15 agosto, 2016

Aviso de una entonación corpórea. Nota a la obra poética de María Ángeles Juárez Téllez

Aviso de una ensoñación corpórea*

Nota a la obra poética de María Ángeles Juárez Téllez

 

Por Leopoldo González
Consultor, ensayista y poeta.

 

La mujer que no vemos pero que sabemos que existe porque escribe, se oculta tras los verbos húmedos de agosto, pacta con el erotismo una canción de amor que estremece su carne, y luego, como un tentador aullido de silencios, esconde una primavera de cristales rotos en su cuerpo, para que su incierto amante no alimente falsas expectativas sobre “cándidos recreos”.

 

Nacida en el Estado de Michoacán, en 1951, bajo el espeso verdor de un territorio poseído de una singular belleza salvaje, de donde salió un día a estudiar Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la poeta María Ángeles Juárez Téllez siente, paladea y hace suyo el erotismo de la palabra en cada una de sus creaciones, hasta convertir su ración de mundo en la almeja oscura del deseo y la pasión.

 

En pos de su raíz, María Ángeles ingresa al quehacer literario de un modo que no difiere mucho del misterio y el horizonte de vida que hizo a otros escritores tomar partido por las letras. El descubrimiento de la escritura como recurso para explorar y afinar una sensibilidad, como fuente de sentido y clave privilegiada para leer e interpretar el mundo, muchas veces ocurre en la infancia o en la pubertad: al conjuro de una pérdida entrañable, en el trance de un desgarramiento espiritual o cuando se advierte una innata predisposición al ejercicio de la literatura. Sin duda, fue la alineación de estas coincidencias lo que condujo a nuestra autora a la resolución interior de hacer de la creación literaria su segunda piel, su otra conciencia. La intempestiva muerte de esa especie de mujer enigma que fue Paula Soto Cazorla (la abuela consentidora); el verse cara a cara con el insomnio “por la emoción de aprender a leer”; el temprano descubrimiento periodístico de “flotantes fantasmas de la literatura” como Rubén Darío, Ángel Cruchaga y Amado Nervo, además de la conquista de un primer lugar de conocimientos en la Zona Escolar No. 28, que en 1964 le permitió viajar a la ciudad de México y conocer en persona al escritor y poeta Jaime Torres Bodet, en la inauguración del Museo que lleva su nombre, fueron algunos de los hechos que determinaron su inclinación y su pasión por la literatura.

 

Hay en María Ángeles, desde sus primeros poemas, un amor distante o tormentoso que es pelea consigo misma y no acaba de colmarla; también, hay tres referencias eróticas ineludibles: la del cuerpo como puerta de acceso a un saber prohibido y al placer; la de la naturaleza como extensión y réplica de una erótica de los sentidos (donde el cuerpo recrea y aligera el misterio de su propia sensualidad) y la de la palabra: zona de encuentro que vuelve pleno el descubrimiento del otro y hace de los poderes de la seducción una operación superior de afinidad emocional y espiritual. La palabra no sólo ahonda el misterio de ser, también nos descifra y, al descifrarnos, contribuye a revelar al otro que somos: ese otro al que buscamos y nos busca en el teatro de correspondencias que es la vida. Por ello, en los versos iniciales de uno de sus poemarios, sin falsas cautelas y con una gran libertad creativa, nuestra autora declara algo que la define de cuerpo entero:

Tardó en entender que a mi piel

de otoño sin orear

le faltaba su miel ámbar.

 

Al fin “mujer de tierra criolla” erizada de sueños, pues le tocó “nacer en una residencia sembrada de oníricos helechos”, María Ángeles cabalga entre dos espumas solitarias –la del recuerdo y la de los poderes del sueño- cuya secreta energía e hilo conductor es el amor: pensamiento sintiente que enlaza a los entes y a las criaturas de su infancia, de su elección y de su vida, en busca de aquello capaz de animar el sentido total de su existencia, pues, al fin y al cabo –como escribió Gertrude Stein- “cada quien es como es su tierra y su aire… / y cada quien es según haya o no viento ahí”.

Hay en la obra de esta poeta michoacana una añoranza del terruño y del jardín de la infancia, que –como en López Velarde- se resuelve en búsqueda y tentativa de reconstrucción del Edén Subvertido; también, hay un febril culto del cuerpo en lo que tiene de estación de paso del más sublime amor carnal, en el que su obra derrite lo mejor de su canto para reabastecerse de energía en el frenesí de lo que se posee y en el gozo de la persona amada; hay, además, una fuerza de evocación que reúne y presencializa las voces y elementos de un pasado para siempre ido, donde se advierte que parte de la vitalidad de su poesía radica en la poderosa seducción que ejercen las vidas de la memoria, en su intento por reimplantar las cuatro paredes del caserío de la infancia en el centro de su mundo de hoy, sencillamente porque a un costado de la espesa y serena sombra de los cafetales: “del barbecho de agosto / brotaron las canciones”.

Autora de una biografía fundamental sobre el cuentista campechano Juan de la Cabada (Cosas que dejé en la lejanía/Memorias de Juan de la Cabada, UNAM-2003), de numerosos poemas aparecidos en libros de autoría colectiva (Fuera del calabozo, Las caligrafías de Ariadna, entre otros), de dos poemarios que son esenciales en la totalidad de su obra (De cándidos recreos y Bajo los girasoles) y de poemas sueltos que han aparecido en una singular e interesante colección neoyorquina de poesía (Cofradía de Coyotes), María Ángeles desarrolla un quehacer poético que desde el mirador del erotismo juega a quitarle ropajes al lenguaje, a desvelar lo que hay de apetecible en el otro, a leer con suspicacia poética los oscuros rincones y encantos de la persona amada y a desnudar las sublimes realidades del cuerpo que necesitan ser dichas, tocadas, vividas, cantadas. Quizás por ello, lo mejor de la poesía de María Ángeles tiene sus acentos más logrados y luminosos en el culto de la sensualidad del cuerpo, como muestra el poema Rebeca, que en el poemario De cándidos recreos (2009) dedicó a la memoria de la última musa de Juan de la Cabada:

Le sabían los pezones a manzanas soleadas

y en el recreo del colegio

fornicaba sin pretexto

bajo cualquier tinaco.

Si la idealización del amor, en todas sus formas posibles, define y delimita el diámetro de fuego del corazón de una mujer, puede decirse que la mujer-poeta conduce en su ser un amor por partida doble: el que deriva de su naturaleza y el que implica su condición de poeta, puesto que, como afirma Giuseppe Ungareti, ella lleva en su ser el signo inconfundible de la individualidad que la expresa.

Loba o diosa, bruja o vidente, maga o talismán de la suerte, leona en celo o sacerdotisa del deseo, la mujer es el único felino que invadió las estepas de lo humano en busca del hombre capaz de redimirla, para colocar en los parajes de la lengua masculina los vocablos imposibles: gracia y pasión nos vuelven amantes comestibles a los ojos del otro; el amor que cabalga nuestra desnudez tiene carta poder a prueba de distancias; sólo en el deseo intenso de ser lo que se ama se llega a ser llama; si el amor que araña los sentidos es verdadero amor de alguien, entonces es amor que rasga la piel; el deseo es el móvil primordial y último de los pasos del ser en el universo.

María Ángeles, con un sentido casi hobbesiano de su género (“mujer, loba del hombre”) se inserta en la lucha por lo existente y por lo que ama sabiendo que sólo la palabra restituye al mundo su sentido original; convenientemente dotada de uñas y de dientes, sabe que si “amar es combatir” sólo ama a fondo quien hace de la piel del otro el sitio perfecto de una guerra campal en busca de su redención; intuye que el acto de amor por el que el mundo fue creado, es reinventado cada mañana en la caricia húmeda y en el beso que derrite a los amantes hasta fundirlos con su sombra; finalmente –mientras escribe en la atmósfera de soledad que la aísla y la protege del mundo- aguarda en penumbras la embestida del amor, del que sólo sabe lo estrictamente necesario: es eje de gravitación que da sentido a la vida de los seres sobre la oscurecida tierra, al margen de que algunos despistados no lo hayan advertido aún.

En la escritura de María Ángeles el cuerpo no se anda por las ramas: tiene memoria y distingue con intuición y sensibilidad las frondas de la caricia, la secreta cadencia que gobierna las ganas, lo que en el umbral del tocamiento agita el deseo y la oscura luz que enciende la pasión. Una inteligencia de tres picos muerde la ausencia de la persona amada y trastoca su mundo en el más exquisito nido de amor de las pieles del alba. Por otra parte, la capacidad persuasiva del aroma y los humores del cuerpo sigue siendo la vía más corta para seducir al amante solitario, a condición de que ese amante haya logrado mantener a raya la hipertrofia del olfato y los óxidos de la razón.

El resultado de lo vivido y de lo escrito en la obra de esta autora michoacana, es una poesía a las brasas salida del anafre, tanto por lo que hace a las chispas candentes que refulgen en su sensibilidad y en su memoria personal, como por lo que toca al diapasón ardiente de su lira apasionada, que en Bajo los girasoles (1987) desnuda de poses el instinto carnal y declara:

Para que lograras

un orgasmo conmigo

bastó que vieras el café

cayendo entre mis piernas.

Lo que deslumbra en los poemas eróticos de María Ángeles, que abarcan casi la totalidad de su obra, es la magia singular con que aborda las sensaciones del cuerpo y la maestría con que hilvana las costuras ocultas del territorio del deseo, donde lo femenino es centro de lo que se sueña soñando y de lo que se sueña viviendo.

Al final, después de un viaje alrededor de la vida y la obra de la poeta María Ángeles Juárez Téllez, que incluyó una conversación en su casa-estudio de las calles de Donceles y la revisión de casi toda su obra publicada, me quedo con algunas certezas provisionales que hago derivar de su propia escritura, al margen de si mañana o pasado mañana vuelvo a su senda de soledad luminosa en busca de otras semillas y nuevos follajes para seguir nutriendo la raíz del canto.

La libertad íntima de un gemido de placer sensual sigue siendo tan nueva hoy como lo fue para el Marqués de Sade (1740-1814) en Filosofía del tocador hace 200 años, o para Sören Kierkegaard (1813-1855) en Diario de un seductor hace poco más de siglo y medio. La sensualidad del cuerpo no es de aquel o de este tiempo: es de todos los tiempos y constituye la materia prima esencial de lo que sea que se proponga la poesía en lo que toca a iluminar el mundo.

Por otra parte, el amor pleno es lo único que nos salva del desfiladero espiritual de sabernos, de sentirnos y de sufrirnos solos, a veces sin más asidero vital que la presencia latente del otro. Por ello, o quizás por azar, un día apareció María Ángeles en la literatura mexicana contemporánea, como recién salida del jardín ardiente del deseo o de una fugaz ensoñación corpórea, para decirnos en primera instancia –y luego seguírnoslo diciendo en segunda y en tercera instancia- que hay una poética de la naturaleza reconocible en el aire, en la piedra, en el lenguaje de los pájaros, en la flor, en la piel del otro, en el grito mudo de los que ya se fueron y en los aromas del campo, y que es ahí donde la poesía amanece y ve en todas direcciones, porque en su íntima sabiduría intuye que todo en el mundo necesita ser redimido.

*El presente ensayo forma parte del libro Tesoros vivos de Michoacán, publicado en 2015 por la Secretaría de Cultura del Estado (SECUM).

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