13 octubre, 2016

MARTINEZ OCARANZA, POETA DE CONCIENCIA: María Teresa Perdomo

MARTINEZ OCARANZA, POETA DE CONCIENCIA

Por María Teresa Perdomo

 

Ramón Martínez Ocaranza cumplió a la perfección la altísima misión que él mismo se impuso de volcar en su poesía sus más intensas y profundas percepciones. Vivió su vida no como testigo indiferente ante lo que le iba entregando la vida, fuera gozo radiante de armonía, de paz, de hermosura o de sufrimientos atroces que llegaban hasta una tortura insoportable.

En La vida encantada se manifiesta cautivo de la belleza. Es un momento privilegiado en el que se abre a su gracia para aprehender el esplendor no sólo del presente, sino del pasado, penetrado de un amor con ingravidez de nube viajera, en el que las palabras apenas se tocan. Es una ensoñación sutilmente vivida, derramada sobre todos los poemas que la conforman. Escoge para situarlos no el estallido de la primavera sino la evocación del otoño. Dice:

En el otoño,

amada,

los seres y las cosas

tienen un tono de gris melancolía

Su mirada se posa delicadamente en el amanecer; se desentiende del vigoroso sol del mediodía; también penetra el fin de la tarde y su caminar al crepúsculo para enlazar en esa salida y despedida de la luz la nostalgia de tiempos idos, la naturaleza, la propia interioridad, el amor. Todo envuelto en una penumbra de misterio y de magia.

La evanescencia de estos poemas, su sostenida armonía, su etérea textura, su diafanidad, lo acercan a la música alada de Debussy. Martínez Ocaranza se deja inundar de íntima alegría, en la que interioridad y exterioridad se funden armoniosamente, como se ve en las siguientes palabras:

El pensamiento vive

de cánticos

de alondras

Y aunque alude también al sufrimiento, lo hace en clara serenidad expresada así:

Puro dolor

de rosas

que no se olvida

nunca…

Es pena tranquila que no lacera, más bien parece dolor placentero.

Muchos años después Martínez Ocaranza condensó el dolor todavía con reposadas palabras y con una gran fuerza expresiva, por boca de Job:

Tinieblas sin antorcha fue la casa

de mi quebrantamiento:

cuadrada soledad

sin una sola

vereda de ternura.

Después, el poeta en su caminar por la vida, recibe impulsos diferentes por las noches. En El libro de los días dice:

Hay un rumor

           de cóleras nocturnas

                                                       envueltas

   en las lágrimas

Habla también de las deformaciones que salen de la oscuridad:

De las tinieblas nacen cuerpos retorcidos

                               como columnas salomónicas

Y aún de la noche dice:

Hay misterios que son las resonancias

del eco de los gritos de la sibila endemoniada

 

Los que yo fui escrutando

con palidez mortal

estaban tan oscuros

que parecían estrellas apagadas

en las profundidades de la noche,

Allí mismo manifiesta:

Me di a la mar.

                                                     Vogué por sus abismos.

                                                   Toqué los puertos de sus contradicciones infinitas.

Y todavía confiesa:

Lloré, grité. Temí por la locura.

Uno de sus terribles descubrimientos en esos abismos tenebrosos fue la muerte entrelazada a la vida, que le hace decir en Elegías en la muerte de Pablo Neruda “¿Quién escupió la rosa de la vida con ácidos de muerte?”. Allí está su amor y concepción de la vida. Para él belleza pura, pero manchada, menoscabada, disminuida en su esencia original. También están allí su protesta y su rebelión por los atentados sufridos contra ella.

La muerte se le hace obsesiva. Dice en La edad del tiempo: “Estamos en la edad de la muerte”. Esta proliferación de muerte, paradójicamente, es su rechazo absoluto, nutrido de su nunca extinguido amor a la vida. Hay una identificación con toda muerte, que lo lleva a preguntarse tempranamente en Muros de Soledad:

¿por qué también yo muero a cada paso

con la muerte del mundo?

Esa identificación continua de dolor infinito le arranca el siguiente lamento en Patología del ser:

       ¿Por qué grabé mi voz en las entrañas más hondas de la muerte?

El sufrimiento es tan intenso que le hace implorar:

Viento puro: devuélveme la brisa del ser. Dame la mano para cruzar

el río de la muerte.

Este vuelco de su poesía y todo el horror que la acompaña, surge de la sinceridad y libertad que Martínez Ocaranza vierte en su poesía. Y esta libertad, según Heidegger, “no es arbitrariedad sin ataduras y deseo caprichoso del poeta, sino suprema necesidad”. En esa necesidad va mostrando Martínez Ocaranza un mundo que ve lleno de podredumbre, tal como lo perciben las fibras más hondas de su ser en tensión. Poseía una extrema lucidez para descubrir las propias fallas y las de los demás, y al mismo tiempo lo invadía una sed de perfección que veía irrealizable. Tironeado por estos dos extremos, bajo este tormento escribía su poesía.

No es extraño entonces que explotara su rebeldía en improperios y estallidos de rabia, difundida en imágenes estrambóticas y corrosivas, en las que en ocasiones se asienta el sin sentido, y para hacer esas erupciones coléricas más contundentes, las lleva hasta la gramática: no sólo hiere la sintaxis, sino que la hace pedazos. Toma para su decir el verso libre y también el versículo. Su poesía más alta lo coloca en la cúspide de la desesperación, en un grado casi insoportable. Su tono es exaltado, violento, enfebrecido. Se cumplieron en él las características que Cohen ve en poetas modernos: “ajustar el verso al pensamiento y reproducir los vericuetos, las oscuridades y contradicciones de un tema complejo en un lenguaje igualmente tortuoso y desconcertante”.

Martínez Ocaranza para expresar la maldad, el caos, el envilecimiento que percibe por todas partes en el hombre y en la vida, en su hacer y deshacer de todos los tiempos, pero también en sí mismo, en sus más ocultos abismos, altera mitos, no se arredra ante dislates: afirma y niega contextos sucesivos y se vuelve repetitivo. Es el terrorista de la palabra, el destructor por antonomasia. Pero también sabe decir su pesar en imágenes llenas de belleza. Del hombre de todos los tiempos afirma: “Fuimos un río de sombras. Un río de sombras encendidas”. Y para ejemplificar la absurda conducta del hombre se sirve de esta otra: “Quemamos las banderas del alba para soñar la luz”. Esto es, los dones de la vida están a nuestro alcance, pero los destruimos para después añorarlos. Concreta el crimen proliferado en la imagen: “¡Cuánto Caín camina por la tierra!”

No olvida decir que al hacer acerbas críticas al hombre y a la vida, el poeta sufre desconsoladamente. En Patología del ser reconoce: “¡Cuánta dolencia de penetrar la llaga de la llaga!”. Lo invade también el dolor por la fatalidad que envuelve al hombre. En la misma Patología dice: “Y tú comerás eternamente el pan del llanto”. El sufrimiento del poeta se extiende también hasta las palabras de que se sirve para hablar de la belleza. En esa misma obra confiesa: “¡Qué dolencia de concebir la flor en dura imagen!”. Además, el dolor por la descomposición de la vida, lo percibe cosmológico”, al afirmar en La edad del tiempo: “Y las estrellas lloran la podredumbre de la tierra”. Su poesía más desollada le provoca un sufrimiento acerbo que expresa así:

Cinco puñales

de metal oscuro

se clavan

en el alma.

Concibe su poesía en esta etapa como dictada por el destino. Dice en la Patología:

Dime Delfos ¿Por qué me traicionaste?

¿Por qué la frustración engendradora de tinieblas?

Sabe que su decir se hace tenebroso por obedecer a una acción que es, según sus palabras, “Como lanzar las redes en un estanque negro”, expresadas en El libro de los días.

Y sus cavilaciones lo llevan a descubrir los lazos secretos que nos unen a todos. Dice en La edad del tiempo: “Nosotros somos yo/Somos ustedes./ Somos las barcas que caminan solas./ Nacimos del relámpago terrible./ Caminamos como fantasmas por el viento./ Nada vimos. Tan sólo la extensión./ Tan sólo el eco de nuestras propias barcas.” En su percepción estamos unidos y de algún modo, al mismo tiempo, en soledad, sin vivir realmente, llevados y traídos por fuerzas ajenas a nosotros mismos.

En lo que Martínez Ocaranza iba descubriendo en el mundo, en la vida, en el hombre y en sí mismo, como se ha dicho antes, dominaba el exceso de sombras. Sin embargo, en ocasiones, entre ellas se filtraba la luz. En La edad del tiempo reconoce:

Porque a diario morir

nacer eterno

Y todavía más explícito se muestra Martínez Ocaranza en la expresión siguiente:

La alba va

adentro de mí mismo

tragándose mis sombras.

Lúcidamente alude a la negatividad de su obra. En ese mismo poemario dice:

Perdí los signos

Y derribé mi continente oscuro

Y Martínez Ocaranza no se concreta sólo a una observación detenida de todo lo que se ocupa, sino que se identifica a ese todo. Anula la distancia entre él y lo penetrado. Esa identificación es la misma de que habla Baudelaire. El dice: “Pronto eres un árbol…; ya eres el pájaro mismo”.

De este modo, las contradicciones que conforman la percepción de Martínez Ocaranza se deben a su caminar conciencial que le exigía volcar, sin falsificaciones en su escritura poética todo lo que percibía, sin ninguna consideración lógica, mitológica, ideológica o gramatical. El incesante trabajo de su autor, no era buril para pulirle aristas rudas o ásperas, sino para hacerlas más incisivas, sin importarle su aceptación o su rechazo.

También a la conciencia la concibe como intenso padecimiento. En Elegías a la muerte de Pablo Neruda dice: “Cada conciencia llega como llaga”. Su torbellino iracundo lo entrega con toda conciencia para agredir a la conciencia de los hombres. Lo afirma en La edad del tiempo: “Porque queremos que duelan más los golpes de la conciencia”. Muchas veces una misma cosa es juzgada sucesivamente con juicios opuestos, por someterse completamente a su conciencia, que veía y sentía de diferentes maneras una misma realidad en distintos momentos. En alguna ocasión la vio radiante de alegría, de hermosura, de paz, de concordia y el amor se desbordaba incontenible, como se alude al principio de esta exposición, y como lo que percibía y sentía era armonía, su expresión también se hacía serena y armoniosa, y cuando su conciencia se fijaba en aspectos sórdidos, tenebrosos, caóticos y llenos de fealdad, su expresión igualmente se desordenaba, se oscurecía y a veces se hacía repulsiva.

Otra forma de ese desorden es la mutilación del sentido o falsos apoyos lógicos en secuencias, aclaraciones o conclusiones que no resuelven ni explican nada. Se hermana en este sentido a Lautréamont. ¿No se ha dicho de los Cantos de Maldoror que es “el libro más loco, más incomprensible y más extravagante?”.

Pero así como surge la luz en medio de las tinieblas, surge también la esperanza en medio de todas las negatividades. En La edad del tiempo afirma:

Y del fuego de todo lo negado ha de venir la luz de lo que ha de venir.

Se precisa mucha audacia y valor para internarse por los hondos abismos del hombre y de la vida. Muchos poetas, sobre todo los románticos y surrealistas los penetraron y quedaron borrados por la locura o el suicidio, pero a Martínez Ocaranza lo salvó la raíz de que partía: el amor. En la obra acabada de citar reconoce el poder del amor que todo lo mueve. Allí dice:

Todo lo que camina se defiende

en un grito de amor,

con la doctrina

del nunca terminado movimiento.

Para seguir su camino de cánticos.

Creando más y más fuentes de sabias

y purísimas formas de armonía.

Martínez Ocaranza no se esforzaba mucho por publicar su poesía. La escribía por necesidad ineludible de dar salida al turbión de pensamientos, sensaciones y sentimientos que lo envolvían. A su poesía podrían aplicarse ciertas palabras de Baudelaire: “Yo la compararía a un sol negro si se pudiera concebir un astro negro que vierte luz y alegría”.

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