Miguel de Unamuno: la muerte y la inmortalidad
Por Rosario Herrera Guido
Los hombres viven celosos
de la inmortalidad.
Platón
La existencia de Dios,
no es algo exterior al ser,
sino como la máxima voluntad del hombre.
Tal vez ese Dios no existe,
pero cada individuo ha de creer en él
para recurrir a esa creencia
como Don Quijote creía en sus caballeros
y en sus princesas.
Miguel de Unamuno
El sentimiento trágico de la vida.
Miguel de Unamuno (1864-1936), natural de Bilbao, estudiante de filosofía en Madrid, varias veces rector de la Universidad de Salamanca, activista político, condenado a seis años de prisión por sus ataques a la monarquía española y desterrado en Fuenteventura por las denuncias dirigidas contra la dictadura del general Primo de Rivera, es un genuino representante de la generación del 98 (Pio Baroja, Azorín y Unamuno). El escritor que tocó todos los estilos literarios y filosóficos: el ensayo filosófico en El sentimiento trágico de la vida; La agonía del cristianismo; Vida de Don Quijote y Sancho; el teatro filosófico: Fedra, El otro; la novela filosófica: Paz en la guerra, Abel Sánchez, Niebla, Tres novelas ejemplares y un prólogo, San Manuel, bueno y mártir; la poesía: El Cristo de Velásquez y el Cancionero. Pero en el marco del título de este breve espacio, sólo voy a evocar la muerte y la inmortalidad en El sentimiento trágico de la vida (1914).
Un ensayo en el que Unamuno plantea el problema de la inmortalidad, el conflicto entre la razón y la fe, además de la crisis racionalista de la modernidad, para tratar de darles solución. Un texto sobre la angustia religiosa del mundo y del hombre, que en nada se parece a los antiguos tratados de metafísica o religión: cada una de las frases del alma se encadena lógicamente al pensamiento sometido a las necesidades del hombre que, simplemente, no quiere morir. Por lo que para Unamuno: “Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada uno de nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse, con las demás conciencias todas en la Conciencia Suprema, en Dios; hay que creer en esa otra vida para poder vivir ésta y soportarla y darle sentido y finalidad. Y hay que creer acaso en esta otra vida para poder merecerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece ni la persigue el que no la anhela sobre la razón, y si fuere menester, hasta contra ella” (Unamuno, “El sentimiento trágico de la vida”, Ensayos II, Madrid, Aguilar, 1962:960).
Su punto de partida es el mismo de Pascal, Kierkegaard y Nietzsche: el hombre entero, total, carne y espíritu, deseo y conocimiento, el hombre que afronta al dolor, a la alegría y a la muerte: “el hombre de carne y hueso”.
Aunque no se considera filósofo, Unamuno parte de Nietzsche. Cada concepción del mundo surge de la más íntima y menos comunicable personalidad, y de esta forma, el pensamiento, la filosofía y la poíesis, más cerca de la lírica que de la ciencia: “Nuestra filosofía, es decir, nuestra forma de comprender el mundo, surge de nuestro sentimiento mismo de la vida”. Pero un pensamiento aparentemente impersonal, como el kantiano, no sería nada sin su autor. Lo que realmente importa es el hombre Kant.
Para Unamuno, la necesidad de la inmortalidad, el eterno combate de todo hombre por no perecer, es el sentimiento trágico de la vida, el origen de toda filosofía, de toda religión. La solución, la más vital, es aportada por el cristianismo, al que estudia en el capítulo “La esencia del catolicismo”. El cristiano se encuentra ante una revelación de dos cabezas: la muerte y la victoria sobre la muerte. Si cristo murió siendo Dios para ser hombre, el catolicismo representa la resurrección. El cristianismo tradicional, del que Unamuno toma distancia en este momento, ha subrayado la idea del pecado y entiende la muerte como consecuencia del pecado, como su castigo.
El Cristo de Unamuno se define en relación con la realidad de la muerte. Desde este enfoque, toda teología es irracional. El Dios creador es absorbido por el Dios vital, crucificado pero vencedor de la muerte, por el que el catolicismo es límite del racionalismo. Como sostiene Unamuno, mientras la razón filosófica ataca a la fe, la fe tiene que ser aliada de la razón. En sus palabras: “La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofía, no con la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo, filosofa el hombre” (Unamuno, “El sentimiento trágico de la vida”, Ensayos II, Aguilar, 1952:754).
El ataque de Unamuno contra la razón es vitalista, no místico: a los partidarios de esta doctrina les reprocha absorber la personalidad humana de Dios, para atenuar la angustia. Por ello Unamuno no es quietista, no le apuesta a una religión antropocéntrica, para la que las pruebas de la existencia de Dios no son esenciales. Basta que el hombre quiera que Dios exista. De aquí que la doctrina católica del alma individual se oponga a una síntesis racional. Tras ofrecer una prueba positiva, Unamuno encuentra en la historia del racionalismo moderno, otra negativa: todos los argumentos racionales a favor de una inmortalidad personal son invenciones.
El mismo David Hume, fiel a su método intelectual, llega a la negación de la unidad del alma y, por tanto, de su inmortalidad. La ilusión es la fantasía de que los motivos para vivir pueden permanecer, si negamos la inmortalidad personal. Las verdades racionales se oponen a las exigencias de la existencia: lo vital es anti-irracional. La trágica historia del pensamiento humano no es la lucha entre la razón y la vida, sino en que la razón se obstina en racionalizar la vida, al imponer la resignación a lo inevitable y a la muerte; mientras la vida insiste en vitalizar la razón, para apoyar sus aspiraciones vitales.
El alma moderna se debate pues entre dos polos: el mito y el escepticismo. Porque el escepticismo científico es una verdadera dictadura sobre las almas: el renacimiento, la reforma y la revolución son una nueva inquisición, la de la ciencia o la de la cultura, que emplea como armas el ridículo y el desprecio contra quienes no siguen su ortodoxia. Así lo advierte Unamuno: “El racionalista se conduce racionalmente […] mientras se limita a negar que la razón satisfaga nuestra hambre vital de inmortalidad; pero pronto, poseído de la rabia de no poder creer, cae en la irritación del odium anti-theologicum […] El odio anti-teológico, la vida cientificista —no digo científica— contra la fe en la otra vida, es evidente […] Y los racionalistas que no caen en la rabia anti-teológica se empeñan en convencer al hombre de que hay motivos para vivir y hay consuelo de haber nacido, aunque haya de llegar un tiempo, al cabo de más o menos decenas, centenas o millones de siglos, en que toda conciencia humana haya desaparecido. Y estos motivos de vivir y obrar, esto que algunos llaman humanismo, son la maravilla de la oquedad afectiva y emocional del racionalismo y de su estupenda hipocresía, empeñada en sacrificar la sinceridad a la veracidad, y en no confesar que la razón es una potencia desconsoladora y disolvente” (Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, Ensayos II, Aguilar, 1952:815-816).
Unamuno siempre espera que, incluso de lo peor, surja la salvación del mundo moderno. Aunque en el fondo de la conciencia choquen el escepticismo y el instinto vital, los dos poderes de nuestro ser, tal vez surja la “santa, dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro supremo consuelo”. Entonces el escepticismo habrá sido superado, pero se habrá vuelto activo, combatirá contra sí mismo constantemente y alimentará sus propias energías con su desgarramiento interno. Aquí radica la angustia, cuando el hombre se acerca más a su verdadera naturaleza humana cuanta mayor sea su capacidad para la angustia. Nada sirve para apagar esta guerra irreductible que se produce en el fondo de cada ser, porque sirve como escuela de valor al mismo tiempo que educa y forma.
En la última parte de El sentimiento trágico de la vida es posible reconocer diversas corrientes del pensamiento moderno, que van desde la influencia del pragmatismo religioso de William James hasta el pensamiento de Kierkegaard, tan admirado por Unamuno. Aunque en la primera parte es clara la influencia de Nietzsche. En esta obra, aunque se percibe su catolicismo, Unamuno rebasa la ortodoxia, pues sigue la reacción anti-racionalista que otros cristianos de la época trataban de resolver, como Paul Claudel.
Al plantearse el mayor problema que tiene la filosofía occidental desde Descartes, el dualismo cuerpo-espíritu, Unamuno postula la unidad de la personalidad humana, en la necesidad de la inmortalidad que consume al ser humano. Por ello propone vivir en la contradicción. La misión de su obra es quebrantar la fe, combatir a todos los que se resignan al racionalismo, al catolicismo o al agnosticismo, para hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.
El final de este inquietante y desgarrado ensayo es una invocación original, síntesis de las teorías y la actitud de un hombre desesperado en busca de la verdad: “¡Y Dios no te dé paz y sí gloria!” (Unamuno, “El sentimiento trágico de la vida”, Ensayos II, Aguilar, 1952:1002).
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