren su mente a la existencia y su poder inexplicable: Los dos adultos sostuvieron breve conversación que me resultó incomprensible. No hubiera retenido el evento en la memoria, de no haber sido porque —tal vez para distraerme—, mientras ellos se besaban discretamente, el hombre puso en mi mano un objeto que me maravilló. (…) Me hicieron devolver aquel objeto cuando la entrevista hubo terminado y mi tía lo guardó en la bolsa de su falda porque yo quería llevármelo a la boca. Retuve en mi mente la certeza de que tras aquellas puertas metálicas debía haber muchas más de aquellas enigmáticas piezas. Sentí el deseo de que el joven me cargara y me llevara dentro para descubrirme dónde estaban guardadas aquellas piezas que sí podían encenderse, pero jamás volví a verlo. (…) siento de nuevo el impulso de soplar ante una matatena y experimento al unísono la fascinación por el fuego. O el descubrimiento de la menstruación: Entonces supe de aquel secreto que una vez descubierto sería imposible de olvidar: la menstruación. Y, al final, a fuerza de aprender a costa de la envidia, llegado el momento del primer beso, darse cuenta de que hay que dejarla atrás y emprender el camino de la autonomía y de la propia realización: pero yo seguí sintiendo envidia de mis hermanas porque cuando yo llegaba a su edad, ellas ya eran, de nuevo, siempre más grandes que yo. (…) Me di cuenta que de seguir a mis hermanas, todo me llegaría demasiado tarde y dejé de envidiarlas para descubrir el mundo por mí misma”.
Valiente y franca la mirada de Leticia en esta obra, ten breve como intensa, en la que repasa, recrea, algunos de sus momentos más significativos y cómo repercutieron en su estar en el mundo.
Herrera Álvarez, Leticia 2021. Decálogo de la envidia, México: 2021, pp. 64.