Manuel Guízar
Por Leopoldo González
Aunque la muerte es siempre una sorpresa inesperada para los vivos, sabemos que está ahí, agazapada y acechante del otro lado de la noche o escondida en la dialéctica del tiempo, como una noticia que ya sabíamos, pero que nos negábamos a leer.
Hace cuatro días, el sábado 24 de abril, murió el primer actor michoacano Pascual Manuel Guízar Marín (Aguililla, 1943-Morelia, 2021), en esa bifurcación de caminos en que la patafísica deja de serlo para cederle el paso a la metafísica.
Es difícil resumir y valorar en un artículo la rica complejidad de una vida; no lo es aproximarse a ella e intentar una opinión rigurosa sobre su huella y sus aportes.
Los hombres nacen una vez, pero los hombres con destino nacen dos veces: primero al nacer y, después, cuando al encontrar la horma y la pasión de su vida asisten a su propio renacimiento. Manuel Guízar fue un actor con destino.
El joven que no trae nada en los bolsillos, que otea el horizonte y sólo le oscurece la mirada un tiempo nublado y va por la vida solamente asistido por la soledad de sí mismo, tiene que salir del caserío a oscuras como de mujer fantasma y volverse uno con la voz que clama en su interior. Esto le ocurrió a Manuel Guízar en los sesenta, cuando la vida lo llamó a hacerse cargo de su destino.
Cada hombre es él mismo, pero es también su sombra y su doble: la sombra resguarda y protege al individuo de los peligros inherentes a su condición; el doble ayuda a intuir y a descubrir el porqué de las cosas, la naturaleza oculta en el destino que ha de cumplirse.
Si cada hombre es único y cada hombre es muchos hombres que él no conoce, el yo es plural. Si esto es cierto en la vida, con mayor razón lo es en el teatro y en cualquier otra forma de representación: el actor actúa su vida, es la escenificación de su propia máscara (prósopop, en griego), pero también actúa las vidas y las máscaras de los otros. Aquí radica la tensión dramática del personaje que vieron un Stanislavsky, un Bertold Bretch, un Rodolfo Usigli y Felipe Santander.
Manuel Guízar estudió arte dramático en el Instituto Michoacano de Arte y se formó en distintos grupos teatrales de la entidad. Andando el tiempo fue parte del Taller de Actuación que dirigió el maestro Virgilio Mariel en la Ciudad de México. Después, hacia 1967, obtuvo un diplomado en artes teatrales con Luis de Tavira, Alejandro Luna y José Caballero.
En 1970 conquista el Premio al Mejor Actor concedido por el INJUVE y su primera actuación profesional se dio en la obra Frank V, por parte de la UNAM, que obtuvo el premio Xavier Villaurrutia, y luego, al incorporarse al movimiento del Teatro Popular en México, un jurado le otorgó el premio a la mejor coactuación por su desempeño en la obra “El Gesticulador”, del dramaturgo Rodolfo Usigli.
Con la representación de “Un hombre es un hombre”, de Bretch, y “Pluto”, de Aristófanes, Manuel Guízar avanza hacia su consagración como intérprete de personajes del teatro dramático, pero al mismo tiempo afina su cultura y sensibilidad para hacer de Pito Pérez la figura plástica más lograda del teatro mexicano contemporáneo.
Hay épocas en las que la representación simbólica del bien palidece frente a la representación simbólica del mal. Esto lo supo muy bien Manuel Guízar, tanto por las épocas de oscuridad que vivió como por los papeles de personajes malos o villanos que le tocó representar.
En 1982 Manuel Guízar estrenó el monólogo “La vida inútil de Pito Pérez”, considerado desde ese momento la mejor obra del año, que con el tiempo le permitió ganar prestigio en el medio teatral y reconocimiento nacional. Los autores de la adaptación al teatro de la novela de José Rubén Romero, cuyos nombres hasta ahora desconocíamos, son José Francisco Bolaños, José Manuel Álvarez y el propio Manuel Guízar. Fue en 2013 cuando esta obra llegó a las mil representaciones en todo el país, lo cual le significó poco más de 30 años de vigencia en los escenarios teatrales de México.
Hay una capacidad de impostación de uno en el otro, o, como si se dijera, una química de transferencia del actor en sus personajes, o una empatía de apropiación de los personajes por el actor, que es lo que le permite ser él mismo y ser otro a la vez: esto no es arte de brujería ni arte de biribirloque, sino capacidad de desdoblamiento sensorial y plasticidad espiritual para poder comunicar las vidas de los otros por medio de la propia. En esto, y dicho con rigor, precisamente en esto, Manuel Guízar fue no sólo un maestro, sino una luz en el escenario.
Es probable que a muchos espectadores de la comedia humana nos haya tocado, en todo el mundo y en distintas épocas de la historia, conversar y discutir silenciosamente con nuestros personajes como si fuesen viejos conocidos. Yo lo traté y conversé poco con él. Y mis palabras de homenaje, hoy, son una interminable frase de gratitud, por lo que aportó al teatro y a nuestra cultura.
Pisapapeles
Conocer un poco a los otros nos ayuda siempre a conocernos un poco más; este, por lo demás, es uno de los secretos para el conocimiento de la otredad.
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